Mujercitas. Louisa May Alcott
Читать онлайн книгу.por favor, a no ser que lo prefiera.
El chico volvió a sentarse, con la vista baja, hasta que Jo, tratando de ser cortés, dijo:
—Creo que he tenido el placer de verlo antes. Vive usted cerca de nosotros, ¿no es así?
—En la casa próxima a la suya —contestó él, levantando los ojos y riéndose cordialmente, porque la cortesía de Jo le resultaba verdaderamente cómica al recordar cómo habían charlado sobre el criquet cuando él le devolvió el gato.
Eso puso a Jo a sus anchas, y también ella rió al decir muy sinceramente:
—Hemos disfrutado mucho con su regalo de Navidad.
—Mi abuelo lo envió.
—Pero usted le dio la idea de enviarlo. ¡A que sí!
—¿Cómo está su gato, señorita March? —preguntó el chico, tratando de permanecer serio, aunque la alegría le brillaba en los ojos. —Muy bien, gracias, señor Laurence; pero yo no soy la señorita March, soy simplemente Jo —respondió la muchacha.
—Ni yo soy señor Laurence, soy Laurie.
—Laurie Laurence. ¡Qué nombre más curioso!
—Mi primer nombre es Teodoro; pero no me gusta, porque los chicos me llaman Dora; así que logré que me llamaran Laurie en lugar del otro.
—Yo también detesto mi nombre; ¡es demasiado romántico! Querría que todos me llamaran “Josefina” en lugar de Jo. ¿Cómo logró usted quitar a los chicos la costumbre de llamarle Dora?
—A palos.
—No puedo darle palos a la tía March, así que supongo que tendré que aguantarme.
—No le gusta a usted bailar, señorita Josefina?
—Me gusta bastante si hay mucho espacio y todos se mueven ligero... En un lugar como éste, me expondría a volcar algo, pisarle los pies a alguien o hacer alguna barbaridad; así que evito el peligro y dejo a Meg que se luzca. ¿No baila usted?
—Algunas veces. He estado en el extranjero muchos años y no llevo aquí el tiempo suficiente para saber cómo se hacen las cosas.
—¡En el extranjero! —exclamó Jo—; ¡hábleme de eso! A mí me gusta mucho oír a la gente describir sus viajes.
Laurie parecía no saber por dónde empezar, pero pronto las preguntas ansiosas de Jo lo orientaron; y le dijo cómo había estado en una escuela en Vevey, donde los chicos no llevaban nunca sombreros y tenían una flota de botes sobre el lago, y para divertirse durante las vacaciones hacían viajes a pie por Suiza en compañía de sus maestros.
—¡Cuánto me gustaría haber estado allá! —exclamó Jo—. ¿Ha ido usted a París?
—Estuvimos allí el invierno pasado.
—¿Sabe usted hablar francés?
—No nos permitían hablar otro idioma en Vevey.
—Diga algo en francés. Puedo leerlo, pero no sé pronunciarlo. —¿Quel nom a cette jeune demoiselle en les pantoulles jolis? —dijo Laurie, bondadosamente.
—¡Qué bien lo pronuncia usted! Veamos. Ha dicho: “¿Quién es la señorita de los zapatos bonitos?”, ¿es así?
—Oui, mademoiselle.
—Es mi hermana Meg y usted lo sabía. ¿No le parece hermosa? —Sí, me recuerda a las chicas alemanas, tan fresca y tranquila; baila como una señorita.
Jo se sonrojó al oír tal elogio de su hermana, y lo guardó en la memoria para repetírselo a Meg. Ambos miraban, criticaban y charlaban, hasta que se encontraron tan a gusto como dos viejos amigos.
