Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods

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Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods


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pareció oír a la esposa de su potencial cliente hablando con él en voz baja.

      –Vale, haz lo que puedas –dijo él al fin–. Tricia acaba de recordarme que, a pesar de que yo no lo hago, de vez en cuando hay que darle prioridad a la familia por encima de los negocios.

      Emily sonrió al admitir:

      –Esa es una lección que a mí también me cuesta poner en práctica, dale las gracias de mi parte.

      –¿Me llamarás?

      –Por supuesto. Hay cosas que ya puedo poner en marcha desde aquí, no perderemos mucho tiempo.

      Cuando cortó la llamada, se permitió unos segundos para disfrutar del triunfo que suponía haber conseguido el trabajo, pero suspiró al preguntarse si su abuela y sus hermanas iban a alegrarse por aquel logro. Seguro que se sentían decepcionas al ver que había prometido marcharse tan pronto, cuando lo más probable era que el restaurante aún no estuviera listo del todo.

      Mientras contemplaba a sus niñas con el corazón henchido de amor, Cora Jane sintió que sus ojos se inundaban de lágrimas. Antes de que pudiera secárselas, Gabi se dio cuenta de lo que le pasaba y le preguntó en voz baja:

      –¿Estás bien, abuela?

      –Sí. Es que me siento muy feliz al volver a teneros a las tres bajo este techo, aunque haya un montón de goteras y todo esté hecho un desastre.

      –No hay nada que no pueda arreglarse con un poco de trabajo duro. Yo me encargo de llamar para que arreglen el tejado.

      –No hace falta, Boone ya se ha encargado de eso y vendrán mañana a primera hora para poner uno nuevo. En teoría, no tardarán más de un par de días en tenerlo listo, así que todo irá bien si no cae otra tormenta en ese plazo de tiempo.

      –¿Estáis hablando de Boone? –preguntó Emily, que había entrado justo a tiempo de oír a Cora Jane.

      –Se ha encargado de que vengan a arreglar el tejado –le contestó Gabi.

      –Yo puedo hacer un par de llamadas, me dedico a negociar con contratistas –protestó ella, molesta.

      –¿A cuántos contratistas de la zona conoces que puedan encargarse del tejado mañana mismo? –le preguntó Boone, al entrar en la cocina junto a B.J.–. Pero haz lo que quieras, no voy a ofenderme si quieres intentarlo.

      Emily se sonrojó.

      –Solo digo que quiero que mi abuela pueda elegir a quien le ofrezca un presupuesto razonable.

      –Vaya, no sé cómo no he pensado yo en eso –le contestó él, con un deje de sarcasmo en la voz.

      Cora Jane miró al uno y a la otra con exasperación. Siempre igual. Si Boone decía que el cielo era azul, Emily aseguraba que tenía un tono gris plomizo. Nunca había conocido a dos personas que disfrutaran tanto llevándose la contraria, quizás se debía a que eran muy parecidos y esperaban mucho tanto de sí mismos como de los demás.

      –Dejadlo ya –les ordenó–. Tommy Cahill vendrá mañana y me parece bien lo que va a cobrarme, así que se acabó la discusión. Para mí es una suerte que Boone haya conseguido que acepte empezar ya con un encargo tan pequeño con todo el trabajo que hay ahora en la zona. Ha dicho que sí para hacerle un favor a él, seguro que cualquier otro me habría hecho esperar semanas.

      Emily se reclinó en la silla y contestó enfurruñada:

      –Como quieras, abuela.

      –Gracias –le contestó Cora Jane con sequedad–. Bueno, ahora propongo que nos pongamos manos a la obra y empecemos a adecentar este lugar. Me gustaría abrir mañana para servir desayunos, si consigo que los proveedores me traigan esta tarde el pedido.

      –Eso es una locura, el local está hecho un desastre –protestó Emily–. Va a llevarme días hacer traer mobiliario nuevo, repintarlo todo y tener lista la nueva decoración. Durante el viaje desde Colorado he esbozado unas cuantas ideas.

