El alma de los muertos. Alfonso Hernandez-Cata

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El alma de los muertos - Alfonso Hernandez-Cata


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de ideas el recuerdo temible. El criado no conseguía siempre alejar a la intrusa.

      —Mira, Fermín... ¿Ves esa onda que ha engendrado la piedra al caer en el lago? ¿Ves cómo se desarrolla blanda, lenta, en una curva toda armonía? Pues así son los flancos de ella... ¿Tú no la has visto desnuda?... ¡Oh! Yo te diré: tiene el pecho...

      —No piense en eso, señorito.

      —Dos senos perfectos, ubérrimos de voluptuosidad.

      —Señorito Lucio..., marchémonos de aquí... Se enfadará la señorita si habla usted de eso.

      Poco a poco, las trágicas evocaciones fueron más frecuentes. En el fondo de las ojeras verdosas, los ojos tornaron a fulgir con esplendor de cirios. Las manos y las orejas, casi transparentes, adquirieron tintes azulosos; a la influencia del recuerdo todo él vibraba como un arco. Dijérase que, desde el sepulcro, la esposa, amorosa y cruel, exigía el fin de la separación.

      Progresivamente, todo llegó a excitarle; el tacto de un cuerpo suave y terso, el gusto de cualquier manjar ácido, el ulular del viento entre las frondas. La Purísima Concepción fue desterrada del oratorio con la mácula de los pensamientos de Lucio. Algunas noches Fermín percibía su respiración acelerada.

      —Señorito..., señorito Lucio: ¿qué tiene usted?

      —¡Cállate!... ¿No notas el olor?

      —Son los jazmines del jardín... Quedaría alguna ventana sin cerrar.

      —¡Oh, no, no!... ¿Tú sabes quién tiene ese perfume?... Es ella, que ha venido.

      Y mientras el enflaquecimiento de aquella ruina física se crispaba epilépticamente, el nombre de la esposa surgía entrecortado, una vez, otra, muchas veces, hasta llenar la estancia, donde parecía todo más grande, más triste...

      Al finalizar mayo, un acontecimiento hizo que la madre, siempre reacia a recluir al viudo, adoptase una resolución evitada hasta entonces. Lucio, en un acceso de furia, maltrató al viejo servidor. Hacíanse precisos los cuidados de otra persona a quien Lucio respetara y quisiese. ¡Ah, si ella pudiera moverse del sillón, estar siempre a su lado!... Con ella nunca dejó de mostrarse cariñoso y sumiso, casi normal.

      Y fijo el pensamiento en su otra hija, decidiose a escribirle una carta henchida de lamentos, por cuyos renglones erraban sollozos y suspiros de angustia:

      «Tú no tienes niños... Son unos meses, solo unos pocos meses, que sacrificas a tu esposo... Piensa en mí... Tu hermano, nuestro Lucio, morirá, si no, como un perro.»

      •

      Vino la hermana.

      Lucio la reconoció perfectamente. Apenas hablaron de su enfermedad; aquello, según frase de él, solo era un desequilibrio nervioso, que subsanaría una alimentación sana. Durante la cena encauzose la plática por el camino llevadero a los días pretéritos, lejanos. Lucio rememoró escenas infantiles, cuando eran los dos colegiales y él hacía valer ya su autoridad de primogénito.

      —¿Te acuerdas cuando reñí con un chico rubio por ti? —Y animado por el éxito de su memoria, iba encadenando los recuerdos con asombrosa precisión—. ¿Y cuando te examinaste de solfeo y confundiste un silencio por un becuadro?... ¿Te acuerdas?

      Ella, viendo pasar por la conversación, exenta de exaltaciones, de Lucio toda la sarta de pequeños incidentes, cuyos recuerdos decían ecuánime lucidez mental, miraba sonriendo a la madre, procurando leer en sus ojos, gozándose en suponerla víctima de un temor excesivo, diciéndose para justificar sus pensamientos: «El mucho cariño... Tal vez los años...».

      A principios de junio, el tiempo tuvo una alteración regresiva. Del norte soplaron vientos fríos, y de nuevo, como en las mañanas invernales, se hizo el agua hielo en las junturas de las piedras. Lucio hubo de levantarse bien entrado el día, de renunciar a las escenas geórgicas del establo, donde la mansedumbre de los ojos bovinos parecía interrogar por aquel que acariciaba el cobrizo testuz, mientras el tesoro de las ubres desbordábase en el jarro coronado de espuma humeante y blanca.

      Aquella mañana, cuando la hermana fue a llevarle el desayuno, él no estaba despierto como de costumbre. Tuvo que llamarle blandamente:

      —Lucio... Lucio.

      Tardó bastante tiempo en despertar.

      —¡Perezoso, despierta!... Lucio...

      Luego de abrir los ojos, incorporose para preguntar a la hermana:

      —¿Hace mucho rato que estás?... ¿Cuándo viniste?

      —Acabo de entrar ahora... ¿No has descansado bien?

      —¿Te han visto?... ¿Te ha conocido alguien al venir?

      —Pero ¡qué dices!

      —¡Oh, sí lo supieran..., sí supieran que habías llegado...!

      Ella vio en el fondo de sus ojos dos llamas siniestras, y quiso huir; pero él, felino y rápido, saltó del lecho. Fuese hacia ella, y mientras le desgarraba los vestidos, oprimiole con su boca la boca, sin dejarla gritar.

      —¡Lucio!... ¡Suéltame!... ¡Qué horror, qué horror!

      Lucharon largo tiempo. Ella se defendía desesperadamente, dándose cuenta de la probable monstruosidad. Él, multiplicando sus ataques, combábase sobre ella, frenético. En la estancia solo se oían las respiraciones jadeantes; por el suelo esparcíanse los jirones de tela; en la carne, las manos imprimían hondas huellas moradas.

      Hubo un momento en el cual todo el cuerpo de la hermana sintió el contacto del cuerpo de Lucio, en tanto se ensangrentaban sus labios bajo los labios del sátiro.

      Entonces, inconsciente ya, le atenazó el cuello para repelerle.

      Aún lucharon algunos segundos.

      Ella apretaba con fuerza, con todas sus fuerzas, hasta que pudo comprender que ya solo ella oprimía... Pero, luego, sus gritos resonaron afuera clamorosos y trágicos.

      Y el polvo que levantó el cadáver de Lucio al batirse contra el suelo se hizo luminoso en un rayo de sol.

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