Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
Читать онлайн книгу.de que ya hubieran empezado otros a hablar del asunto. Estuve por no contestar y marcharme, pero me faltaron las fuerzas.
Mire dijo , es usted una chica buena. Perdone que le hable así, pero le aseguro que me intereso por su suerte más que su abuela. ¿No tiene usted amigas que visitar?
Yo dije que no, que sólo una, Mashenka, pero que se había ido a Pskov.
Dígame prosiguió , ¿quiere ir al teatro conmigo?
¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?
La abuela no tiene por qué enterarse.
No dije , no quiero engañar a la abuela. Adiós.
Bueno, adiós repitió él. Y no dijo más.
Pero después de la comida vino a vernos. Se sentó, habló largo rato con la abuela, le preguntó si salía alguna vez, si tenía amistades, y de repente dijo: «Hoy he sacado un palco para la ópera. Ponen El Barbero de Sevilla. Unos amigos iban a ir conmigo, pero después mudaron de propósito y me he quedado con el billete y sin compañía.
¡El Barbero de Sevilla! exclamó la abuela . ¿Es ése el mismo Barbero que ponían en mis tiempos?
Sí, el mismo dijo, dirigiéndome una mirada . Yo lo comprendí todo, me puse encarnada y el corazón me empezó a dar saltos de anticipación.
¡Cómo no voy a conocerlo! dijo la abuela . ¡Si en mis tiempos yo misma hice el papel de Rosina en un teatro de aficionados!
¿No quiere usted ir hoy? preguntó el inquilino . Si no, seria perder el billete.
Pues sí, podríamos ir respondió la abuela . ¿Por qué no? Además, mi Nastenka no ha estado nunca en el teatro.
¡Qué alegría, Dios mío! En un dos por tres nos preparamos, nos vestimos y salimos. La abuela, aunque no podía ver nada, quería oír música, pero es que además es buena. Deseaba que me distrajera un poco, y nosotras solas no nos hubiéramos atrevido a hacerlo. No le contaré la impresión que me causó El Barbero de Sevilla. Sólo le diré que durante la velada nuestro inquilino me estuvo mirando con tanto interés, hablaba tan bien, que pronto me di cuenta de que aquella tarde había querido ponerme a prueba proponiéndome que fuéramos solos. ¡Qué alegría! Me acosté tan orgullosa, tan contenta, y el corazón me latía tan fuertemente que tuve un poco de fiebre y toda la noche me la pasé delirando con El Barbero de Sevilla.
Pensé que después de esto el inquilino vendría a vernos más a menudo, pero no fue así. Dejó de hacerlo casi por completo, o a lo más una vez al mes y sólo para invitarnos al teatro. Fuimos un par de veces más, pero no quedé contenta. Comprendí que me tenía lástima por la manera en que me trataba la abuela, y nada más. Con el tiempo llegué a sentir que ya no podía permanecer sentada, ni leer, ni trabajar. Me echaba a reír sin motivo aparente. Algunas veces molestaba a la abuela de propósito; otras, sencillamente lloraba. Adelgacé y casi me puse mala. Terminó la temporada de ópera y el inquilino dejó por completo de visitarnos. Cuando nos encontrábamos en la escalera de marras, por supuesto , me saludaba en silencio y tan gravemente que parecía no querer hablar. Al llegar él al portal yo todavía seguía en mitad de la escalera, roja como una cereza, porque toda la sangre se me iba a la cabeza cuando tropezaba con él.
Y ahora viene el fin. Hace un año justo, en el mes de mayo, el inquilino vino a vernos y dijo a la abuela que ya había terminado de gestionar el asunto que le había traído a Petersburgo y que tenía que volver a Moscú por un año. Al oírlo me puse pálida y caí en la silla como muerta. La abuela no lo notó, y él, después de anunciar que dejaba libre el cuarto, se despidió y se fue.
