El alma de los muertos. Alfonso Hernandez-Cata

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El alma de los muertos - Alfonso Hernandez-Cata


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que papá está en una estrella? ¿Hay también en las estrellas casas como esta y tiendas como la del señor Juan? ¿Por qué no cierra esa caja, mamá?... Que abra las otras, pero que cierre esa, la chiquitita... Yo quiero ser grande y vivir mucho... Dile al médico que me cure.

      Y el médico no lo pudo curar; la obsesión aceleró su fin. Cuando la infeliz madre quiso trasladarse a otra casa en donde la muerte no estuviera presente a todas horas, ya su hijo la llevaba dentro. Una noche soñó que, para acabar antes, había bajado por la noche a la tienda, se había acostado en la cajita y se había ajustado él mismo la tapa. En el delirio, rogaba al señor Juan que se esperase un poco, y sus manecitas se asían ansiosamente al borde de la cama como si una fuerza invisible tirase de él. A fines de noviembre dijo el médico que ya podían darle cuanto quisiera; pero como el niño solo quería una cosa, vivir, el permiso fue inútil. Durante los dos últimos días, los huesecitos insinuaban bajo la piel ardorosa y húmeda todas sus formas. Murió por la tarde.

      Las vecinas lo velaron, hablando cada cual de sus preocupaciones, y, junto a ellas, la madre lloró toda la noche un llanto que de tiempo en tiempo hacíase convulso. No pudieron enterrar al niño en aquella cajita blanca galoneada de gris, porque era muy cara; mas el señor Juan, hombre razonable, construyó otra a precio tan módico que la madre solo tuvo que coser tres semanas para pagársela. A la hora del entierro se presentó un hombre muy pálido, con las barbas y el pelo crecidos, y después de darle el pésame con conmovida efusión, dijo, para justificar su visita, que conocía al niño de haberlo visto mirar muchas veces hacia la funeraria; también a él le pasaba igual: no podía apartar la vista de aquella carpintería macabra, de aquellas inmarchitables flores que jamás habían sido fragantes, de aquellas fundas forradas de negro, donde una vez habían de encerrarlo para siempre. Una vecina susurró al oído de la madre que aquel señor estaba chiflado: pasaba las noches escribe que te escribe, y cuando bebía un poco comenzaba a decir jerigonzas imposibles de entender. Sin duda, aquella tarde no estaba en su juicio, pues empezó a denostar al señor Juan y a decir que, si hubiera espíritu estético en la calle, le habrían ya quemado la tienda. Luego habló de la necesidad de sentir el rubor de la muerte, de ayudar al divino olvido con la ausencia de todo fúnebre atributo, y, por último, sostuvo que al niño lo había matado tanto la fiebre como la mala vecina, la sombra, invisible para los sanos, que vagaba por entre los ataúdes de la tienda con su guadaña al hombro. Todos se indignaron al oírle, y él calló al fin. Pero, al despedirse, la madre le estrechó la mano en silencio, y él comprendió que aquella presión muda y cordial quería decirle: «Muchas gracias, señor, muchas gracias; yo nunca me hubiese atrevido a decirlo, pero es la verdad: mi pobre nene se ha muerto de miedo de morirse...». Y por eso, mientras la mujer rompía a sollozar y todos los miraban con extrañeza, los ojos del desconocido se nublaron de lágrimas.

      EL CRIMEN DE JULIÁN ENSOR

      Julián Ensor era un cobarde incapaz de intentar nada en contra de la mujer que, siendo solo suya por convenio divino y legal, era de otro por liviandad y por codicia. La conoció en una cervecería alejada del centro de la población, a la cual iba él para rehuir la tiranía de varios compañeros de oficina que, no contentos con hacerle pagar todas sus faltas y realizar todos sus trabajos, le buscaban por las noches para reírse de su simplicidad y zaherirle con procaces burlas. En el rincón menos concurrido, mientras la espuma iba deshaciéndose con tenue chispear sobre el oro líquido y transparente de la cerveza, el pobre de espíritu se resarcía de las penalidades sufridas en las ocho horas de trabajo. Solo, libre de sus amigos, sin pensar en nada, Julián Ensor era feliz. Allí nadie le hablaba imperativamente, nadie le hacía blanco de invectivas. La cervecería llegó a ser para él una necesidad, una voluptuosidad; la única de su vida de claudicaciones. Por las mañanas, al esmerarse en copiar, con su impecable letra inglesa, oficios y disposiciones ministeriales que habían de valer plácemes a otros, pensaba en la llegada de la noche, en la luz cruda de los focos eléctricos, en los amplios divanes tapizados de verde y en los espejos luminosos y profundos. Ya por las tardes su cuerpo enflaquecido tremaba de dolorosa impaciencia, y luego comía aceleradamente, dejando muchas veces el postre, para ir, con las precauciones de un malhechor que se cree perseguido, a sentarse intranquilo y dichoso ante el vaso de cerveza, cuyo amargor no concluía de ser grato a su paladar.

