Luis Tejada y la lucha por una nueva cultura (1898-1924). Gilberto Loaiza Cano
Читать онлайн книгу.hasta bien entrado el siglo xx. La prueba más visible la otorga la permanencia del poderío cultural de la Iglesia, que seguía ejerciendo, como en los tiempos coloniales, la dirección de la enseñanza. Su supremacía en el control social y en los destinos de la educación había sido refrendada por la Constitución de 1886. Desde entonces la Iglesia católica representó la ideología oficial que pretendió combatir el inatajable oleaje de voces profanas. Ella prohibía periódicos, folletos, libros y librerías. Advertía sobre qué obras podían ser leídas por los jóvenes y cuáles debían ser censuradas; ella seguía cada paso de un alumno, porque no quería que en un descuido se desviara por lecturas que podían “pervertir la mente y el corazón”.13 En los poblachos, una trinidad tenía poderes admonitorios: el cura, el alcalde y el maestro. No quiere esto decir que el país fuera inconmovible ante los avances científicos y técnicos del siglo xx; que no conociera la aparición de tipos sociales modernos, como el empresario capitalista o el obrero.14 Pero, aun así, la Iglesia católica fue una especie de Argos con cien abiertos y vigilantes ojos que alertaban sobre la proximidad nefasta de unas costumbres modernas que podían derrumbar su poder. En Antioquia, quizá más que en cualquiera otra región del país, la Iglesia católica ejerció un inmenso control sobre la conducta de los hombres y quizá con mayor virulencia ocasionó conflictos con individuos que se resistieron a aceptar su omnipotencia.
Cuando el joven Tejada atravesó las puertas de la Escuela Normal de Institutores de Antioquia, el claustro vivía en un ambiente de tolerancia. Gracias al amparo intelectual del maestro Betancur, la biblioteca pudo nutrirse de libros que eran devorados por la curiosidad de los estudiantes más inquietos. Según lo prueban las actas de calificaciones, Tejada fue un estudiante de gran nivel durante los cinco años de preparación para el magisterio. Al final de cada curso, los alumnos presentaban exámenes orales ante un Consejo Examinador, presidido por el director de Instrucción Pública o, en su ausencia, por el director de la Escuela Normal. Desde 1912 hasta 1916, el estudiante Luis Tejada recibió clases de lógica, retórica, francés, geografía, cosmografía, historia patria. Las notas certifican un excelente promedio en estas materias, menos en contabilidad y en la práctica de gimnasia sueca, en las que apenas si obtuvo puntajes que le permitieron recibir la aprobación.15 Era un estudiante que se paseaba por los corredores y el patio de la escuela leyendo quizá a Rodó, Nietzsche, Rousseau o simplemente “recitando la lección del día [...] desentrañando el oscuro sentido de un párrafo escolástico, de alguna arcaica lógica”,16 según una de sus tantas evocaciones de la vida de estudiante. Ya escribía “versos a la luna y prosas anarquistas”17 que enviaba a sus padres y hermanos. Pero esa tranquilidad en la institución la alteró el fin del gobierno de la Unión Republicana, porque con él se retiró el espíritu tolerante de Pedro Pablo Betancur de la instrucción pública antioqueña. Antes de abandonar su puesto directivo, el maestro alcanzó a dejar esta constancia de su protegido: “En los últimos veinte años, Luis Tejada es el mejor estudiante que ha pasado por los claustros de la Escuela Normal”.18
Por estos años en que Tejada era estudiante normalista, Medellín se sacudía de la modorra patriarcal. En 1914 comenzaba a hacerse familiar para los oídos ciudadanos el sonido de la locomotora, y las calles comenzaban a conocer el pavimento para recibir otra novedad metálica, el automóvil. Otro sueño burgués se acercaba, el del rápido avión que haría más efectivo el contacto con los centros de la economía mundial. Por la capital antioqueña caminaban cada vez más obreras y obreros, como también jóvenes estudiantes y artistas recién llegados de oscuras provincias que se reunían en cafés y librerías para ponerse al día con los asuntos del momento o para urdir algunos escándalos. Muchos de ellos se entregaban a ciertos placeres prohibidos con tal de desafiar el estiramiento puritano e intranquilizar a una sociedad demasiado sobria cometiendo algunos excesos, como prolongar ruidosamente la vida nocturna, leer obras vedadas por el clero, discutir con los maestros, preparar tesis de grado con inspiraciones demasiado heterodoxas. Uno de ellos, para aquel tiempo, ya había consignado en su diario esta aspiración: “Un pensador debe tener una pequeña fortuna [...] ¡Todas las libertades!”.19 Ese joven ya conocía, a su modo, las obras de Nietzsche, Schopenhauer y Baruch de Spinoza; desde los dieciséis años escribía un libro titulado Pensamientos de un viejo y, por supuesto, sus exóticas preocupaciones intelectuales ya conocían el más obvio premio, la expulsión del colegio donde cursó el bachillerato.
