Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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nos encontramos de nuevo tras larga separación (porque hace ya mucho tiempo que la conozco, Nastenka, porque hace ya mucho tiempo que busco a alguien, lo que es señal de que buscaba precisamente a usted y de que estaba escrito que nos encontrásemos ahora), se me han abierto mil esclusas en la cabeza y tengo que derramarme en un río de palabras, porque si no lo hago me ahogo. Por eso le ruego, Nastenka, que no me interrumpa, que escuche atenta y humildemente. De lo contrario, guardaré silencio.

      De ninguna manera. Hable. Ya no digo más esta boca es mía.

      Prosigo. Hay en mi día, Nastenka, amiga mía, una hora que aprecio extraordinariamente. Es la hora en que han terminado los negocios, el trabajo, las obligaciones, y la gente regresa apresuradamente a casa para comer y descansar. En camino piensa en cosas agradables que hacer durante la velada, la noche y todo el tiempo libre de que dispone. A esa hora también nuestro héroe (y permítame, Nastenka, que hable en tercera persona, porque en primera me resultaría sumamente vergonzoso decirlo), repito, a esa hora también nuestro héroe, que como todo hijo de vecino tiene sus ocupaciones, vuelve a casa con los demás. En su rostro pálido y surcado de arrugas se dibuja un extraño sentimiento de satisfacción. Mira con interés el crepúsculo vespertino que se apaga lentamente en el cielo frío de Petersburgo. Cuando digo que mira, miento. No mira, sino que contempla distraídamente, como si estuviera fatigado o preocupado de algo más interesante en ese momento. De modo que quizá sólo fugazmente, casi sin querer, puede ocuparse de lo que le rodea. Está satisfecho porque se ha desembarazado hasta el día siguiente de asuntos enojosos, y está alegre como un colegial a quien permiten que deje el banco de la escuela para entregarse a sus travesuras y juegos favoritos. Obsérvele de soslayo, Nastenka, y al punto verá que esa sensación de gozo ha influido ya de manera positiva en sus débiles nervios y en su fantasía morbosamente irritada. Mire, está pensando en algo… ¿En la comida quizá? ¿En cómo va a pasar la velada? ¿En qué fija los ojos? ¿En ese caballero de aspecto importante que saluda tan pintorescamente a la dama que pasa junto a él en un espléndido carruaje tirado por veloces caballos? No, Nastenka. Ahora no le importan nada esas menudencias. Ahora se siente rico de su propia vida. De pronto, por un motivo ignorado, se sabe rico. Y no en vano el sol poniente le lanza un alegre rayo de despedida y despierta en su tibio corazón todo un enjambre de impresiones. Ahora apenas se da cuenta del camino en el que poco antes le hubiera llamado la atención la minucia más insignificante. Ahora la «diosa Fantasía» (si ha leído usted a Zhukovski, querida Nastenka) ha bordado con caprichosa mano su tela de oro y ha mandado, para que las desplieguen ante él, alfombras de vida inaudita, milagrosa. ¿Quién sabe si no le ha transportado con su mano mágica de la acera de excelente granito por la que vuelve a casa al séptimo cielo de cristal? Trata usted de detenerle ahora, de preguntarle dónde se encuentra ahora, por qué calles va. Lo probable es que no recuerde ni por dónde va ni dónde está en ese momento, y enrojeciendo de irritación soltará sin duda alguna mentira para salir del paso. Por eso se sorprende, está a punto de lanzar un grito y mira atemorizado a su alrededor cuando una anciana venerable le detiene cortésmente en la acera para pedirle direcciones por haberse equivocado de camino. Sigue adelante con el entrecejo fruncido de enojo, sin percatarse apenas de que más de un transeúnte se sonríe al verle y se vuelve a mirarle cuando pasa, ni de que una muchachita, que le cede tímidamente la acera, rompe a reír estrepitosamente, hecha toda ojos, al ver su ancha sonrisa contemplativa y los aspavientos que hace. Y, sin embargo, esa misma fantasía ha arrebatado también en su vuelo juguetón a la anciana, a los transeúntes curiosos, a la chica de la risa y a los marineros que al anochecer se sientan a comer en las barcazas con las que forman un dique en la Fontanka (supongamos que nuestro héroe pasa por allí a esa hora). Ha prendido traviesamente en su lienzo a todo y a todos, como moscas en una telaraña. Y con esa riqueza recién adquirida el tipo estrafalario entra en su acogedora madriguera, se sienta a cenar, termina de cenar y al cabo de un rato se despabila sólo cuando la pensativa y siempre triste Matryona, la criada que le sirve, levanta los manteles y le da la pipa. Se despabila y recuerda con asombro que ya ha cenado, sin darse la menor cuenta de cómo ha ocurrido la cosa. La habitación está a oscuras. La aridez y la tristeza se adueñan del alma de nuestro héroe. El castillo de sus ilusiones