      Conocía de vista a todos los parroquianos asiduos, y siempre que los hallaba en la calle cruzaba con ellos una mirada familiar, casi misteriosa; una de esas miradas que forman el hilo de un secreto. Y allí conoció a su mujer. Era joven, morena; en su rostro, bajo el complicado artificio de la cabellera opulenta y oscura, dos manchas bermejas contrastaban con la tenebrosa profundidad de sus ojos agrandados por sendos círculos azules y con la curva constantemente húmeda y roja de su boca, que parecía una herida.

      ¿Que cómo fue el caso? Concretamente nadie puede decirlo. Tuvo esa encadenación inesperada y fatal que eslabona los hechos, uniendo términos tan distantes que la perspicacia más aguda no sospechara verlos acercados jamás. Durante muchas noches él la vio con el mismo manso deleite con que veía todas las cosas del establecimiento: los divanes, las mesas, las cafeteras humeantes, las botellas de opaca diafanidad, el granuja precoz que pregonaba con voz insinuante en la puerta cerillas y periódicos ilustrados. La veía ambular por entre las mesas, inclinarse ante los parroquianos y recorrer con la diversidad de sus sonrisas una extensa gama, cada uno de cuyos matices hubiera servido a otro observador más sagaz para clasificar las propinas. La veía como a una cosa, y nunca pensó en el atractivo sensual de aquel cuerpo, que muchas veces, al hurtarse rápido en un esguince a la solicitud de una mano aviesa, chocaba contra los veladores alzando de ellos sonoro temblor de cristales. Casi no advertía que ella era la más joven y la más hermosa de las camareras; casi no advertía que ella era la más agasajada. Para él era uno de los objetos de la cervecería, y, sin embargo... ¿Cómo fue aquello? Una noche, ella no le cobró la cerveza; otra, pasadas algunas, le trajo un vaso sin él pedírselo y tampoco se lo quiso cobrar; varias semanas después, Julián le dio para que cambiase un billete de veinticinco pesetas y ella no volvió con el cambio; y la noche de un viernes, por fin, le dijo que la esperara y salieron juntos. En la calle se les unió un viejo de cabeza intonsa y lacrimosa mirada de alcohólico. Ella le dijo que era su padre.

      —Mi Juanita ya nos había hablado de usted. En casa tienen mucha gana de conocerle.

      —¿De mí?... ¿Ella les ha hablado de mí?...

      —Nosotros no somos de esos padres que se oponen a que sus hijas tengan novio, ¿sabe usted? Siendo, como parece usted, persona honrada... Desde hoy ya cuenta con nuestro permiso.

      Y fue así. Luego se encendieron complejos hechos absurdamente lógicos: varios paseos, dos giras al campo, algunos viajes a la vicaría, una ceremonia grotesca: un velo blanco, un ramo —quizás demasiado grande— de azahares, un frac de bazar, los latinajos rituales tartamudeados por un cura obeso y después... ¡después la dicha!

      •

      Y la desdicha fue tenazmente cruel. Desde la tarde de la boda, Julián Ensor supo que era un predestinado; es más, lo sabía desde antes; y cuando el sacerdote le preguntó que si la aceptaba por mujer, él habría respondido que no, si aquel irremediable miedo que pesaba sobre todas las potencias de su acción le hubiera permitido hacer por única vez en la vida su voluntad en vez de someterse a la de los otros.

      Sus amigos empezaron a hacerle visitas injustificadas. Fue mandado por su mujer a recados de premiosa tramitación. Una tarde, yendo de paseo escoltado por algunos jóvenes que, sin recatarse de él, la miraban con esas miradas que hablan de una historia, de un convenio o de una procaz solicitud, oyó una voz grosera decir: «Mira qué gracioso el marido de la Juanita». Y algunas veces encontraba sobre su pupitre, dibujados por manos rudimentarias y arteras, ciervos, tauros y unicornios, que él rompía en pequeños fragmentos, mientras meditaba, fríamente, que solo una explosión colérica podría redimirle de aquellas torturas.

      Y tuvo que aguardar en la escalera a que, después de mal disimuladas inquietudes, la puerta se abriese para encontrar en la sala a su mujer y a cualquier amigo en actitudes harto comedidas. No era promediado el segundo mes de matrimonio cuando tuvo que cenar solo porque ella había salido sin siquiera advertirle, dejándole dicho


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