      Cora Jane sabía que la intención de su nieta era ayudar y que era una experta en el tema, pero no quería cruzar la puerta en un par de semanas y que el restaurante familiar que había abierto su difunto marido hubiera quedado irreconocible. A ella le gustaba cómo estaba decorado; quitando el estropicio y la humedad que había en ese momento, claro, y nunca les habían faltado clientes. El local siempre estaba lleno de gente de la zona y de turistas. Caleb había sabido ver lo que funcionaría en una comunidad costera como aquella, y ella se había limitado a seguir el camino que él había marcado.

      –Esta noche repasaremos tus ideas, Emily. Es verdad que hay que dar una nueva mano de pintura, pero ten en cuenta que, además de la gente de la zona que va a volver, también van a venir un montón de obreros, y todos ellos van a tener que ir a comer a algún sitio. De momento nos las apañaremos con lo que tenemos, puede que más adelante podamos plantearnos hacer un par de cambios.

      Dio la impresión de que Emily quería protestar, pero al final se levantó sin más y salió al porche lateral del restaurante.

      Cora Jane se volvió hacia Boone.

      –Ve a hablar con ella.

      Tal y como cabía esperar, él se mostró alarmado ante semejante petición.

      –¿Yo?, ¿por qué yo?

      –Querido, lo sabes tan bien como yo. Tenéis que hablar, hacedlo ya y aclarad las cosas. Puede que discutir contigo la ayude a olvidarse por un rato de lo que la tiene tan enfurruñada.

      –¿Crees que vamos a aclarar las cosas con una breve charla en el porche? –le preguntó él con escepticismo–. Suponiendo que no nos caigamos por culpa de las tablas rotas del suelo, claro.

      –No, no creo que vayáis a aclararlo todo sin más, pero vais a tener que empezar a hacerlo antes o después. ¿Para qué perder más tiempo? B.J. puede ayudar a lavar estos platos, así que no te preocupes por él. No va a estorbar ni a meterse en líos.

      Cuando Boone la miró con resignación y salió de la cocina, ella se volvió y vio que sus otras dos nietas estaban mirándola sonrientes.

      –Bien hecho –le dijo Samantha–. ¿Tienes planeada alguna otra misión para las próximas semanas de la que debamos estar enteradas?

      Cora Jane se rio con suavidad al oírla hablar con tanto descaro. Samantha tenía treinta y cinco años, pero para ella siempre sería una niñita.

      –Supongo que vais a tener que esperar para ver lo que pasa –se limitó a contestar–. Y, por si las dudas, dejad que os aclare una cosa: Aunque creo que mantengo una relación bastante buena con Nuestro Señor, ni siquiera yo puedo provocar un huracán. Eso ha sido por voluntad divina –y ella empezaba a tener la sensación de que, en el fondo, dicho huracán iba a terminar por ser una bendición.

      Emily estaba llorando. Boone lo supo en cuanto la vio con los hombros encorvados y oyó los suaves sollozos que ella se esforzó por disimular al oír que la puerta que daba al porche se abría y se cerraba.

      –Vete –murmuró, enfurruñada.

      –Lo siento, me han ordenado que viniera.

      Ella se volvió de golpe al oír su voz.

      –¡Boone!

      –¿Quién pensabas que era?

      –Samantha, Gabi, puede que mi abuela.

      Él se echó a reír y admitió:

      –Sí, yo también las habría enviado a ellas antes que a mí.

      Ella lo miró sorprendida, pero al cabo de unos segundos dijo con resignación:

      –Era de esperar que la abuela te enviara a ti.

      Boone se apoyó junto a ella en la baranda y miró hacia el océano, que se extendía ante sus ojos al otro lado de la carretera. Costaba creer que, escasos días antes, aquel mismo océano hubiera estado azotando la carretera con


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