Nadie vendrá a vernos. Ricardo García Muñoz

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Nadie vendrá a vernos - Ricardo García Muñoz


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      Índice

       Nadie vendrá a vernos

       Nadie vendrá a vernos

       Confesionario

       Anselmo Guaida

       Cien pesos

       Flor del miedo

       Noche de ruta

       Las cien de la noche

       El menda y yo

       Milagros

       No amanece jamás

       Trabajos

       Señor Sánchez. Escritor

       Insomnio de la sombra

       Acerca del autor

       Página legal

      Para Merit, Sara y Natalia

      mi primavera invencible.

      En las profundidades del invierno finalmente aprendí

      que en mi interior habitaba un verano invencible.

      A. Lamus

      Nadie vendrá a vernos

      Valerio llegó a la universidad cuando sonaban las campanas de la Basílica. Al punto de las seis de la tarde. Caminó por el pasillo y cruzó el pórtico del edificio. Un nudo en la boca del estómago lo hizo pasar saliva. Sopló por las vidrieras un viento de las tierras del sur que despeinó a tres mujeres balbuceantes.

      Valerio saludó al grupo con el pulgar levantado y avanzó hasta al hemiciclo. Lo miraron pasar como un muerto viviente. Quedó en el recinto un silencio apretado. Valerio tomó el plumón y lo agitó en el aire. Sus ojos quedaron fijos ante la pizarra. Dejó de escuchar murmullos y rechinidos de bancas. El escozor de las miradas encima de su cuello lo mantuvieron cautivo por un momento. Giró su cuerpo 180 grados y presenció un auditorio atento y extrañado. Inhaló el oxígeno que colmaba el espacio hasta que no se llenaron sus pulmones. Tiñó la primera frase de su discurso con poder. Dejó de escucharse afectado por el golpe moral que le acababan de dar en la oficina de becas. Sabía que entregar la erudición en ese muladar era el fiel reflejo de su medianía. Quizá porque ahora tomaba decisiones vesiculares en vez de usar la retórica de siempre. El timonel de su vida le agarraba las bolas a su antojo. Era sólo un autómata de sololoy que con impulsos escalofriantes quería llegar a casa.

      El arado, la espada y el libro eran los temas de su sesión. Explicaba con una voz la conformación de la sociedad por esa tríada, aunque sus neuronas iban diluyéndose entre el hemisferio izquierdo, para recordar a un Valerio calzando en chanclas lo que Valerio profesor echaba afuera de su casa. Todo era tan amable. Estábamos tan bien. Nos estás jodiendo.

      En San Pancho reinábamos con el libro. A nuestro antojo. Todo pagado. Todo listo. Sin mover un músculo, sólo las neuronas briagas. El cheque puntual cada mes. El arado no falla. Sin problema. Escribías. Leías. Apostado en la casa de campo de la tía Armenia.

      Ahorita estaríamos en chanclas y con una medida de güisqui. En cambio, estoy atrapado en un campo de arroz mojado. En un instituto que no me ayuda. No hay tiempo libre. En una casa de paredes azules y apestando a formol. A vieja seca. Con una vieja moribunda en jaque. Pero todo iba a ser rápido. Tres semanas y dos horas conectada al respirador y de cuajo sacó la intravenosa y abrió los ojos. La conclusión era irremediable según los cálculos. Dos meses de vida. No más. Son ocho meses limpiando la baba de Armenia que tiene todo muerto menos el cerebro. Recorte presupuestal de mis parrandas porque en la casa todo está pagado. Y con el colmo de asistir cada tres horas a la vieja tía Armenia con su dosis de medicina. Trapear el piso. Cambiar pañales. Estrujar la piel enmohecida de una anciana tacaña.

      La alarma tintineante del reloj sonó a los 45 minutos. “Hagamos una pausa”. El grupo salió por café. Valerio Miró el esquema de la lección sobre la pizarra. Se sacudió las manos como si tuviera cal y comenzó a borrar las palabras y los dibujos. Dejaba su alma debajo de la franela; huérfano otra vez de sus ideas sueltas, los grandes proyectos. Borró las esquinas. Se diluían en una mezcla altanera de orgullo y melancolía. Las 40 ideas de clase quedaban sepultadas bajo el fieltro borrador.

      Decía que no dejaría para el siguiente maestro la basura mental. Intentó apuntar sus ideas fantasmagóricas de los discursos de clase en su libreta. Al final todo era confuso, sólo líneas muertas, embrollos y apuntes iniciales. Un caos que no le permitía dar el paso siguiente.

      Se había borrado a sí mismo. Al final del semestre, si bien le iba, le otorgarían el diploma al mejor maestro con una palmadita en la espalda.

      La alarma del reloj de pulsera sonó a los cinco minutos. Tomó el termo y se dirigió a la cafetería. En el rubor de la media tarde, le tomó del brazo Jacobo. “¿Oíste que entregarán las becas para profesores?” Valerio se detuvo como si un péndulo cayera al suelo. Jacobo enfurruñó el rostro.

      Recordó a la mujer escondida en su miserable escritorio. “En este periodo no hay recursos –dijo la secretaria–. ¿Lo puedo ayudar en algo más?”

      –No sabía –dijo Valerio–. Increíble

      Miró el reloj y sacudió el brazo. Jacobo vapuleado por la respuesta quedó atrás y siguió su camino.

      Sirvió el café y las gotas ardientes le quemaron el metatarso. “Maldita vieja. Si fuera protegido otro gallo me cantaba. Pero para andar tejiendo ilusiones aquí, nomás no. ¿Qué hago aquí? A ver Valerio, respóndeme. A ver. Todo por no meterle la gruesa a Clementina. Total, mínimo de asistente. Fácil; una invitación a la Dama de las Caléndulas. Una botella de ron antillano. Una


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