Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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uniones libres que usted predica.

      ¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? exclamó Andrés Simonovitch, estremeciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín . Desde luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no admiten nada de lo que concierne a la familia… Pero ya hablaremos de eso más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos…! ¿Por qué? Eso es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del matrimonio legal, su correctivo, por decirlo así…, un acto de protesta… Mirados desde este punto de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez…, aunque esto sea una suposición absurda…, si alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mujer: « Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora lo respeto por el hecho de haber sabido protestar… » ¿Se ríe…? Eso prueba que no ha tenido usted valor para romper con los prejuicios… ¡El diablo me lleve…! Comprendo perfectamente el enojo que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mísera consecuencia de una situación humillante y degradante para los dos cónyuges. Porque cuando a uno le ponen los cuernos con toda franqueza, como sucede en las uniones libres, se puede decir que no existen, ya que pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más, en este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que le considera incapaz de oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no intentar vengarse del nuevo esposo… ¡El diablo me lleve…! Yo me digo a veces que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que eso poco importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante, se lo llevaría yo mismo y le diría: «Amiga mía, te amo de veras, pero lo que más me importa es merecer tu estimación.» ¿Qué le parece? ¿Tengo razón o no la tengo?

      Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no tardó en notar, además de leer la preocupación en su semblante.

      Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrés Simonovitch recordaría estos detalles algún tiempo después.

      II

      No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Catalina Ivanovna la idea insensata de aquella comida. En ella había invertido la mitad del dinero que le había entregado Raskolnikof para el entierro de Marmeladof. Tal vez se creía obligada a honrar convenientemente la memoria del difunto, a fin de demostrar a todos los inquilinos, y sobre todo a Amalia Ivanovna, que él valía tanto como ellos, si no más, y que ninguno tenía derecho a adoptar un aire de superioridad al compararse con él. Acaso aquel proceder obedecía a ese orgullo que en determinadas circunstancias, y especialmente en las ceremonias públicas ineludibles para todas las clases sociales, impulsa a los pobres a realizar un supremo esfuerzo y sacrificar sus últimos recursos solamente para hacer las cosas tan bien como los demás y no dar pábulo a comadreos.

      También podía ser que Catalina Ivanovna, en aquellos momentos en que su soledad y su infortunio eran mayores, experimentara el deseo de demostrar a aquella «pobre gente» que ella, como hija de un coronel y persona educada en una noble y aristocrática mansión, no sólo sabía vivir y recibir, sino que no había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos. Estos arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras criaturas y cobran la forma de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral ni anular su voluntad.

      Tampoco hay que olvidar que Sonetchka afirmaba, y no sin razón, que no estaba del todo cuerda. Esto no era cosa probada, pero últimamente, en el curso de todo un año, su pobre cabeza había tenido que soportar pruebas especialmente rudas. En fin, también hay que tener en cuenta que, según los médicos, la tisis, en los períodos avanzados de su evolución, perturba las facultades mentales.

      Las botellas no eran numerosas ni variadas. No se veía en la mesa vino de Madera: Lujine había exagerado. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron, oporto, todo de la peor calidad, pero en cantidad suficiente. El menú, preparado en la cocina de Amalia Ivanovna, se componía, además del kutia ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los populares crêpes.

      Además, se habían preparado dos samovares para los invitados que quisieran tomar té o ponche después de la comida.

      Catalina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayudada por un inquilino de la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios sabía por qué, en el departamento de la señora Lipevechsel y que desde el primer momento se había puesto a disposición de la viuda. Desde el día anterior había demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por la cuestión más insignificante iba a ponerse a las órdenes de Catalina Ivanovna, y la perseguía hasta los Gostiny Dvor, llamándola pani comandanta. De aquí que, después de haber declarado que no habría sabido qué hacer sin este hombre, Catalina Ivanovna acabara por no poder soportarlo. Esto le ocurría con frecuencia: se entusiasmaba ante el primero que se presentaba a ella, lo adornaba con todas las cualidades imaginables, le atribuía mil méritos inexistentes, pero en los que ella creía de todo corazón, para sentirse de pronto desencantada y rechazar con palabras insultantes al mismo ante el cual se había inclinado horas antes con la más viva admiración. Era de natural alegre y bondadoso, pero sus desventuras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más brillantes y fantásticas sucedían las maldiciones, y desgarraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y terminaba por dar cabezadas en las paredes.

      Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Catalina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Se había encargado de poner la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo demás, amén de preparar los platos en su propia cocina.

      Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al cementerio, y Amalia Feodorovna se había mostrado digna de esta confianza. La mesa estaba sin duda bastante bien puesta. Cierto que los platos, los vasos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con flamantes cintas de luto. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo.

      Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Catalina Ivanovna, que pensó: « ¡Cualquiera diría que nosotros no habríamos podido poner la mesa sin su ayuda! » El gorro adornado con cintas nuevas le chocó también. «Esta estúpida alemana estará diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro nuestro, pobres inquilinos. ¡Por caridad! ¡Habráse visto! » En casa del padre de Catalina Ivanovna, que era coronel y casi gobernador, se reunían a veces cuarenta personas en la mesa, y aquella Amalia Feodorovna, mejor dicho, Ludwigovna, no habría podido figurar entre ellas de ningún modo.

      Catalina Ivanovna decidió no manifestar sus sentimientos en seguida, pero se prometió parar los pies aquel mismo día a aquella impertinente que sabe Dios lo que se habría creído. Por el momento se limitó a mostrarse fría con ella.

      Otra circunstancia contribuyó a irritar a Catalina Ivanovna. Excepto el polaco, ningún inquilino había ido al cementerio. Pero en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera e insignificante de la casa. Algunos incluso se presentaron vestidos de cualquier modo. En cambio, las personas un poco distinguidas parecían


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