Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
Читать онлайн книгу.decirlas comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer) . Sí, Amalia Ludwigovna…
Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la puerta se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas , la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven señalaba a Raskolnikof , que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna…
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el conocimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolnikof, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa; la sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la estancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! exclamó en un tono de desesperación . Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco, Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
Un sacerdote pidió con voz ronca.
Catalina Ivanovna se fue hacia la ventana, apoyó la frente en el cristal y exclamó, desesperada:
¡Ah, vida tres veces maldita!
Un sacerdote repitió el moribundo, tras una breve pausa.
¡Silencio! le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa. Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña Lidotchka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un rincón y le miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña, visiblemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
¿Qué quieres? le preguntó Catalina Ivanovna.
Va descalza, va descalza murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
¡Calla! gritó Catalina Ivanovna, irritada . Bien sabes por qué va descalza.
¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al herido, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Ivanovna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la huella de una violenta patada del caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado a rastras unos treinta pasos.
Es inexplicable dijo el médico en voz baja a Raskolnikof que no haya quedado muerto en el acto.
En definitiva, ¿cuál es su opinión?
Morirá dentro de unos instantes.
Entonces, ¿no hay esperanza?
Ni la más mínima… Está a punto de lanzar su último suspiro… Tiene en la cabeza una herida gravísima… Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
Le ruego que pruebe a sangrarlo.
Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Venía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le cedió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió, encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón el de la estufa y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas, levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con