¿Qué iba yo a hacer? Después de pensarlo mucho y de sufrir lo indecible, tomé una resolución. Él se iba al día siguiente, y yo decidí acabar con todo esa misma noche después de que se acostara la abuela. Así fue. Hice un bulto con los vestidos que tenía y la ropa interior que necesitaba y, con él en la mano, más muerta que viva, subí al desván de nuestro inquilino. Calculo que tardé una hora en subir la escalera. Cuando se abrió la puerta, lanzó un grito al verme. Creyó que era una aparición y corrió a traerme agua porque apenas podía tenerme de pie. El corazón me golpeaba con fuerza, me dolía la cabeza y me sentía mareada. Cuando me repuse un poco, lo primero que hice fue sentarme en la cama con el bulto a mi lado, cubrirme la cara con las manos y romper a llorar desconsoladamente. Él, por lo visto, se percató de todo al instante. Estaba de pie ante mí, pálido, y me miraba con ojos tan tristes que se me partió el alma.
Escuche me dijo , escuche, Nastenka. No puedo hacer nada, soy pobre, no tengo nada por ahora, ni siquiera un empleo decente. ¿Cómo viviríamos si me casara con usted?
Hablamos largo y tendido y yo acabé por perder el recato. Dije que no podía vivir con la abuela, que me escaparía de casa, que no aguantaba que se me tuviera sujeta con un imperdible, y que si quería, me iba con él a Moscú, porque sin él no podía vivir. La vergüenza, el amor, el orgullo, todo hablaba en mí al mismo tiempo, y a punto estuve de caer en la cama presa de convulsiones. ¡Tanto temía que me rechazara!
Él, después de estar sentado en silencio algunos minutos, se levantó, se acercó a mí y me tomó una mano.
Escuche, mi querida Nastenka empezó con lágrimas en la voz . Escuche. Le juro que si alguna vez estoy en condiciones de casarme, sólo me casaré con usted. Le aseguro que sólo usted puede ahora hacerme feliz. Escuche, voy a Moscú y pasaré allí un año justo. Espero arreglar mis asuntos. Cuando vuelva, si no ha dejado de quererme, le juro que nos casaremos. Ahora no es posible, no puedo, no tengo derecho a hacer promesa alguna. Repito que si no es dentro de un año, será de todos modos algún día, por supuesto si no ha preferido usted a otro, porque comprometerla a que me dé su palabra es algo que ni puedo ni me atrevo a hacer.
Eso me dijo, y al día siguiente se fue. Acordamos no decir palabra de esto a la abuela. Así lo quiso él. Y ahora mi historia está casi tocando a su fin. Ha pasado un año justo. Él ha llegado, lleva aquí tres días enteros y… y…
¿Y qué? grité yo, impaciente por oír el final.
Y hasta ahora no se ha presentado respondió Nastenka sacando fuerzas de flaqueza . No ha dado señales de vida.
En ese punto se detuvo, quedó callada un momento, bajó la cabeza y, de pronto, tapándose la cara con las manos, empezó a sollozar de manera tal que me laceró el alma.
Yo ni remotamente esperaba ese desenlace.
¡Nastenka! imploré con voz tímida . ¡Nastenka, no llore, por amor de Dios! ¿Cómo lo sabe usted? Quizá no esté aquí todavía…
¡Sí está, sí está! insistió Nastenka . Está aquí, lo sé. Esa noche, la víspera de su marcha, fijamos una condición. Cuando nos dijimos todo lo que le he contado a usted y llegamos a un acuerdo, vinimos a pasearnos aquí justamente a este muelle. Eran las diez. Nos sentamos en este banco. Yo había dejado de llorar y le escuchaba con deleite. Dijo que en cuanto regresara vendría a vernos, y que si yo todavía le quería por marido se lo contaríamos todo a la abuela. Ya ha llegado, lo sé, pero no ha venido.
Y se echó a llorar de nuevo.
¡Dios mío! ¿Pero no hay manera de ayudarla? grité, saltando del banco con verdadera desesperación . Diga, Nastenka, ¿no podría ir yo a verle?
¿Cree usted que podría? dijo alzando de súbito la cabeza.
No, claro que no afirmé conteniéndome a tiempo . Pero, mire, escríbale una carta.
No, de ninguna manera. Eso no puede ser contestó ella con voz resuelta, pero bajando la cabeza y sin mirarme.
¿Cómo que no puede ser? ¿Cómo que no? insistí yo aferrándome a mi idea . Sepa usted, Nastenka, que no se trata de una carta cualquiera. Porque hay cartas y cartas. Hay que hacer lo que digo,