El alma de los muertos. Alfonso Hernandez-Cata

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El alma de los muertos - Alfonso Hernandez-Cata


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lo llevó a la ciudad. En los primeros años fue la parca herencia gastada poco a poco: risueñas correrías, vino y mujeres en los días de sol, y falsas enfermedades desde el otoño a la primavera. Cigarra equivocada de forma, daba jubilosa su canto apenas se abría abril. Mes a mes impusiéronse los expedientes, el paso difícil entre el no necesitar de nadie y las primeras peticiones, los destinos mal servidos en donde le era imposible encerrarse en cuanto lluvias primaverales arrancaban a la tierra fragancias germinativas, los proyectos de emigrar a un país de perpetuo verano, el sonrojo de las primeras indelicadezas, y el estupor al comprobar que, paralelamente a su desenfado, los amigos iban adquiriendo en el sentimiento una callosidad esquiva o irónica que, cuando no dictaba pretextos increíbles, salía del paso con la generosidad irrisoria del cobre.

      Y luego las expulsiones de las casas de huéspedes, el vagabundeo, el traje, merced al cual podía entrar en los cafés e inmovilizarse sin tomar nada junto a los grupos de conocidos, vendido una tarde: ¡tarde maldita, verdadera barrera entre el hombre y el náufrago, después de la cual conoció, en el desierto de la ciudad, el hambre, el sueño, los primeros fríos al través de los jirones, los rostros antaño acogedores fingiendo con una perfección malvada no haber estado jamás cerca del suyo!

      Y, sin embargo, un sufrimiento más temible le quedaba aún. Era para él una obsesión, algo terrible y peor que todo, que le hacía volver hacia el cielo su mirar de paralítico del alma. Por ese miedo realizó, al empezar el otoño, un esfuerzo infinito de voluntad, y proyectó echar carretera adelante, hacia el sur, para ir siquiera a ser mendigo en tierras templadas; mas el invierno llegó sin transiciones, inmovilizándolo, y ahora, en sus sueños de los quicios de las puertas, en sus huidas de los guardias encargados de transformar la caridad en tiranía, en las horas vergonzosas de las entradas de las iglesias, en que los pobres le echaban en cara su juventud y los ricos compraban el favor de Dios con dádivas mezquinas, su terror tomaba un aire atónito, pueril casi. A veces, en los cafetuchos llenos de lumias y de olor a fritanga y a alcohol, cuando las cabezas, llenas de un sueño viejo, se inclinaban hacia las losas de mármol sobre cuya dureza sepulcral el mirar vengativo del dependiente prohibía dormir, solía preguntar:

      —¿Cree usted que nevará este invierno?

      —Pregúntemelo usted en mayo y se lo diré...

      —Pero, en serio, ¿cree usted...?

      —¡Ay, qué gracia! Me río de que aquí el señor me ha tomado por un angelito y quiere que le descubra las cosas del cielo.

      Al poco rato, olvidado de las burlas soeces, volvía a interrogar. E interrogaba también a las nubes en las largas noches en que, aterido, antes de rendirse en el umbral de algún portalón, recorría las calles, alargadas cruelmente ante sus pasos, con una rapidez exasperada, en vueltas enormes tras de las cuales los relojes públicos decíanle con impavidez amarilla que su caminata apenas había durado dos horas y que la noche casi íntegra faltaba aún.

      Mas la nieve era su pesadilla; hablábanle de ella los termómetros, los coches fúnebres; cuanto era blanco fuera de él y cuanto era sombrío en su interior hablábale de ella. El hambre y el sueño adquirían, por contraste, dulcedumbre sarcástica. ¿Por qué aquel miedo concreto a una sola cosa cuando todas las del mundo le eran hostiles por igual? Dijérase que su alma de niño, incapaz de previsión y de ordenado esfuerzo, su pobre alma perniquebrada, estuviera bajo el influjo de uno de esos cuentos con que los grandes enseñan a los chicos la voluptuosidad del miedo. Su terror obedecía sin duda a un motivo real que, a veces, parecía ir a revelársele y se esquivaba luego, en cuanto la atención fijábase en él. La nieve era un enemigo desconocido con quien tarde o temprano habría de encontrarse. Y, al fin, tras tanto temerlo y tanto pedir referencias suyas, salíale al encuentro: dentro de aquellas nubes macizas, que no lograba dejar de mirar, estaba. Bastaba que una veleta de las más altas les abriese una grieta para que se precipitara por ella con furia blanca, cruel, implacable...

