Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
Читать онлайн книгу.lo contrario. ¡Je, je! lo que es a usted, palabras no le faltan.
Pero ¿por qué no me cree? ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? Le aseguro que…, y yo soy el primer sorprendido…, ella se muestra conmigo extremadamente, casi morbosamente púdica.
Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle comprender que todos esos pudores son absurdos.¡Je, je, je!
¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro…! ¡Oh, qué sentido tan grosero y, perdóneme, tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted todavía, Dios mío! Nosotros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas… Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo. Ella expresa de este modo su libertad de acción, que es el único derecho que puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a decirme: «Te quiero, yo me sentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me limito a esperar y confiar.
Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha pensado en ello.
Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le autoriza a pensar así, desde luego; pero no se trata de eso, no, de ningún modo. Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose a un hecho que le parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un ser humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía antes. También me disgusta que, a pesar de toda su energía y de todo el espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta falta de resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que le impide romper con ciertos prejuicios…, con ciertas estupideces. Sin embargo, esa muchacha comprende perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre de besar la mano, mediante la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no la considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los resultados del debate. También me escuchó atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras de Francia. Ahora le estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en nuestra sociedad futura.
¿Qué es eso?
En estos últimos tiempos se ha debatido la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mujer…? La respuesta a esta pregunta ha sido afirmativa.
¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ¡Je, je, je!
Andrés Simonovitch se enfureció.
¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en… Las letrinas, llamémoslas así. Yo soy el primero que está dispuesto a limpiar todas las letrinas que usted quiera, y no veo en ello ningún sacrificio. Por el contrario, es un trabajo noble, ya que beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un Rafael o un Pushkin, puesto que es más útil.
Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas expresiones cuando se aplican a la actividad humana. Nobleza…, magnanimidad… Estos conceptos no son sino absurdas estupideces, viejas frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted cuanto quiera, pero es así.
Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las letrinas, pese a su vulgaridad, había motivado más de una discusión entre Piotr Petrovitch y su joven amigo.
Lo gracioso del caso era que Andrés Simonovitch se enfadaba de verdad. Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebeziatnikof encolerizado.
Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer se atrevió a decir Andrés Simonovitch, que, pese a toda su independencia y a sus gritos de protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con Piotr Petrovitch, pues sentía hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.
Dígame una cosa replicó Lujine en un tono de grosero desdén : ¿podría usted…? Mejor dicho, ¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para hacerla venir un momento? Me parece que ya han regresado todos del cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.
¿Para qué? preguntó Andrés Simonovitch, asombrado.
Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber que… Pero, en fin; usted puede estar presente en la conversación. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría.
Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor importancia. Si usted tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede estar usted seguro de que no les molestaré.
Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka. La joven estaba, como era propio de ella, en extremo turbada y sorprendida. En estos casos, se sentía siempre intimidada: las caras nuevas le producían verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que había ido acrecentándose con el tiempo.
Piotr Petrovitch le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial familiaridad, que parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él que se dirigía a una persona tan joven y, en ciertos aspectos tan interesante. Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa y frente a él. Cuando se sentó, Sonia paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en Lebeziatnikof, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en Piotr Petrovitch, del que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado fascinada. Lebeziatnikof se dirigió a la puerta.
Piotr Petrovitch se levantó, dijo a Sonia por señas que no se moviese y detuvo a Andrés Simonovitch en el momento en que éste iba a salir.
¿Está abajo Raskolnikof? le preguntó en voz baja . ¿Ha llegado ya?
¿Raskolnikof? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo pregunta?
Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta… señorita. El asunto que tenemos que tratar es insignificante, pero sabe Dios las conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista esa gente… No quiero que Raskolnikof vaya contando por ahí… ¿Comprende lo que quiero decir?
Comprendo, comprendo dijo Lebeziatnikof con súbita lucidez . Está usted en su derecho. Sus temores respecto a mí son francamente exagerados, pero… Tiene usted perfecto derecho a obrar así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio, usted tiene derecho a…
Piotr Petrovitch volvió al sofá y se sentó frente a Sonia. La miró atentamente, y su semblante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya usted a imaginarse tampoco cosas que no son», parecía decir con su mirada. Sonia acabó de perder la serenidad.
Ante