Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
Читать онлайн книгу.portero miró atentamente a Raskolnikof. En sus ojos había una mezcla de curiosidad y recelo.
Bueno, pero ¿quién es usted?
Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.
Raskolnikof hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstinadamente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.
Diga: ¿para qué ha subido al piso?
Quería verlo.
Pero si en él no hay nada que ver…
Lo más prudente sería llevarlo a la comisaría dijo de pronto el burgués.
Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin perder la calma ni salir de su indiferencia:
Vamos.
Sí, hay que llevarlo insistió el burgués con vehemencia . ¿A qué ha ido allá arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la conciencia.
A lo mejor dice esas cosas porque está bebido dijo el empapelador en voz baja.
Pero ¿qué quiere usted? exclamó de nuevo el portero, que empezaba a enfadarse de verdad . ¿Con qué derecho viene usted a molestarnos?
¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? le preguntó Raskolnikof en son de burla.
Es un vagabundo opinó la mujer.
¿Para qué discutir? dijo el otro portero, un corpulento mujik que llevaba la blusa desabrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura . ¡Hala, fuera de aquí…! Desde luego, es un vagabundo… ¿Has oído? ¡Largo!
Y cogiendo a Raskolnikof por un hombro, lo echó a la calle.
Raskolnikof se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.
Es un bribón dijo el empapelador.
Hoy cualquiera se puede convertir en un bribón dijo la mujer.
Aunque no sea nada más que un granuja, debimos llevarlo a la comisaría.
Lo mejor es no mezclarse en estas cosas opinó el corpulento mujik . Desde luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe cómo salir.
«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskolnikof deteniéndose en medio de una callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.
Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él…
De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle, un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud había un coche del que partía una luz mortecina.
«¿Qué será?»
Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevocable: transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.
VII
En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.
¡Señor! se lamentaba el cochero . ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa…, si no hubiese gritado… Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.
Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte dijo una voz.
Tres veces exactamente dijo otro . Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él . Es un antiguo funcionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera sido su padre.
El edificio Kozel dijo está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico… Tiene familia: mujer, hijos… Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se habia producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.
¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco… ¡Eso es…! ¡Yo pagaré…! No soy un ingrato…
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba