Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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los crêpes… ¿Ya están servidos los niños? ¿No te hace falta nada, Poletchka…? Pórtate bien, Lena; y tú, Kolia, no muevas las piernas de ese modo. Compórtate como un niño de buena familia… ¿Qué hay, Sonetchka?

      Sonia se apresuró a transmitirle las excusas de Piotr Petrovitch, levantando la voz cuanto pudo, a fin de que todos la oyeran, y exagerando las expresiones de respeto de Lujine. Añadió que Piotr Petrovitch le había dado el encargo de decirle que vendría a verla tan pronto como le fuera posible para hablar de negocios, ponerse de acuerdo sobre los pasos que había de dar, etc.

      Sonia sabía que estas palabras tranquilizarían a Catalina Ivanovna y, sobre todo, que serían un bálsamo para su amor propio. Se había sentado al lado de Raskolnikof y le había dirigido una mirada rápida y curiosa; pero durante el resto de la comida evitó mirarle y hablarle.

      Al mismo tiempo que distraída, parecía estar atenta a descubrir el menor deseo en el semblante de su madrastra. Ninguna de las dos iba de luto, por no tener vestido negro. Sonia llevaba un trajecito pardo, y Catalina Ivanovna un vestido de indiana oscuro, a rayas, que era el único que tenía.

      Las excusas de Piotr Petrovitch produjeron excelente impresión. Después de haber escuchado las palabras de Sonia con grave semblante, Catalina Ivanovna se informó con la misma dignidad de la salud de Piotr Petrovitch. En seguida dijo a Raskolnikof, casi en voz alta, que habría sido verdaderamente chocante ver un hombre tan serio y respetable como Lujine en aquella extraña sociedad, y que se comprendía que no hubiera acudido, a pesar de los lazos de amistad que le unían a su familia.

      He aquí por qué le agradezco especialmente, Rodion Romanovitch, que no haya despreciado mi hospitalidad, aunque usted está en condiciones parecidas añadió en voz lo bastante alta para que todos la oyeran . Estoy segura de que sólo la gran amistad que le unía a mi pobre esposo ha podido inducirle a mantener su palabra.

      Acto seguido recorrió las caras de todos los invitados con una mirada ceñuda, y de pronto, de un extremo a otro de la mesa, preguntó al viejo sordo si no quería más asado y si había bebido oporto. El viejecito no contestó y tardó un buen rato en comprender lo que le preguntaban, aunque sus vecinos habían empezado a zarandearlo para reírse a su costa. Él no hacía más que mirar confuso en todas direcciones, lo que llevaba al colmo la alegría general.

      ¡Qué estúpido! exclamó Catalina Ivanovna, dirigiéndose a Raskolnikof . ¡Fíjese! ¿Por qué le habrán traído? En cuanto a Piotr Petrovitch, siempre he estado segura de él, y en verdad puede decirse ahora se dirigía a Amalia Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió intimidada que no se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Mi padre no las habría querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el honor de recibirlas, habría sido tan sólo por su excesiva bondad.

      ¡Y cómo le gustaba beber! exclamó de pronto el antiguo empleado de intendencia mientras vaciaba su décima copa de vodka . ¡Tenía verdadera debilidad por la bebida!

      Catalina Ivanovna se revolvió al oír estas palabras.

      Mi difunto marido tenía ciertamente ese defecto, nadie lo ignora, pero era un hombre de gran corazón que amaba y respetaba a su familia. Su desgracia fue que, llevado de su bondad excesiva, alternaba con todo el mundo, y sólo Dios sabe los desarrapados con que se reuniría para beber. Los individuos con que trataba valían menos que su dedo meñique. Figúrese usted, Rodion Romanovitch, que encontraron en su bolsillo un gallito de mazapán. Ni siquiera cuando estaba embriagado olvidaba a sus hijos.

      -¿Un gaaallito? exclamó el ex empleado de intendencia . ¿Ha dicho usted un ga… gallito?

      Catalina Ivanovna no se dignó contestar. Estaba pensativa. De pronto lanzó un suspiro.

