Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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añadió, dándole una palmada en la espalda . Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.

      ¿Cómo sabe usted que dijo eso?

      Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto…

      ¡Qué raro está usted…! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.

      ¿De modo que le parece que estoy raro?

      Sí. ¿Qué estaba leyendo?

      Los periódicos.

      Sólo hablan de incendios.

      Yo no leía los incendios.

      Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.

      No repitió , yo no leía las noticias de los incendios y añadió, guiñándole un ojo : Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.

      Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar…? Pero ¿qué le sucede?

      Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.

      He seguido seis cursos en el Instituto repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.

      ¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas…, en fin, que es usted un hombre rico… ¡Y qué linda presencia!

      Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.

      ¡Qué extraño está usted! dijo, muy serio, Zamiotof . Yo creo que aún desvaría.

      ¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito… Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por qué, ¿no?

      Sí.

      Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos… Mire, mire cuántos números he pedido… Esto es sospechoso, ¿verdad?

      Pero ¿qué dice usted?

      Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.

      ¿Qué pájaro?

      Después se lo diré. Ahora le voy a participar…, mejor dicho, a confesar…, no, tampoco…, ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando… hizo un guiño, seguido de una pausa que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera.

      Las últimas palabras las dijo en un susurro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla.

      El secretario se quedó mirándole fijamente, sin moverse y sin retirar la cabeza. Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado, cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.

      ¿Qué me importa a mí lo que usted estuviera leyendo? exclamó de pronto, desconcertado y molesto por aquella extraña actitud . ¿Por qué cree usted que me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese suceso?

      Pero Raskolnikof, en voz baja como antes y sin hacer caso de las exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo:

      Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se acuerda?, cuando me desmayé… ¿Comprende usted ya?

      Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? preguntó Zamiotof, inquieto.

      El semblante grave e inmóvil de Raskolnikof cambió de expresión repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen… Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes carcajadas…

      O está usted loco, o… dijo Zamiotof.

      Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.

      ¿O qué…? Acabe, dígalo.

      No replicó Zamiotof . ¡Es tan absurdo…!

      Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un largo silencio.

      ¿Por qué no se toma el té? dijo Zamiotof . Se va a enfriar

      ¿Qué…? ¿El té…? ¡Ah, sí!

      Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió tomándose el té.

      Actualmente, los crímenes se multiplican dijo Zamiotof . Hace poco leí en las Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda de monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fabricar billetes de Banco.

      Ese asunto ya es viejo repuso con toda calma Raskolnikof . Hace ya más de un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos?

      A la fuerza han de serlo.

      ¡Bah! Son criaturas, chiquillos inconscientes, no verdaderos bandidos. Se reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un disparate. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. ¡Chiquillos inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los bancos. ¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega! Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en circulación los billetes. Uno va a cambiar billetes grandes en un banco. Le entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa, pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él. Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble!

      ¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente; me parece muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas.

      Pero ¡temblar sólo por eso!

      ¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza. ¿Usted no?

      Raskolnikof volvió a sentir el deseo de tirar de la lengua al secretario de la comisaría. Una especie de escalofrió le recorría la espalda.

      Yo habría procedido de modo distinto manifestó . Le voy a explicar cómo me habría comportado al cambiar el dinero. Yo habría contado los mil primeros rublos lo menos cuatro veces, examinando los billetes por todas partes. Después, el segundo fajo. De éste habría contado la mitad y entonces me habría


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