Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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mi buena Nastenka! la interrumpí sin ocultar una sonrisa . Le digo a usted que no. Usted, después de todo, está en su, derecho, porque él ya le ha hecho una promesa. Y, por lo que colijo, es hombre delicado, se ha portado bien añadía entusiasmado cada vez más con la lógica de mis argumentos y aseveraciones ¿Que cómo se ha portado? Se ha ligado a usted con una promesa. Dijo que si se casaba sería únicamente con usted. Y a usted la dejó en absoluta libertad para rechazarle sin más. En tal situación puede usted dar el primer paso, tiene usted derecho a ello, le lleva usted ventaja, aunque sea sólo, digamos, para devolverle la palabra dada.

      Diga, ¿cómo escribiría usted?

      ¿El qué?

      La carta esa.

      Pues diría: «Muy senor mio… »

      ¿Es de todo punto necesario decir «muy senor mío»?

      De todo punto. Pero, ahora que pienso, quizá no lo sea… Creo que…

      Bueno, bueno, siga.

      «Muy señor mío: Perdone que…» Pero no, no hace falta ninguna excusa. El hecho mismo lo justifica todo. Diga simplemente: «Le escribo. Perdone mi impaciencia, pero durante un año entero he vivido feliz con la esperanza de su regreso. ¿Tengo yo la culpa de no poder soportar ahora un día de duda? Ahora que ha llegado, quizá haya cambiado usted de intención. Si es así, esta carta le dirá que ni me quejo ni le condeno. No puedo condenarle por no haber logrado hacerme dueña de su corazón. Así lo habrá querido el destino. Es usted un hombre honrado. No se sonría ni se enoje al ver estos renglones impacientes. Recuerde que los escribe una pobre muchacha, que está sola en el mundo, que no tiene quien la instruya y aconseje y que nunca ha sabido sujetar su corazón. Perdone si la duda ha hallado cobijo en mi alma, siquiera sólo un momento. Usted no sería capaz de ofender, ni siquiera con el pensamiento, a ésta que tanto le ha querido y le quiere.»

      ¡Sí, sí! ¡Eso mismo es lo que se me ha ocurrido! exclamó Nastenka con ojos radiantes de gozo . Ha despejado usted mis dudas. Es usted un enviado de Dios. ¡Se lo agradezco tanto!

      ¿Por qué? ¿Porque soy un enviado de Dios? pregunté, mirando con arrebato su rostro alegre.

      Sí, por eso al menos.

      ¡Ay, Nastenka! ¡Demos gracias a que algunas personas viven con nosotros! Yo doy gracias a usted por haberla encontrado y porque la recordaré el resto de mi vida.

      Bien, basta. Ahora escuche. En la ocasión de que le hablo acordamos que, no bien llegara, me mandaría recado con una carta que depositaría en cierto lugar, en casa de unos conocidos míos, gente buena y sencilla, que no sabe nada del asunto. Y que si no le era posible escribirme, porque en una carta no se puede decir todo, que vendría aquí el mismo día de su llegada, a este lugar en que nos dimos cita, a las diez en punto. Sé que ha llegado ya, y hoy, al cabo de tres días, ni ha habido carta ni ha venido. Por la mañana no puedo separarme de la abuela. Entregue usted mismo la carta mañana a esa buena gente que le digo. Ellos se la remitirán. Y si hay contestación, usted mismo puede traérmela a las diez de la noche.

      ¡Pero la carta, la carta! Lo primero es escribir la carta. De ese modo, quizá para pasado mañana esté todo resuelto.

      La carta… respondió Nastenka turbándose un poco , la carta… pues…

      No acabó la frase. Primero volvió la cara, que se tiñó de rosa, y de repente sentí en mi mano la carta, escrita por lo visto hacía tiempo, toda preparada y sellada. ¡Qué recuerdo tan familiar, tan simpático y gracioso ha retenido de ello!

      R,o Ro s,i si n,a na empecé yo.

      ¡Rosina! entonamos los dos, yo casi abrazándola de alborozo, ella ruborizándose aún más y riendo a través de sus lágrimas que, como perlas, temblaban en sus negras pestañas.

      Bueno, basta. Ahora, adiós dijo con precipitación . Aquí está la carta y éstas son las señas a que hay que llevarla. Adiós, hasta la vista, hasta mañana.