se ha venido sin estrépito, sin dejar rastro, se ha esfumado como un sueño; y él ni siquiera se percata de que ha estado soñando. Pero en su pecho siente todavía una vaga sensación que lo agita ligeramente. Un nuevo deseo le cosquillea tentadoramente la fantasía, la estimula e imperceptiblemente suscita todo un conjunto de nuevas quimeras. El silencio reina en la pequeña habitación. La soledad y la indolencia acarician la fantasía. asta se enciende poco a poco, empieza a bullir como el agua en la cafetera de la vieja Matryona, que tranquilamente sigue con sus faenas en la cocina, preparando su detestable café. La fantasía empieza a desbordarse entre alguna que otra llamarada. Y he aquí que el libro cogido al azar, maquinalmente, se le cae de la mano a mi soñador, que no ha llegado ni a la tercera página. Su fantasía despierta de nuevo, está en su punto. De pronto, un mundo nuevo, una vida nueva y fascinante, resplandece ante él con brillantes perspectivas. Nuevo sueño, nueva felicidad. Nueva dosis de veneno sutil y voluptuoso. ¿Qué le importa a él nuestra vida real? ¡A sus ojos hechizados, usted, Nastenka, y yo llevamos una existencia tan apagada, tan lenta y desvaída, estamos todos, en su opinión, tan descontentos con nuestra suerte, nos aburrimos tanto en nuestra vida! En efecto, fíjese bien y verá cómo a primera vista todo es frío, lúgubre y, por así decirlo, enojoso entre nosotros. «¡Pobre gente!» piensa mi soñador; y no es extraño que así lo piense. Observe esas visiones mágicas que de manera tan encantadora, tan sugestiva y fluida componen ante sus ojos ese cuadro animado y subyugante, en cuyo primer plano la figura principal es, por supuesto, él mismo, nuestro soñador, su propia persona querída. Fíjese en las diversas aventuras, en la infinita procesión de sueños ardientes. Quizá pregunta usted con qué sueña. ¿Para qué preguntarlo? Sueña con todo, con la misión del poeta, desconocido primero e inmortalizado después, con que es amigo de Hoffmann, con la noche de San Bartolomé, con Diana Vernon, la heroína de Rob Roy, con actos de heroísmo en ocasión de la toma de Kazan por Iván el Terrible, con Clara Mowbray y Effie Deans, otras heroínas de Walter Scott, con el sínodo de prelados y Huss ante ellos, con la rebelión de los muertos en Roberto el Diablo (¿se acuerda de la música? ¡huele a cementerio!), con la batalla de Berezina, con la lectura de poemas en casa de la condesa V.D., con Danton, con Cleopatra e i suoi amanti, con La casita en Kolomma de Pushkin, con su propio rincón, junto a un ser querido que le escucha como usted me escucha ahora, ángel mío, con la boca y los ojos abiertos en una noche de invierno. No, Nastenka, ¿qué le importa a él, hombre voluptuoso, esta vida a la que usted y yo nos aferramos tanto? A juicio suyo es una vida pobre, miserable, aunque no prevé que también para él acaso sonará alguna vez la hora fatal en que por un día de esta vida miserable daría todos sus años de fantasía, y no los daría a cambio de la alegría o la felicidad, ni tendría preferencias en esa hora de tristeza, arrepentimiento y dolor puro y simple. Pero hasta tanto que llegue ese momento amenazador nuestro héroe no desea nada, porque está por encima del deseo, porque está saciado, porque es artista de su propia vida y se forja cada hora según su propia voluntad. ¡Es tan fácil, tan natural, crear ese mundo legendario, fantástico! Se diría, en efecto, que no es una ilusión. A decir verdad, en algunos momentos, está dispuesto a creer que esa vida no es una excitación de los sentidos, ni un espejismo, ni un engaño de la fantasía, sino algo real, auténtico, palpable. Dígame, Nastenka, ¿por qué en tales momentos se corta el aliento? ¿Por qué arte de magia, por qué incógnito arbitrio se le acelera el pulso al soñador, se le saltan las lágrimas, le arden las mejillas humedecidas y se siente penetrado por un inmenso deleite? ¿Por qué pasan en un segundo noches enteras de insomnio, en gozo y felicidad inagotables? ¿Y por qué, cuando la aurora toca las ventanas con sus dedos rosados y el alba ilumina el cuarto sombrío con su luz incierta y fantástica, como sucede aquí en Petersburgo, nuestro soñador, fatigado, extenuado, se deja caer en el lecho, presa de un sopor causado por la exaltación enfermiza y aberrante de su espíritu, y con un dolor de corazón en que se mezclan la angustia y la dulzura? Sí, Nastenka, nuestro héroe se engaña y cree a pesar suyo que una pasión genuina, verdadera, le agita el alma; cree a pesar suyo que hay algo vivo, palpable, en sus sueños incorpóreos. ¡Y qué engaño! El amor ha prendido en su pecho con su gozo infinito, con sus agudos tormentos. Basta mirarle para con vencerse. ¿Querrá usted creer al mirarle, querida Nastenka, que nunca ha conocido de verdad a


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