      Y al ver caer los primeros copos sintió una emoción extraña, casi dulce. Ni una ráfaga impedíales caer perpendicularmente. El frío era seco y las calles no tardaron en quedar desiertas. «Va a cuajar enseguida», dijo uno al pasar. «Tenemos para rato», respondió otro subiéndose el cuello de su gabán de pieles. Los árboles, los tejados blanqueaban. En dos horas el sudario tenía apenas leves desgarraduras que la nieve se esmeraba en coser. Un frágil silencio apagaba la vida de la ciudad; dijérase que los innumerables copos de algodón la hubiesen guateado. Todo cuanto era movimiento y ruido refugiábase en los huecos hoscos de las casas. Y en aquel silencio la voz misteriosa que tantas veces insinuó el secreto de su miedo a la nieve habló clara, lejana... Era un recuerdo que venía desde el confín de su niñez, cuando sus padres vivían en un pueblo del norte. ¿Cómo pudo olvidarlo? Tal vez la memoria no era directa, sino refleja: memoria de alguna narración que su madre, luego, siempre deseosa de evitarle motivos dolorosos, prohibió repetirle. Y, sin embargo, ahora veía todo, sentía todo cual si lo reviviera. Habían salido del pueblo por la tarde: iban en un carricoche su padre, el criado, su madre y él, que no tendría cuatro años aún. Desde varios días antes había dejado de nevar, y ya en la blancura terrible empezaban a marcarse las sendas. Pero, al llegar a medio camino, traicioneras nubes apoderáronse de todos los horizontes y la nieve volvió a caer compacta, llenando de plana blancura los repliegues y de helado terror los espíritus.

      Su madre quería volver grupas, su padre aseguraba que en cuanto se pusieran al abrigo del monte y traspusieran el desfiladero vería la aldea vecina. Como siempre, tras mucho discutir, el parecer materno triunfó; mas habían perdido tiempo y distancia y la noche cayó, entre recriminaciones estériles. Entonces, la voz del criado se impuso: «Ya no queda otro recurso que detenerse, que encender una hoguera y pasar la noche. Seguir equivaldría a extraviarse, sabe Dios en qué dirección, y a caer en un barranco». No pudieron encender lumbre y quedaron cobijados dentro del coche, muy juntos. De tiempo en tiempo, el criado bajaba, sacudía y friccionaba a la mula, quitaba nieve del vehículo haciéndolo avanzar algunos pasos, y volvía a subir. Poco después, la mula comenzó a impacientarse y fue preciso desengancharla, clavar cerca una estaca y atarla a ella. En el silencio, los relinchos adquirían un temblor de queja... Él se había dormido en el regazo de su madre y despertó de pronto al ruido de un tiro. «¿Qué es?» «Calla, son los lobos; pero no tengas miedo, hijo mío, que estoy yo aquí.»

      En la noche, una claridad tenue parecía salir de la tierra y alumbrar el cielo, privado de sus luces; y en medio de esa claridad, destacábanse de dos en dos muchos puntos de fuego, sobre los que el criado y su padre tiraban cuando estaban próximos. Sobre el silencio, las voces, mordidas por la ira, sonaban con brevedad de vez en cuando: «Hay que economizar las balas». «No vamos a dejar que se nos coman la mula. Después de la mula vendremos nosotros.» «Vamos a mudar la linterna.» «No hay más remedio que encender algo.»... Ahora recordaba el timbre de las voces, la demudación de las caras, la pétrea blancura de su madre, que parecía de nieve ya; y recordaba también la fogata hecha con el banquillo y lanza, las primeras dentelladas a la mula, su cocear frenético, el esfuerzo final de su relincho pidiendo ayuda... De tiempo en tiempo, rasgaban el silencio y la sombra una detonación, un grito, y la voz hasta entonces suspensa de su madre murmuraba: «Casi sería mejor no defenderse más; que sea lo que Dios quiera».

      La noche fue inmensa; al final ya casi no quedaban fuerzas para tener miedo. La batida de vecinos que se organizó al amanecer los halló casi sepultados, entre los restos de la mula y los de varios lobos.

      Dentro de sí veía ahora el cuadro con una nitidez misteriosa, y la frase de su madre —«debimos morir la noche aquella»—, repetida luego a cada golpetazo de la vida, adquiría su sentido justo. «¡Sí, debieron morir aquella noche, juntos, bajo los dientes de los lobos o bajo los del frío!» ¡Ah, quién sabe si por aquel terror su alma se pasmó y no pudo crecer al compás del cuerpo! La nieve, que seguía cayendo tupida, en enormes copos, cerraba el paréntesis dentro del cual encerrábase su vida inútil. Iba a pasos largos, aterido, por las calles casi vacías, sin sentir ya ni el sueño ni el hambre que poco antes lo torturaban. Alzó los ojos para ver la hora y advirtió que la nieve había detenido las manillas de los relojes públicos en las seis menos cuarto. Tras un balcón, unos niños palmoteaban viendo el mariposeo innumerable. ¡Ay, si ellos supieran que aquella plaga de mariposas blancas


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