Ese joven se llamaba Fernando González y a él se unieron otros doce jóvenes provincianos para organizar la primera conspiración de la nueva intelectualidad que incursionaba en el mundo de las letras. En un café que quedaba al frente de la catedral de Medellín se reunieron los trece muchachos irreverentes y crearon la revista Panida, cuyo primer número apareció el 15 de febrero de 1915. Los Panidas fueron León de Greiff, su director; Ricardo Rendón, el caricaturista por antonomasia de la naciente generación intelectual; el filósofo Fernando González; Libardo Parra, Jesús Restrepo Olarte, Eduardo Vasco, José Gaviria, Teodomiro Isaza, Rafael Jaramillo, Bernardo Martínez, Félix Mejía, José Manuel Mora y Jorge Villa. Casi todos contaban con el inmediato precedente de la expulsión de sus respectivos colegios. No se reunieron precisamente para hablar, como los más influyentes periódicos de la ciudad, del próspero negocio del café ni de las nuevas mercancías que llegaban a los almacenes. Tampoco recomendaban leer libros tan “útiles” como La cartera del negociante, manual muy apropiado para las cuentas urgentes en las agencias de café, ni divulgaban obras con el significativo título El hombre que hace fortuna (su mentalidad y sus métodos).20 No, los trece panidas estaban corroídos por posturas nihilistas y tenían entre los iluminadores de sus poses excéntricas al poeta Abel Farina, para ellos todo un “poeta maldito”, “espíritu atormentado y asaz independiente”.21 Prefirieron exaltar “el noble arte de vagar” antes que propagar la moderna fe del trabajo y del progreso. Pedían un lugar para el artista en un mundo cada vez más entregado a las ambiciones del enriquecimiento material: “Locos se nos llama porque hemos cometido el delito de ser poetas”.22 Reproducían la admiración por inspiradores de las vanguardias de comienzos de siglo, como Nietzsche y el italiano Papini. Panida presentó en sociedad a la generación de escritores y artistas que después conocimos como Los Nuevos. Desde su primer número, la curia de Medellín supo de las osadías de los Panidas, osadías que no se limitaron a la publicación de la revista; a través de su órgano oficial en Medellín, La Familia Cristiana, la jerarquía eclesiástica dispuso la inmediata prohibición de la lectura de la revista por sus efectos perniciosos.23
Mientras tanto, nuestro estudiante Tejada comenzó a sentir que en la Escuela Normal no disfrutaba de las libertades de antes. Ahora debía hacer sus lecturas a escondidas, pasearse por el patio de la Escuela hasta encontrar un rincón que lo refugiara de las miradas inquisitoriales de los bedeles. La biblioteca fue clausurada para desterrar con mayor minucia todos los volúmenes que trajo el maestro Betancur y que infiltraban “el veneno del indiferentismo y la irreligión”.24 La nueva dirección comenzó a aplicar severamente los quince deberes y veinte prohibiciones que contenía el reglamento de las escuelas normales aprobado en 1910. No se podía discutir sobre política, leer novelas, formar asociaciones de estudiantes.25 Pronto los rígidos controles exasperaron a Tejada y lo animaron a violar cotidianamente el reglamento. Organizó reuniones de estudiantes, promovió huelgas, dio conferencias, estimuló entre sus condiscípulos una asociación para discutir con la dirección de la Escuela acerca de la rigidez de los controles que ejercía sobre ellos. Uno de sus compañeros de estudio debió certificar así sobre la conducta de Tejada: “Es el muchacho más inteligente, un revolucionario, un anarquista, no hace sino discutir, leer, dar conferencias, hacer versos y sin embargo cumple con las lecciones”.26
El testimonio puede parecernos exagerado, pero sin duda el estudiante Tejada se encargó de agregarle otros ingredientes a su comportamiento inconforme. Él mismo evocó una de las tantas discusiones que debió tener con sus superiores:
A mí no me aplastan los enemigos que tenga o pueda tener. El señor subdirector me dijo una vez a raíz de una discusión filosófico-religiosa:
—Yo no le firmo a usted el diploma.
—Procuraré no dárselo a usted para que me lo firme —le dije—. A mí no me cortan carrera por cualquier piedra que me pongan en el camino. Ya conoce mis flechas.
Otra