Pronto perdió Laurie su timidez, porque la manera varonil de Jo le divertía mucho y le quitaba todo azoramiento, y ella recobró de nuevo su alegría, porque había olvidado el traje y nadie le arqueaba las cejas. Le gustaba el muchacho Laurence más que nunca, y lo observó un poco para poder describirlo a sus hermanas; no teniendo hermanos y pocos primos, los chicos eran para ella criaturas casi desconocidas.
Pelo negro y rizado, piel morena, ojos grandes y negros, nariz larga, dientes bonitos, las manos y los pies pequeños, tan alto como yo; muy cortés para ser chico y muy burlón. ¿Qué edad tendrá? Jo tenía la pregunta en la punta de la lengua; pero se contuvo a tiempo y, con tacto inusual, trató de descubrirlo de una manera indirecta.
—Supongo que pronto irá usted a la Universidad. Ya lo veo sumergido en sus libros; quiero decir, estudiando mucho —y Jo se sonrojó por el terrible “sumergido” que se le escapó.
Laurie se sonrió y respondió, encogiéndose de hombros:
—Tardaré todavía dos o tres años; no iré antes de cumplir diecisiete.
—¿Pero no tiene usted más que quince años? —preguntó Jo, mirando al chico alto, a quien ella había dado diecisiete.
—Dieciséis el mes que viene.
—¡Cuánto me gustaría ir a la Universidad! Parece que a usted no le gusta.
—La detesto; nada más que trabajar o divertirse; y no me gusta la manera que tienen de hacerlo en este país.
—¿Qué le gusta a usted?
—Vivir en Italia, divertirme a mi modo.
Jo ansiaba preguntarle cuál era su modo; pero Laurie había fruncido las cejas de tal modo, que Jo cambió de asunto, diciendo:
—¡Qué polca tan magnífica! ¿Por qué no va a bailarla?
—Si viene usted conmigo —respondió él, haciendo una reverencia a la francesa.
—No puedo, porque le he dicho a Meg que no bailaría, porque...
—y aquí se detuvo, no sabiendo si decir la verdad o reírse.
—¿Por qué? —preguntó Laurie, interesado vivamente—. ¿No lo dirá usted? —¡Jamás!
—¿Jamás?
—Bueno, tengo la mala costumbre de ponerme de pie delante del fuego y así quemo mis vestidos, como me sucedió con éste; aunque está bien remendado, se ve un poco, y Meg me aconsejó que no me moviera para que nadie lo vea. Usted puede reírse si quiere; es muy gracioso...
Pero Laurie no se rió; miró al suelo por un minuto y con una expresión que extrañó a Jo, dijo dulcemente:
—No haga caso de eso; yo le diré cómo nos las arreglaremos; allá hay un pasillo grande, donde podemos bailar muy bien sin que nadie nos vea. ¡Hágame el favor de venir!
Jo le dio las gracias y se fue alegremente, deseando mucho tener dos guantes buenos cuando vio los que se ponía su compañero, color perla. El pasillo estaba vacío y bailaron una polca magnífica, porque Laurie bailaba bien y le enseñó el paso alemán, que encantó a Jo, por su balanceo y movimiento. Cuando cesó la música se sentaron sobre las escaleras para respirar, Laurie estaba describiendo una fiesta de estudiantes en Heidelberg cuando apareció Meg en busca de su hermana. Hizo una seña, y Jo la siguió de mala gana a una salita, donde se sentó sobre un sofá, agarrándose el pie y algo pálida.
—Me he torcido el tobillo. Este estúpido tacón alto se torció y me produjo una torcedura horrible. Me duele tanto, que apenas puedo estar de pie y no sé cómo voy a volver a casa —dijo, estremeciéndose de dolor.
—Ya sabía yo que te lastimarías los pies con esos dichosos zapatos. Lo siento mucho, pero no sé qué puedes hacer, quizá tomar un carruaje o quedarte aquí toda la noche —respondió Jo dulcemente, frotando el pobre tobillo al mismo tiempo.
—No puedo tomar un carruaje; costaría mucho; además, sería difícil encontrarlo,