      Luego dijo, dirigiéndose a Raskolnikof:

      Usted creerá, sin duda, como cree todo el mundo, que yo era demasiado severa con él. Pues no. Él me respetaba, me respetaba profundamente. Tenía un hermoso corazón y yo le compadecía a veces. Cuando, sentado en su rincón, levantaba los ojos hacia mí, yo me conmovía de tal modo, que sentía la tentación de mostrarme cariñosa con él. Pero me retenía la idea de que inmediatamente empezaría a beber de nuevo. Tenía que ser rigurosa, pues éste era el único modo de frenarlo.

      Sí dijo el de intendencia, apurando una nueva copa de vodka , había que tirarle de los pelos. Y muchas veces.

      Hay imbéciles replicó vivamente Catalina Ivanovna a los que no sólo habría que tirar del pelo, sino también que echarlos a la calle a escobazos…, y no me refiero al difunto precisamente.

      Sus mejillas enrojecían cada vez más, la ahogaba la rabia y parecía a punto de estallar. Algunos invitados reían disimuladamente: al parecer, les divertía la escena. No faltaban los que incitaban al de intendencia, hablándole en voz baja: eran los eternos cizañeros.

      Per…mí…tame preguntarle a… quién se re…fiere usted dijo el ex empleado . Pero no…, no vale la pena… La cosa no tiene importancia… Una viuda… Una pobre viuda… La per… perdono… No se hable más del asunto.

      Y se bebió otra copa de vodka.

      Raskolnikof escuchaba todo esto en silencio y con una expresión de disgusto. Sólo comía por no desairar a Catalina Ivanovna, limitándose a mordisquear los manjares con que ella le llenaba continuamente el plato. Toda su atención estaba concentrada en Sonia. Ésta temblaba, dominada por una inquietud creciente, pues presentía que la comida terminaría mal, y seguía con la vista, aterrada, los progresos de la exasperación de Catalina Ivanovna. Sabía muy bien que ella misma, Sonia, había sido la causa principal del insultante desaire con que las dos damas habían respondido a la invitación de su madrastra. Se había enterado por Amalia Ivanovna de que la madre incluso se había sentido ofendida y había preguntado a la patrona: «¿Cree usted que yo puedo sentar a mi hija junto a esa… señorita?» La joven sospechaba que su madrastra estaba enterada de ello, en cuyo caso este insulto la mortificaría más que una afrenta dirigida contra ella misma, contra sus hijos y contra la memoria de su padre. En fin, que Catalina Ivanovna, ante el terrible ultraje, no descansaría hasta haber dicho a aquellas provincianas que las dos eran unas…, etc., etc.

      Para colmo de desdichas, uno de los invitados que se sentaba en el otro extremo de la mesa envió a Sonia un plato donde se veían dos corazones traspasados por una flecha, modelados con pan de centeno. Catalina Ivanovna, en un súbito arranque de cólera, manifestó a voz en grito que el autor de semejante broma era seguramente un asno borracho.

      Amalia Ivanovna, presa también de los peores presentimientos acerca del desenlace de la comida y, por otra parte, herida profundamente por la aspereza con que la trataba Catalina Ivanovna, se propuso dar un giro a la atención general y, al mismo tiempo, hacerse valer a los ojos de todos los presentes. Para ello empezó a contar de pronto que un amigo suyo, que era farmacéutico y se llamaba Karl, había tomado una noche un simón cuyo cochero había intentado asesinarle.

      Y Karl le suplicó que no le matara, y se echó a llorar con las manos enlazadas. Tan aterrado estaba, que él también sintió su corazón traspasado.

      Aunque esta historia le hizo sonreír, Catalina Ivanovna dijo que Amalia Ivanovna no debía contar anécdotas en ruso. La alemana se sintió profundamente ofendida y respondió que su Vater aus Berlin fue un hombre muy importante que paseaba todo el día las manos por los bolsillos.

      La burlona Catalina Ivanovna no pudo contenerse y lanzó tal carcajada, que Amalia Ivanovna acabó por perder la paciencia y hubo de hacer un gran esfuerzo para no saltar.

      ¿Ha oído usted a esa vieja lechuza? siguió diciendo en voz baja Catalina Ivanovna a Raskolnikof . Ha querido decir que su padre se paseaba con las manos en los bolsillos, y todo el mundo habrá creído que se estaba registrando los bolsillos a todas horas. ¡Ji, ji! ¿Ha observado usted, Rodion Romanovitch, que, por regla general, los extranjeros establecidos en Petersburgo, especialmente


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