Mujercitas. Louisa May Alcott
Читать онлайн книгу.subido a los hombros.
Jo se reía, Meg regañaba, Beth imploraba y Amy lloraba, porque no podía acordarse de cuánto era nueve por doce.
—¡Niñas, niñas! Cállense un minuto. Tengo que enviar esta carta por el primer correo y me confunden con tanto ruido —gritó la señora March.
Hubo un momento de silencio, interrumpido por Hanna, que entró precipitadamente, puso dos pastelillos calientes sobre la mesa y salió de nuevo. Estos pastelillos eran una institución; las chicas los llamaban “manguitos”, y habían descubierto que los pastelillos calientes venían muy bien en las mañanas frías. Nunca se olvidaba Hanna de hacerlos, por ocupada o gruñona que estuviera, porque las pobrecitas tenían que andar mucho y no tomaban otra cosa para almorzar y rara vez volvían a casa antes de las tres.
—Que mimes a tus gatos y que se te quite el dolor de cabeza, Beth. Adiós, mamá; somos una cuadrilla de vagas esta mañana, pero volveremos hechas unos verdaderos ángeles. Vamos Meg —y Jo echó a andar con la idea de que los peregrinos no salían como era debido.
Siempre miraban hacia atrás antes de volver la esquina, porque su madre estaba siempre en la ventana para decirles adiós con la mano, sonriendo. Parecía como si no pudieran cumplir sus deberes diarios sin aquella despedida que les hacía el efecto de un rayo de sol.
—Si mamá nos amenazara con el puño en lugar de echarnos besos, nos estaría bien empleado, porque jamás se han visto vagas más ingratas que nosotras —gritó Jo, que tomaba como saludable penitencia el camino cubierto de lodo y el viento agudo.
—No uses palabras tan vulgares.
—Me gustan las palabras fuertes con algún sentido.
—Llámate lo que quieras; pero yo no me tengo por vaga ni permito que me lo digan.
—Tú eres una calamidad; estás de un humor de perros porque no puedes sentarte en medio del lujo todo el tiempo. ¡Pobrecita! Espera hasta que yo haga fortuna y gozarás de coches, helados, zapatos de tacones altos, ramilletes y mozos rubios que bailen contigo.
—¡Qué ridícula eres, Jo! —dijo Meg, riéndose, sin embargo, de aquellas tonterías.
—Suerte tienes de que lo sea; si yo adoptara esos aires de aflicción y desmayo que tú empleas, estaríamos acabadas. Gracias a Dios, siempre puedo encontrar algo gracioso para darme ánimo. No te quejes más y vuelve a casa alegre.
Jo dio a su hermana un golpecito en la espalda cuando se separaban para seguir cada una su camino, llevando un pastelillo caliente en la mano y tratando de estar alegre a pesar del tiempo invernal, del trabajo duro y de sus juveniles deseos no realizados.
Cuando el señor March perdió su dinero, tratando de ayudar a un amigo, las dos chicas mayores rogaron se les permitiera hacer algo por su propio sostén a lo menos. Creyendo que nunca es demasiado pronto para cultivar energía, laboriosidad e independencia, sus padres consintieron, y ambas se pusieron a trabajar con la buena voluntad que triunfa de todos los obstáculos.
Meg encontró empleo como institutriz, y se sintió rica con su sueldo pequeño. Como ella decía, “le gustaba el lujo”, y su mayor pena era ser pobre. Lo encontraba más duro de soportar que las otras, porque podía recordar un tiempo en que la casa había sido bella, la vida holgada y agradable y nada les había faltado. Procuraba no sentir envidia ni descontento, pero era natural que la muchacha deseara cosas bonitas, amigas alegres, inteligentes y una vida feliz. En casa de los King veía todos los días lo que deseaba tanto, porque las hermanas mayores de los niños acababan de entrar en sociedad, y muy a menudo veía Meg visiones de trajes de baile, y ramilletes, oía charlas animadas acerca de teatros y conciertos, partidas de trineo y toda clase de diversiones, y también veía gastar dinero en frivolidades, un dinero que para ella hubiera sido de mucha utilidad. La pobre Meg se quejaba poco, pero a veces cierto sentido de injusticia la hacía sentirse agria hacia todo el mundo, porque todavía no había aprendido lo rica que era en aquellas bendiciones que realmente pueden hacer feliz la vida.
