Mujercitas. Louisa May Alcott

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Mujercitas - Louisa May Alcott


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parecen de seda y son bastante buenos para nosotras. El tuyo es tan bueno como si fuera nuevo; pero me olvidaba de la quemadura y del rasgón en el mío; ¿qué haré? La quemadura se ve mucho y no puedo estrechar nada la falda.

      —Tendrás que estar sentada siempre que puedas y ocultar la espalda; el frente está bien. Tendré una nueva cinta azul para el pelo, y mama me prestará su prendedor de perlas; mis zapatos nuevos son muy bonitos y mis guantes pueden pasar.

      —Los míos están arruinados con manchas de limonada, y no puedo comprar otros, de manera que iré sin ellos —dijo Jo, que no se preocupaba mucho por su vestimenta.

      —Si no llevas guantes, no voy —gritó Meg, con decisión—. Los guantes son más importantes que cualquier otra cosa; no puedes bailar sin ellos, y si no puedes bailar voy a estar mortificada.

      —Me quedaré sentada; a mí no me gustan los bailes de sociedad; no me divierte ir dando vueltas acompasadas; me gusta volar, saltar y brincar.

      —No puedes pedir a mamá que te compre otros nuevos; ¡son tan caros y eres tan descuidada!... Eso dijo cuando estropeaste aquéllos que no te compraría otros este invierno. ¿No puedes arreglarlos de algún modo?

      —Puedo tenerlos apretados en la mano, de modo que nadie vea lo manchados que están; es todo lo que puedo hacer. No; ya sé cómo podemos arreglarlo: cada una se pone un guante bueno y lleva en la mano el otro malo; ¿comprendes?

      —Tus manos son más grandes que las mías y ensancharías mis guantes —comenzó a decir Meg.

      —Entonces iré sin guantes. No me importa lo que diga la gente —gritó Jo, volviendo a tomar el libro.

      —Puedes tenerlo, puedes tenerlo, pero no me lo ensucies y condúcete bien; no te pongas las manos a la espalda, ni mires fijamente a nadie; ni digas “¡Cristóbal Colón!” ¿Sabes?

      —No te preocupes por mí; estaré tan tiesa como si me hubiera tragado un molinillo, y no meteré la pata, si puedo evitarlo. Ahora contesta la carta y déjame en paz para acabar esta magnífica historia.

      Meg se fue para “aceptar muy agradecida” la invitación, examinar su vestido y planchar su único cuello de encaje, mientras Jo, acabada la historia y las manzanas, jugaba con su ratón.

      La noche de Año Nuevo la sala estaba vacía, porque las dos chicas jóvenes servían de doncellas a las dos mayores, que preparaban su indumentaria para el baile. Sencillos como eran los trajes, había mucho que ir y venir, reír y hablar, y por algún tiempo la casa olió a pelo quemado; Meg quería hacerse unos bucles y Jo se encargó de retorcerle con las tenacillas los rizos atados con papeles.

      —¿Tienen que oler así? —preguntó Beth desde su asiento sobre la cama.

      —Es la humedad que se seca —respondió Jo.

      —¡Qué extraño! ¡Huele a plumas quemadas! —observó Amy, arreglando sus propios hermosos bucles con aire de superioridad.

      —¡Ahora voy a quitar los papelitos, y verás que bucles! —dijo Jo dejando las tenacillas.

      Quitó los papelitos, pero no aparecieron los bucles esperados, porque el pelo se había adherido al papel y lo había arrancado con él. —¡Oh, oh, oh! ¿Qué has hecho? ¡Me has estropeado el pelo! ¡No puedo ir! ¡Mi pelo! ¡Mi pelo! —exclamó Meg, mirando los rizos desiguales sobre su frente.

      —¡Es mi mala pata! No debías haberme pedido que lo hiciera, sabiendo que lo echo a perder todo. Lo siento mucho, pero es que las tenacillas estaban demasiado calientes —suspiró la pobre Jo, mirando con lágrimas de arrepentimiento el flequillo chamuscado.

      —Tiene remedio: rízalos y ponte la cinta de manera que los extremos caigan un poquito sobre la frente y estarás a la moda. He visto a muchas chicas así —repuso Amy para consolarla.

      —Esto me pasa por querer ponerme hermosa. ¡Ojalá hubiese dejado el pelo en paz! —gritó Meg.

