Nadie vendrá a vernos. Ricardo García Muñoz

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Nadie vendrá a vernos - Ricardo García Muñoz


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escalones. Escuchó una voz salitrosa retumbar en el papel tapiz. Se detuvo para escuchar la conversación. De lejos, vio, para su sorpresa, una Armenia renovada, erguida en un sillón. De frente, Ignacio Reyna, el abogado de la familia.

      Armenia chapoteaba palabras con dificultad. “Ya llegó Valerio. Mira la hora. Así sufro, Nacho, con mi sobrino. Cree que no me fijo. No me hace caso. Es un bueno para nada. Profesorcillo, tú dirás. Si no fuera por el cariño que le tuve a su madre, desde cuando lo hubiera echado. Ya mínimo este me hace compañía”.

      Valerio tosió. “¿Ya llegaste mijito?” Entró en la alcoba cuando Armenia se rascaba la pantorrilla. Pensó que el abogado le había inyectado vida. “Mira. Es un milagro. Ya me pude sentar”. El abogado saludó con propiedad. Valerio corrió al baño. Vomitó. La víscera le reclamaba a horcajadas salvajes. “Pero eres un pendejo. Un pobre pendejo. Valerio. Mira nomás.”

      El abogado levantó el maletín del suelo. Alzó la mano y brindó una reverencia. Salió entre la penumbra amarillenta de la casa con el adiós alargado de Armenia vibrando hasta la salida. Valerio dejó una sonrisa como una cicatriz de navaja dentada en la escena. Llegó hasta donde estaba la tía y la besó. La mujer, aunque vital, tenía el lado derecho del cuerpo inmóvil. La alzó en vilo y la acomodó de costado en la cama. Retiró el pañal. Aseó los genitales, la piel estriada. Entalcó el cuerpo y la cubrió con sábanas frescas. “Ya estoy vieja Valerio”. Él actuaba con los pasos exactos de un montaje de teatro. Disimulaba la puñalada verbal. Armenia le enfrió la pasión por regresar a San Pancho.

      Valerio receloso, perdió un sueño entre sus impulsos vesiculares. “Si no fuera por ti, estaría muerta”. Murmuraba la vieja en el limbo de los somníferos recién tragados. Preparó la inyección de bonadoxina y vitaminas. Armenia se desplomó en un sueño profundo.

      Cerró la puerta. Con movimientos mecánicos llegó a su escritorio; una vieja mesa de comedor. Allí estaban los rastrojos de tres noches de estudio para obtener la beca. Libros apilados, papeles fruncidos, bebidas energizantes, lapiceros rotos.

      Se preparó para ganar. La meritocracia haría su parte. Si no le habían reconocido su esfuerzo natural, como amigos, era el momento de pelearlo en competencia oficial, como enemigo.

      No sólo era la soberbia intelectual en juego. Influía la paga. El espacio de trabajo. Cambiar esa mesa por un verdadero escritorio. Planeó la decoración barroca de su oficina. En el tianguis compró una imitación del Guernica en tamaño jumbo. No había perdido sólo la competencia, sólo sus sueños.

      Miró la carta de recomendación del legajo del proyecto. Jacobo apareció en su vida como un zopilote derribando una madeja de hilo. Lo conoció al regresar de San Pancho. En la fila de recursos humanos del instituto. Jacobo estaba harto de leer el periódico en las bibliotecas, de abrir con angustia los estados de cuenta y recibir pinches mil pesos al mes de Carolina, su esposa.

      El hombre se esmeró por acabar una maestría que lo catapultara a un gran trabajo. Hermanados por el mismo padecimiento: el desempleo. Los dos salieron juntos de la oficina. Jacobo ni siquiera venía de una universidad de categoría, la Cosmopolitan HG, era una universidad prángana. Al finalizar el plan de estudios, con tan solo pagar un seminario fugaz obtenían la titulación.

      Jacobo le invitó unos tragos. Mostró su personalidad desvergonzada. Le gustaba leer personas. Valerio le contó dos puntos de quiebre vitales. Su debilidad por la vida sibarita y el descenso a los infiernos con la tía Armenia. Luego de dos semanas, se encontraron en el mismo lugar para recibir su contrato de maestros. “Algo es algo”, pensó en voz alta Valerio con un arrebato de fracaso. Jacobo le palmeó la espalda. “Espérame tantito”. Jacobo regresó a la oficina de recursos humanos y con un acto de magia consiguió dos asignaturas más para Valerio.

      Al saber que Jacobo buscaba un colega sincero, no un advenedizo ocasional, le tomó cariño. Atraído por su rusticidad, su cara de monaguillo y sus pocas lecturas, era el colega perfecto. Jacobo quedaba lejos de una amenaza profesional.

