Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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habría empezado a contar una historia. «Tengo miedo, ¿sabe? Un pariente mío ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos.» Ya con el tercer millar en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo fajo, que me he equivocado al llegar a la séptima centena.» Después de haber vuelto a contar el segundo millar, contaría el tercero con la misma calma, y luego los otros dos. Cuando ya los hubiera contado todos, habría sacado un billete del segundo millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría pensado en librarse de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al abrir la puerta… «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta. Así habría procedido yo.

      ¡Es usted terrible! exclamó Zamiotof entre risas . Afortunadamente, eso no son más que palabras. Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de modo muy distinto a como dice. Créame: no sólo usted o yo, sino ni el más ducho y valeroso aventurero habría sido dueño de sí en tales circunstancias. Pero no hay que ir tan lejos. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja asesinada en nuestro barrio. El autor del hecho ha de ser un bribón lleno de coraje, ya que ha cometido el crimen durante el día, y puede decirse que ha sido un milagro que no lo hayan detenido. Pues bien, sus manos temblaron. No pudo consumar el robo. Perdió la calma: los hechos lo demuestran.

      Raskolnikof se sintió herido.

      ¿De modo que los hechos lo demuestran? Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía.

      No le quepa duda de que daremos con él.

      ¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes sólo se preocupan de averiguar si alguien derrocha el dinero. Un hombre que no tenía un cuarto empieza de pronto a tirar el dinero por la ventana. ¿Cómo no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos por poco que se lo propusiera.

      El caso es que todos hacen lo mismo repuso Zamiotof . Después de haber demostrado tanta destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger en la taberna. Y es que no todos son tan listos como usted. Usted, naturalmente, no iría a una taberna.

      Raskolnikof frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.

      ¡Oh usted es insaciable! dijo, malhumorado . Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en un caso así.

      Exacto repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía unos momentos, su semblante revelaba una profunda seriedad.

      ¿Es muy grande ese deseo?

      Mucho.

      Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.

      Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.

      He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí… ¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!

      ¡Está usted loco! exclamó Zamiotof.

      Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.

      ¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad.

      Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.

      ¿Es posible? preguntó en un imperceptible susurro.

      Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.

      Confiese que se lo ha creído dijo en un tono frío y burlón . ¿Verdad que sí? ¡Confiéselo!

      Nada de eso replicó vivamente Zamiotof . No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.

      ¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree moins que jamais.

      No, no exclamó Zamiotof, visiblemente confundido . Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.

      Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora» me interrogó cuando recobré el conocimiento?

      Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:

      ¡Eh! ¿Cuánto le debo?

      Treinta kopeks dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.

      Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! continuó, mostrando a Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes . Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad que la ha interrogado…? En fin, basta de charla… ¡Hasta más ver…! ¡Encantado!

      Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente abatido y su semblante tenía una expresión sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente. Una fatiga creciente le iba agotando. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimulante ficticio.

      Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo. Raskolnikof había trastornado inesperadamente todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.

      Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.

      Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikof se dio de manos a boca con Rasumikhine, que se disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vieron, se miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.

      ¿Conque estabas aquí? vociferó . ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! ¡Y yo buscándote! ¡Hasta debajo del diván, hasta en el granero! He estado a punto de pegarle a Nastasia por culpa tuya… ¡Y miren ustedes de dónde sale…! Rodia, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.

      Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar solo repuso con toda calma Raskolnikof.

      ¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de Cristal? ¡Dímelo!

      Déjame en paz dijo Raskolnikof, tratando de pasar por el lado de su amigo.

      Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Raskolnikof.

      ¿Que


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