Mujercitas. Louisa May Alcott
Читать онлайн книгу.Como le faltaba la parte superior de la cabeza, le puso un gorro bonito y, como no tenía brazos ni piernas, escondió estas imperfecciones envolviéndola en una manta y dándole la mejor cama, como a enferma crónica. El cuidado que daba a esta muñeca era conmovedor, aunque provocara sonrisas. Le traía flores, le leía cuentos, la sacaba a respirar el aire, la arrullaba con canciones de cuna y nunca se acostaba sin besar su cara sucia y susurrar cariñosamente: “¡Qué pases una buena noche, pobrecita!”
Tenía Beth sus penas como las demás; y no siendo un ángel, sino una muchacha muy viva, a menudo tenía su “llantito”, como decía Jo, porque no podía tomar lecciones de música y tener un piano bueno. Amaba la música, trataba de aprender con mucha aplicación y tocaba con tanta paciencia el desafinado y viejo instrumento, que parecía que alguien (sin que esto fuera alusión a la tía March) le ayudara. Pero nadie lo hizo y nadie vio a Beth limpiar, las lágrimas que caían sobre las amarillentas teclas cuando estaba sola. Mientras trabajaba cantaba como una alondra; nunca estaba demasiado cansada para tocar el piano con el objeto de distraer a su madre o a las chicas, y día tras día se decía a sí misma, llena de esperanza: “Yo sé que obtendré mi música alguna vez si soybuena.”
En el mundo hay muchísimas Beth, tímidas y tranquilas, sentadas en rincones hasta que alguien las necesita y que viven para los demás tan alegremente, que nadie se da cuenta de los sacrificios que hacen hasta que el grillo del hogar cesa de chirriar y desaparece el dulce rayo de sol, dejando atrás silencio y sombra.
Si alguien hubiera preguntado a Amy cuál era la pena más grande de su vida, hubiera respondido en seguida: “mi nariz”. Cuando era muy pequeña, Jo la había dejado caer en el cajón del carbón, y Amy insistía que la caída había arruinado para siempre su nariz. Le había quedado algo chata, y por más que se la estiraba no podía darle una punta aristocrática. Nadie hacía caso de eso fuera de ella, y la nariz hacía por su parte todo lo posible por crecer, pero Amy lamentaba la falta de una nariz griega y dibujaba horas enteras narices bellas para consolarse.
“El pequeño Rafael”, como la llamaban sus hermanas, tenía verdadero talento para dibujar, y nunca era tan feliz como cuando copiaba flores, diseñaba hadas o ilustraba cuentos. Sus maestros se quejaban de que en lugar de hacer sus cálculos cubría de animalitos su pizarra; las páginas blancas de su atlas estaban llenas de copias de mapas y de sus libros salían volando, en los momentos menos oportunos, caricaturas sumamente cómicas. Estudiaba sus lecciones tan bien como era posible, y su buen comportamiento la libraba de muchas reprensiones. Sus compañeros la querían mucho por su buen carácter y por el arte que tenía de agradar sin dificultad; sus aires, sus gracias, eran muy admirados, y su talento también; porque, además de dibujar, podía tocar doce tonadas, hacer ganchillo y leer el francés sin pronunciar mal más que las dos terceras partes de las palabras. Tenía una lúgubre manera de decir: “cuando papá era rico hacíamos tal o cual cosa”, que conmovía a cualquiera, y las chicas consideraban sus palabras escogidas como muy elegantes.
Amy estaba en buen camino de ser echada a perder por los mimos; todo el mundo la acariciaba, y sus pequeñas vanidades y su egoísmo crecían a buen paso. Pero algo atenuaba su vanidad: tenía que usar los vestidos de su prima. La madre de Florence tenía pésimo gusto, y Amy sufría mucho al tener que llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, trajes que no le iban bien y delantales chillones. Todo era de buena calidad, bien hecho y poco usado; pero ese invierno los ojos artísticos de Amy sufrían lo indecible con un vestido morado oscuro de lunares amarillos.
—Mi único consuelo —dijo a Meg, con los ojos llenos de lágrimas— es que mamá no hace pliegues en mis trajes cada vez que soy mala, como hace la madre de María Parks. Hija, es verdaderamente terrible, porque algunas veces se porta tan mal, que el vestido no llega a las rodillas y no puede venir a la escuela. Cuando pienso en esta degradación, creo que puedo soportar hasta mi nariz chata y el vestido morado con lunares amarillos.
