Nadie vendrá a vernos. Ricardo García Muñoz

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Nadie vendrá a vernos - Ricardo García Muñoz


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una gráfica que apuntaba en los cuadernos de clase. Calculaba estadísticas y pronosticaba la siguiente melodía.

      Con ese diseño adivinaba la tendencia de los programadores. Las repeticiones de alguna pieza, las estrofas remendadas del himno nacional. No había radioescucha que compitiera en su labor. Podía considerarse un continuista autodidacto. En una resaca de otoño, exigió un pago por sus servicios profesionales.

      Anselmo Guaida habitaba detrás del aparato transmisor en los sótanos de los edificios de la imagen. “Cuando salía a comprar el pan”, dijo la tamalera de las siete de la mañana, “ya lo veía enchufado” a sus audífonos.

      Fue navidad cuando la locura lo comenzó a cubrir con un manto de tul. Esa mañana con siete grados C al termómetro. Saltó a la vigilia desde un infierno. Tendido con la resaca solitaria, el horror lo azotó con látigos de sordina.

      Advirtió sus latidos impertinentes y comprobó que, de su radio, sólo salía un sonido seco y monótono. Electricidad acaso. Imaginó que, entre los manoteos indecentes de su borrachera, había movido el dial.

      Podemos suponer que removió la manivela del radio. Sintonizó la bazofia de las estaciones comerciales bananeras de refrescos. Miró el reloj. Daban las siete de la mañana. Pensó que el Chango López no había llegado a tiempo a su turno de cabina. Buscó la botella de güisqui. Sirvió en el vaso y echó el primer trago que resanó las grietas de su faringe como una crema chantillí. El perro fue a echarse a sus pies. Movía la manivela. Buscaba exactamente el número 1040 del dial. Se afanaba sintonizando la estación de radio para no perderse el himno nacional. Los spots de identificación, la programación monocorde de la música orquestal que suponía villancicos, Chopin, la música popular orquestal. Toleraba alguna cosa contemporánea, de jazz, para rebajar los hielos de la malta.

      Podríamos suponer que se levantó contracturado por los estertores de la cruda. Miró una barba crecida de tres días en el espejo del baño. Los dientes macilentos. Recordó la última navidad con su mujer polaca. Miró un árbol navideño en el frío de Varsovia, cuando recordó a su vieja echada con chándal en una cama polvorienta.

      Acaso aguzó su audición deseando hallar, una muestra de la existencia de la estación. Pudo confundirse con una pesadilla de la que no podía salir. Pero es más confiable pensar que sin la música, confundió el cuándo y el dónde.

      La mucama encontró una pila de postales fotográficas apiladas a un costado del sillón. “La señora Romelia trabajaba en el circo Atayde. Y le mandaba sus cariños de vez en cuando. Y el señor se los contestaba con dinerito. Yo iba al Oxxo a depositarle”. Este paisaje muestra un sedante melancólico para la nochebuena.

      Cinco años borracho para que en una fecha así se quedara seco.

      Se echó agua helada en la nuca. Se sabe, porque no tenía cilindros de gas llenos en la casa. Nada. Miró el reloj. Las ocho de la mañana. La radio enmudecida.

      Se ajustó el cinturón. Le habló a su perro y salió para comprobar que el mundo seguía girando.

      Frente a los estudios de la estación de radio comprendió lo que sienten los desengañados: terror a la verdad. En años no se había perdido una emisión navideña por la estulticia de un empleado. Este dato consta en las bitácoras radiofónicas del museo de la radiodifusión. Allí el apunte cita que cada año solicitaba al operador de cabina Sarabande Opus 14 núm. 2, de Ignacy Jan Paderewski. Sin variar la hora del día de Navidad. Estaba allí, puntual, brindando al piano estereofónico de sus deseos.

      Pensaría que iba a hallarse al público indignado. Pero estaba solo, apenas unos rehiletes de viento helado recorrían la calle.

      Jacinto Benavente, colega matemático, sostuvo en una borrachera que “era el único en su especie. El último escucha de una radio avejentada. El sobreviviente de una generación radiofónica y culta que veía como caía un telón de hierro. Insoportable”.

      Los teporochos del escuadrón de la muerte suponían que trepó las escaleras de emergencia del edifico. Pero tienen sus dudas. El Cacarizo jura que lo vio “como mujer barbuda, en el Atayde. Allá en Querétaro”. El Chorizo siempre se opone: “se lo llevó patas de cabra, por briago y cornudo”.

      Aún no es seguro que él halla sobornado al guardia. Benito, el elemento de seguridad estaba dormido en una de las oficinas del primer piso.

      No se encontró el cuerpo. Sólo chorros de orines de perro esparcidos por la cabina de audio. Otros empleados de la estación aseguran que bebió una botella de güisqui encima de la consola de transmisión. Por los desmanes hizo todo lo posible por enchufar los aparatos. Lanzar al viento las ondas hertzianas. Pero fue inútil porque cedió ante la tentación de la radio. Desaparecer de inmediato. ¿O morir?

      Nadie levantó cargos. Nadie inculpó a Anselmo Guaida del asalto a pesar de tener la única prueba. Una postal del Barnican de Cracovia, con un te extraño tachado. Se dice que ronda un aliento alcohólico por la estación cuando suena Sarabande Opus 14 núm. 2, de Ignacy Jan Paderewski.

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