      —Eso digo yo. ¡Era tan liso y hermoso! Pero pronto crecerá de nuevo —dijo Beth, corriendo a besar y consolar a la oveja esquilada.

      Después de otros contratiempos menos graves, Meg terminó su tocado y, con ayuda de toda la familia, Jo arregló su propio pelo y se puso el vestido. Estaban muy bien con sus sencillos trajes. Meg, de gris plateado con cinta de terciopelo azul, vuelos de encaje y el prendedor de perlas; Jo, de color castaño, con cuello planchado de caballero y unos crisantemos blancos por todo adorno. Cada una se puso un guante bonito y limpio y llevó en la mano otro sucio. Los zapatos de Meg, de tacones altos, le iban muy apretados y la lastimaban, aunque ella no quería reconocerlo; y a Jo le parecía llevar clavadas en la cabeza las diecinueve horquillas que sujetaban su cabellera, pero, ¿qué remedio?; había que ser elegante o morir.

      —¡Que se diviertan mucho, queridas mías! —dijo la señora March al verlas salir—. No coman demasiado en la cena y vuelvan a las once, cuando mande a Hanna a buscarlas.

      Cuando cerraban la puerta de la verja al salir, una voz les gritó desde la ventana:

      —Niñas, ¿llevan los pañuelos bonitos?

      —Sí, sí, los llevamos, y el de Meg huele a colonia —gritó Jo, y añadió riéndose: —Creo que mamá nos preguntaría eso aunque estuviésemos huyendo de un terremoto.

      —Es uno de sus gustos aristocráticos, y tiene razón, porque, una verdadera señorita se conoce siempre por el calzado limpio, los guantes y el pañuelo —respondió Meg.

      —Ahora no olvides de mantener el paño malo de tu falda de modo que no se vea, Jo. ¿Está bien mi cinturón? ¿Se me ve mucho el pelo? —dijo Meg, al dejar de contemplarse en el espejo del tocador de la señora Gardiner, después de mirarse largo rato.

      — Sé muy bien que me olvidaré de todo. Si me ves hacer algo que esté mal, avísame con un guiño —respondió Jo, arreglándose el cuello y cepillándose rápidamente.

      — No, una señorita no guiña; arquearé las cejas si haces algo incorrecto, o un movimiento de cabeza si todo va bien. Ahora mantén derechos los hombros y da pasos cortos; no des la mano si te presentan a alguien: no se hace.

      — ¿Cómo aprendes todas estas reglas? Yo no puedo hacerlo nunca. ¡Qué movida es esa música!

      Bajaron la escalera sintiéndose algo tímidas, porque rara vez iban a reuniones de sociedad, y aunque aquélla no era muy formal, para ellas constituía un acontecimiento. La señora Gardiner, una señora anciana y majestuosa, las saludó amablemente y las dejó con la mayor de sus seis hijas. Meg conocía a Sallie y pronto perdió su timidez; pero Jo, que no gustaba de la compañía ni de la charla de las muchachas, se quedó recostada contra la pared, tan desorientada como un potro en un jardín. En otra parte de la sala, una media docena de muchachos hablaban de patines, y Jo quería unirse a ellos, porque patinar era uno de los placeres de su vida. Telegrafió su deseo a Meg, pero las cejas se arquearon de manera tan alarmante que no se atrevió a moverse. Nadie vino a hablar con ella y poco a poco se fue disolviendo el grupo que tenía más cerca, hasta dejarla sola. No podía ir de un lado a otro con el fin de divertirse, para que no se viera el paño quemado de la falda, de manera que se quedó mirando a la gente con aire de abandono hasta que comenzó el baile. Meg fue invitada inmediatamente, y los zapatos estrechos saltaban tan alegremente que nadie hubiera sospechado lo que hacían sufrir a quien los llevaba puestos. Jo vio a un muchacho alto de pelo rojo, que se acercaba al rincón donde ella estaba, y, temiendo una invitación a bailar, se ocultó detrás de unas cortinas, esperando ver a escondidas desde allí y divertirse en paz. Por desgracia, otra persona tímida había escogido el mismo sitio, porque al dejar caer la cortina tras sí, se encontró cara a cara con Laurence.

      —¡Ay de mí!; no sabía que había aquí alguien —balbuceó Jo, disponiéndose a salir tan rápido como entrara.

      Pero el chico se rió y dijo de buen humor, aunque parecía algo sorprendido:


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