      Dejó sus pensamientos en la mesa y envuelto en un torbellino de luces de neón y semáforos desembarcó en la calle. Se dirigió a La Dama de las Caléndulas decidido a exponerle la situación con tintes dramáticos a Clementina. La convencerían sus méritos contantes y sonantes, por eso era el candidato del centro de su escritorio. Que debía estar en la mesa. Que era la mesa. No por nada había trasegado los conocimientos más finos a cerebros petulantes de niños destetados.

      “Y si no acepta los argumentos, renuncio a las clases y me quedo al cuidado de la tía Armenia hasta que se pudra”. El gorila que cuidaba la entrada levantó el cintillo de la puerta y lo dejó pasar. Sintió poco oxígeno. Las luces fueron en picada. Veía poco claro. Revisó todas las mesas hasta que dio con un cuarto privado. Clementina regenteaba la noche. Lo vio llegar y sacudió el pelo amarillo hasta que descendió sobre los hombros. Un olor acidulado del perfume hacía cortocircuitos con la piel dengosa de la mujer. Se mordió los labios para esconder el gesto de repugnancia. “Al grano y sin chistar”, pensó después del beso de bienvenida. Al centro de la mesa estaba una botella de Bacardí blanco. Unos platos con cacahuates medio llenos y otro de carnes frías.

      Un mesero se acercó a servirle un trago. Dos hielos. Chisguete de diez segundos de ron. Un chorro de Coca-Cola. Unas gotas de agua mineral. Agitador de contorno de tornillo. Batida de tres giros. Espuma. Y se lo dejó a un costado. Valerio sacudió la cabeza y dio un sorbo largo y sediento.

      “Estoy muerta de hambre porque el director no me deja ni respirar. Tantas cosas por hacer. Bendito sea Dios. Es un hombre tan bueno. Pero, mira, ni siquiera he ido a la casa. Ya mi marido ni me ve y eso que apenas tengo dos días en el puesto. Uf. Ando así, a las carreras mijito”. “Si quieres pide de comer, yo estoy bien con el trago.” “Ya me había adelantado, es que tuve varias reuniones antes que esta. Pensé que no ibas a venir. Pero que bueno que estás aquí. Eso dice mucho. Qué bueno”. Clementina alzó la voz. “Qué bonito”, le dijo a Jacobo cuando entró al privado. “Siéntate”.

      Clementina abrió la blusa un botón más y asomó los senos. Jacobo abrazó a Valerio. “Los dos juntos. Hermoso”. Jacobo se sentó y el mismo acto de magia del mesero se desarrolló como una pesadilla. Clementina sacudió la melena y se largó al baño. Jacobo le dio una palmada en la mano. “Ya ves, te dije que todo se arreglaba”.

      Valerio tembló.

      “Todo se arregla. Ya verás, Valerio”. Frotó las manos y cogió la cuba. Dio un trago regular. Dio dos lengüetadas y dejó el vaso. “Ahora si compañero. A darle. Es ahora o nunca. Está suave ¿no?; eso de las carpetas sobre el escritorio. Ay güey, hasta me da escalofríos esta gordita”. Valerio dio otro trago. Quería que el alcohol lo hiciera reventar de inmediato. La inconsciencia, la demencia, el olvido. Todo junto para no pensar en el futuro ni pensar en compartir la cama con Jacobo y Clementina. Siempre sobra uno o se queda de mirón. Pues ni una caricia antes del arranque. Ni una nalga de fuera antes de firmar el contrato. Ni un pelo púbico de fuera sin aclarar lo de la oficina. Y grande. Ni un sándwich antes de cotizar en el instituto. Ni un beso de prueba. Dio otro trago largo hasta el tintineo de los hielos. El mesero apareció y su vaso estaba lleno.

      Volvió Clementina ondulando la cadera amplia y maciza. No estaba tan mal. Miró el vaso de Bacardí. El olor no estaba tan apestoso. Ya el escote asomaba la tela roja del sostén. El carmín que barnizaba los labios de Clementina los mostraba carnosos, apetecibles. “No estaba tan mal”. Dio otro trago.

      Jacobo hacía chistes. El rostro del hombre iba y venía rápido. Valerio se sintió lúcido y arrojado. Comenzó a brindar. Los tres brindaban. Clementina se acercaba y le hablaba al oído. Jacobo reía en la orilla. La mano de Jacobo paseaba por la pierna de Clementina. Valerio la besó. Ondularon frecuencias de su conciencia como perros rabiosos. “¿Qué estás haciendo?, ¿no quedamos que nada hasta que todo estuviera firmado? Te estás vendiendo muy barato”. Valerio tragó saliva y acalló la voz. “Quédate mirando en la rendija de la consciencia, pendejo”.

      Jacobo se levantó de la mesa y acto seguido, Clementina. Calle de Potrero número veintisiete. Dijo alguien entre el zumbido de la música.


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