Jo le convenía a la tía March, que era renga y necesitaba una persona activa para cuidarla. La anciana señora, sin hijos, se había ofrecido a adoptar una de las chicas cuando vinieron las dificultades, y se enojó porque los padres rehusaran su oferta. Otros amigos dijeron a la familia March, que habían perdido toda ocasión de ser recordados en el testamento de la rica anciana, pero los poco mundanos March dijeron:
—No podemos renunciar a nuestras chicas ni por doce fortunas. Ricos o pobres, viviremos juntos, y seremos felices todos juntos.
Por algún tiempo la señora anciana no quiso tratarse con ellos; pero encontrándose en una ocasión con Jo en casa de una amiga, algo en su cara cómica y en sus maneras toscas la impresionó favorablemente, y propuso tomarla como señorita de compañía. Esto no le gustaba a Jo en lo más mínimo, pero aceptó la colocación a falta de otra mejor, y, con gran sorpresa de todo el mundo, se llevó muy bien con su irascible parienta. De vez en cuando había un disgusto, y una vez Jo llegó a irse a su casa, diciendo que no podía soportar más; pero la tía March se calmó pronto e insistió tanto en que Jo volviese, que ella no pudo rehusar, porque había algo amable en la vieja señora, a pesar de todo.
Sospecho que la verdadera atracción era una biblioteca grande de hermosos libros viejos, abandonados al polvo y a las arañas desde la muerte del tío March. Jo se acordaba de aquel señor, viejo y bondadoso, que le permitía construir ferrocarriles y puentes con sus diccionarios grandes, le contaba historias referentes a las ilustraciones curiosas en sus libros latinos y le compraba caramelos cuando la encontraba en la calle. El cuarto, oscuro y cubierto de polvo, con los bustos, que parecían encararla desde los altos armarios, las butacas, las esferas y sobre todo, el sinfín de libros entre los cuales podía escoger a su gusto, hacían de la biblioteca un verdadero paraíso para ella.
Tan pronto como la tía March se echaba a dormir la siesta, Jo se dirigía corriendo a su refugio y, sentada en la butaca grande, devoraba poesía, novela, historia, viajes y cuadros como un ratón de biblioteca. Pero como no hay felicidad duradera en este mundo, en el preciso momento en que llegaba al corazón de la historia, al verso más dulce del poema o a la aventura más peligrosa de un explorador, una voz chillona gritaba: “¡Jo! ¡Jo!”, y tenía que dejar su paraíso para devanar hilo, lavar el perro o leer las obras de Belsham durante horas.
La ambición de Jo era hacer algo magnífico; qué fuera, ella no lo sabía, pero dejaba al tiempo el descubrírselo, y entretanto su aflicción más grande era no poder leer, correr y montar a caballo tanto como quisiera. Siendo viva como una pimienta, teniendo una lengua aguda y un espíritu inquieto, su vida estaba llena de altibajos, cómicos y patéticos a la vez. Pero la disciplina que encontró en casa de la tía March era precisamente la que necesitaba; el pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque ganara poco, la hacía feliz a pesar de los continuos “¡Jo!”
Beth era demasiado tímida para ir a la escuela; lo había intentado, pero sufría tanto que había abandonado la idea, y estudiaba sus lecciones en casa con su padre. Aun después que se fue, y cuando su madre tenía que dedicar todo su esfuerzo a las sociedades para la ayuda a los soldados, Beth continuó estudiando fielmente sola, haciendo lo mejor que podía. Era muy hogareña, y ayudaba a Hanna a tener la casa limpia y cómoda para las trabajadoras, sin esperar más recompensa que la del cariño de los suyos. Pasaba días largos y tranquilos, pero no solitaria ni ociosa, porque su pequeño mundo estaba poblado de amigos imaginarios y ella era por temperamento una abeja industriosa. Tenía seis muñecas que levantar y vestir cada mañana, porque Beth era todavía niña y quería a sus favoritas tanto como antes. No había ninguna perfecta y bella entre ellas; todas habían sido desechadas cuando ella las adoptó; cuando sus hermanas fueron demasiado mayores para tales ídolos, pasaron a ella, pues Amy no quería tener nada que fuera viejo o feo. Beth las cuidaba con más cariño por lo mismo, y construyó un hospital para muñecas enfermas. Nunca clavaba alfileres en sus corazones de algodón, ni les hablaba severamente, ni les daba golpes; aun la más fea no podía quejarse de descuido; daba de