      Me apretó con fuerza las dos manos, me hizo un saludo con la cabeza y entró disparada en su callejuela. Yo permanecí algún tiempo donde estaba, siguiéndola con los ojos.

      «Hasta mañana, hasta mañana», palabras que se me quedaron clavadas en la memoria cuando se perdió de vista.

      Noche tercera

      Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un rayo de luz, como será mi vejez. Me acosan unos pensamientos tan extraños y unas sensaciones tan lúgubres, se agolpan en mi cabeza unas preguntas tan confusas, que no me siento ni con fuerzas ni con deseos de contestarlas. No seré yo quien ha de resolver todo esto.

      Hoy no nos hemos visto. Ayer, cuando nos despedimos, empezaba a encapotarse el cielo y se estaba le vantando niebla. Yo dije que hoy haría mal tiempo Ella no contestó, porque no quería ir a contrapelo de sus esperanzas. Para ella el día sería claro y sereno, ni una sola nubecilla empanaria su felicidad.

      Si llueve no nos veremos dijo . No vendré.

      Yo pensaba que ella no haría caso de la lluvia de hoy, pero no vino.

      Ayer fue nuestra tercera entrevista, nuestra tercera noche blanca…

      ¡Pero hay que ver cómo la alegría y la felicidad hermosean al hombre! ¡Cómo hierve de amor el corazón! Es como si uno quisiera fundir su propio corazón con el corazón de otro, como si quisiera que todo se regocijara, que todo riera. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! ¡Ayer había en sus palabras tanto deleite y en su corazón tanta bondad para conmigo! ¡Qué tierna se mostraba, cómo me mimaba, cómo lisonjeaba y con fortaba mi corazón! ¡Cuánta coquetería nacía de su felicidad! Y yo… lo creía todo a pies juntillas, pensaba que ella…

      Pero, Dios mío, ¿cómo podía pensarlo? ¿Cómo podía ser tan ciego, cuando ya otro se había adueñado de todo, cuando ya nada era mío? ¿Cuando, al fin y al cabo, esa ternura de ella, esa solicitud, ese amor…, sí, ese amor hacia mí, no eran sino la alegría ante la próxima entrevista con el otro, el deseo de ligarme también a su felicidad? Cuando él no vino y nuestra espera resultó inútil, se le anubló el rostro, quedó cohibida y acobardada. Sus palabras y gestos parecían menos frívolos, menos juguetones y alegres. Y, cosa rara, redoblaba su atención para conmigo, como si deseara instintivamente comunicarme lo que quería, lo que temía si la cosa no salía bien. Mi Nastenka se intimidó tanto, se asustó tanto, que por lo visto comprendió al fin que yo la amaba y buscaba cobijo en mi pobre amor. Es que cuando somos desgraciados sentimos más agudamente la desgracia ajena. El sentimicnto no se dispersa, sino que se reconcentra.

      Llegué a la cita con el corazón rebosante e impaciente por verla. No podía prever lo que siento ahora, ni el giro que iba a tomar el asunto. Ella estaba radiante de felicidad. Esperaba una respuesta y la respuesta era él mismo. Él vendría corriendo en respuesta a su llamamiento. Ella había llegado una hora antes que yo. Al principio no hacía sino reír, respondiendo con carcajadas a cada una de mis palabras. Estuve a punto de hablar, pero me contuve.

      ¿Sabe por qué estoy tan contenta? ¿Tan contenta de verle? preguntó . ¿Por qué le quiero tanto hoy?

      ¿Por qué? pregunté yo a mi vez con el corazón trémulo.

      Pues le quiero porque no se ha enamorado de mí. Otro, en su lugar, hubiera empezado a importunarme, a asediarme, a quejarse, a dolerse. ¡Usted es tan bueno!

      Me apretó la mano con tanta fuerza que casi me hizo gritar. Ella se echó a reír.

      ¡Dios mío, qué buen amigo es usted! prosiguió, seria, al cabo de un minuto . ¡Que sí, que Dios me lo ha enviado a usted! Porque ¿qué sería de mí si no estuviera usted conmigo ahora? ¡Qué desinteresado es usted! ¡Qué bien me quiere! Cuando me case, seguiremos muy unidos, más que si fuéramos


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