Meg era la confidente y consejera de Amy, y por cierta atracción extraña de los caracteres opuestos, Jo lo era para la dulce Beth. Solamente a Jo contaba la tímida niña sus pensamientos, y sobre su hermana grandota y atolondrada ejercía Beth, sin saberlo, más influencia que ninguna otra persona de la familia. Las dos chicas mayores eran muy amigas, pero ambas habían tomado una de las pequeñas bajo su cuidado, y las protegían cada una a su manera; era lo que llamaban “jugar a las mamás”.
—¿Tiene alguna de ustedes algo que contar? He pasado un día triste y estoy verdaderamente ansiosa de alguna diversión —dijo Meg mientras estaban sentadas cosiendo aquella noche.
—Me pasó una cosa curiosa con la tía hoy, pero como me salí con la mía se las voy a contar —dijo Jo, que se complacía mucho en contar incidentes—. Estaba leyendo el interminable Belsham y moscardoneando, como suelo, porque así se duerme la tía, y entonces saco algún libro interesante, y leo ávidamente hasta que se despierta. Pero esta vez me entró a mí el sueño, y antes de que ella hubiera dado la primera cabezada se me escapó un bostezo tal, que ella me preguntó qué quería decir abriendo la boca lo bastante para tragarme el libro entero.
—¡Ojalá pudiera hacerlo y acabar con él de una vez! —dije, tratando de no ser impertinente.
“Entonces me echó un largo sermón sobre mis pecados, y me dijo que reflexionara sobre ellos mientras ella descabezaba un sueño. Siempre tarda bastante en esta operación; de modo que tan pronto como su gorro comenzó a cabecear como una dalia demasiado pesada, saqué de mi bolsillo El vicario de Wakefield y me puse a leerlo con un ojo en el libro y otro en la tía. Había llegado al punto donde todos caen al agua, cuando me olvidé de todo y solté una carcajada. La tía se despertó, y de mejor humor después de una siesta, me dijo que leyese un poco para ver qué obra tan ligera prefería yo al digno e instructivo Belsham. Leí lo mejor posible, y le gustó, porque solamente dijo:
—No entiendo jota de todo eso; comienza desde el principio, niña—. Al comienzo fui procurando hacer los primeros capítulos tan interesantes como podía. Una vez tuve la picardía de pararme en un punto lleno de interés y decir tímidamente:
“—Temo que la fatigue, señora; ¿no desea que lo deje?
“Ella tomó la calceta; que se le había caído de las manos, y mirándome severamente a través de las gafas, dijo con su modo brusco:
“—Acabe usted el capítulo y no sea impertinente, señorita.” —¿Reconoció que le gustaba? —preguntó Meg.
—¡No, hija, no! Pero dejó descansar el viejo Belsham; y cuando
volví para buscar mis guantes esta tarde, allá estaba tan absorta con El vicario de Wakefield, que no me oyó reír, mientras yo bailaba de gusto en el vestíbulo al pensar en el buen tiempo futuro. ¡Qué vida tan agradable podría pasarse si quisiera! No la envidio a pesar de su dinero, porque, después de todo, los ricos tienen tantas penas corno los pobres, creo yo —contestó Jo.
—Eso me recuerda —dijo Meg— que tengo algo que contar. No es gracioso como el incidente de Jo, pero me dio mucho que pensar mientras volvía. Hoy en casa de los King todos estaban alborotados y una de las niñas dijo que su hermano mayor había hecho algo malo y que su padre lo había echado de casa. Oía a la señora King llorar y al señor King hablar fuerte, y Grace y Ellen volvieron las caras cuando pasaron junto a mí, para que no viera sus ojos enrojecidos. Naturalmente, no pregunté nada, pero me daba lástima de ellos y estaba contenta de no tener hermanos rebeldes que hicieran cosas malas y deshonraran a la familia.
—Creo que estar deshonrando en la escuela es mucho peor que cualquier cosa que pueden hacer chicos malos —dijo Amy, moviendo la cabeza, como si ella tuviese larga experiencia de la vida—. Hoy vino Susie Perkins a la escuela con una sortija de cornerina roja muy hermosa; me encantaba tanto, que deseaba de todo corazón que fuese mía. Bueno, dibujó ella una caricatura del señor Davis, con una nariz monstruosa, joroba y las palabras: “¡Señoritas, que las estoy viendo!”, saliendo de su boca dentro de un globo. Estábamos riéndonos del dibujo cuando súbitamente el profesor nos vio y mandó