Nadie vendrá a vernos. Ricardo García Muñoz

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Nadie vendrá a vernos - Ricardo García Muñoz


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en la antesala del Edén.

      El autobús frenó en el paradero de Termales y subió una mujer entrada en carnes, gorda y avejentada. Tras de ella desfilaban en escalera cinco niños sucios y llorones que se acomodaron en el pasillo. Perdí de vista a la muchacha entre el vaivén de cuerpos. Los niños manoteaban, se empujaban unos a otros para agarrarse de los manubrios. La lonja de la gorda iba y venía con el ritmo del autobús. Me levanté del asiento para cederle mi lugar. Un trueno estalló, provenía del embrague del motor y con el coleteo ella perdió el equilibrio. Abrió los brazos y chocó en mi pecho. Traté de sostenerme, pero fue inútil, el peso me venció y empujé al niño pequeño que fue a darse en la cabeza con el tubo.

      Los gritos de los pasajeros, los llantos y la sangre del niño salpicando en el pasillo amplificaron el drama. Un anciano me acusaba de provocar el accidente. Otro joven grababa con el teléfono la escena, la madre del niño jalonaba las solapas de mi saco. Cuando el autobús logró detenerse estaba rodeado por una turba.

      Alcancé a verla. Apenas interesada en el escándalo y llevándose una mano al cabello, hizo una mueca apenada.

      La gorda me acusaba de haber golpeado a su hijo. El chofer me bajó a empujones del camión. Obedecí entre una oleada de pasajeros que callaban a mi paso. En la calle, hice el último intento de mirarla. La muchacha tocó el vidrio con sus dedos y negó con la cabeza. Sonrió por última vez. ¿Cómo puede hacer uno para regresar al momento justo en que las cosas se quiebran para volverlas a pegar? Es como detener el correr de la gota de vino desbordándose por la copa; esa sensación de vacío, de indefensión. Sensación que, imagino, fue la que sintió Satán al ser expulsado del paraíso.

      Arrastré un cuerpo extasiado y pervertido con los sueños llenos de estrellas. Entré por el descampado ya caída la oscuridad. En el internado solamente se observaban las luces de la rectoría. Me esperaba Héctor para rendirme los pormenores de la jornada. El reporte de los maestros y la minuta para la reunión del Consejo Académico.

      Recuerdo haber corregido algún gazapo entre los textos. No lograba recobrar el sentido. La conmoción partía mi cerebro por mitad. Me parecía todo de maravilla. Incluso Héctor gesticulaba ante mi poca insistencia en los errores. Sólo deseaba terminar para ir a dormir.

      Mi secreta mujer, una desconocida, no dejaba que me sumiera en el sueño.

      Pasé esa noche con fiebre y la suave orografía de su cuerpo inundó con caricias, lengüetazos y mordidas un sueño húmedo. Desperté incómodo. Abatido por la ausencia, desmoronado por entrar a la vigilia.

       Comencé la búsqueda desde el punto cero de nuestro encuentro. La parada de la calle Justo Sierra. Barrí la zona, los barrios adyacentes; diseñé hipérbolas posibles para encontrarla.

       Visité las academias, los cafés. Miré por los espejos de los salones de belleza. Mi encarnizada búsqueda se enfocaba en los lugares donde la presencia femenina ponía su acento.

      A punto de la derrota, en la entrada de la biblioteca pública vi por primera vez su culo en movimiento. Aquel trasero, en falda de satén, fue un afrodisiaco que rebasó mis fuerzas. La seguí como otros adolescentes que la miraban con calentura desmedida. Jovencitos que sofocaban el deseo de sentarla en cuclillas sobre sus caras. Vejetes que se consolaban con la brisa quieta de sus nalgas.

      Apresuré el paso. “Señorita X: Comprendo que usted se sienta acosada con tanto infeliz arrobado por su belleza, pero le prometo que conmigo estará segura. La tomaré en mis brazos y mi verga se tornará bella y buena para usted; le besaré los senos como si se tratara de una zorra: dócil, lubricada, rabiosa. Déjeme hacerle el amor o me muero”.

      Sin embargo, ahogué mis palabras en la glotis. La abordé como un turista. Mi terror procedía, pues, de no hallar una sola palabra para romper el hielo. Pregunté alguna dirección y a pesar de que tardó en reconocerme, cuando estuvimos cerca, sonrió. “Eres el tipo del camión. ¿Estás bien? Te salvaste de una paliza”.

      Sus ojos borbotearon erotismo, como pequeños diablos que no tuvieran otros sitios donde recibirme. Adela era un nombre muy fuerte. Lo leí en el identificador de bibliotecaria abrochado a la blusa. Así me resollaba entre la boca cada vez que la nombraba.

      Un espanto acudió en mi ayuda. Llegó una castaña abominable, con el pelo rizado y unos lentes redondos. Abrazó a Adela y escupió un gargajo. Reculé dos pasos.

      Adela levantó la mano y giró el cuerpo para largarse. La noche apareció de pronto. Miré ese gran culo en retirada que podría tragar mi vida. La facilidad de encontrarla y volver a perderla me disgustaba a la vez que me espoleaba a una nueva cacería.

      Es ese barniz de lo improbable, de lo prohibido, lo que muchas veces nos impulsa a tocar lo impalpable. No reduje a lamento esa súbita pérdida. Regresé al único cielo que me había cubierto hasta entonces: el álgebra, la astronomía y la historia. Bendije mi trabajo y me perdí en la boca del callejón que lleva directo al Instituto.

      Al día siguiente de haber atisbado el culo de Adela, fui a la biblioteca. Ella estaba sumida en una ficha técnica; buscaba un libro en los estantes de geografía.

      Cuando por fin nuestras miradas se enlazaron, ella diseñó una sonrisa desconcertante. Cualquier flama tiene menos violencia. Tal vez deseaba echarme de su vida o dejarme a su lado. Estaba perdido, habría llorado de rabia si era un rechazo. Vagabundeé como perro callejero. Sostenía un deseo: verla de nuevo a toda costa.

      Esperé hasta la hora de salida. La seguí de cerca. Supe enseguida que aquella mujer sería mucho más que una simple aventura. Caminamos por las avenidas, por los parques, tejiendo conversaciones imaginarias. Debajo de un álamo, en las sobras de la tarde, le tomé la mano y ella giró en redondo.

      Era como un hereje que a fuerza de negar a Dios se le acerca. Por instantes dudé. Alzó la cara y apretó los labios. Extrañado la sujeté ahora con ambas manos. No me quedaba nada, ni siquiera la experiencia de mi edad para resolver esos rechazos. La fuerza de mi abrazo ocasionó un choque de nuestros dientes. Una carambola de las narices. De acuerdo con las reglas del decoro, todo empieza con un beso y acaba en la cama. Pasó mucho rato antes de que pudiera absorberla en un beso.

      No pude medir el tiempo y en la primera oportunidad que tuve abrí los párpados. La oscuridad caída en el parque animaba la llama del paso siguiente. Los pocos ruidos del parque eran ásperos gemidos, como el rodar de hojas en invierno.

      Adela tenía un aspecto enloquecido. El impulso de la libertad sólo podía ser marginal y novelesco.

      Ya le he dicho que, para mí, Adela era hermosa. Las expresiones de odio y deseo que resplandecían en su rostro, la situaban en el plano de los seres asexuados.

      Ángeles o serafines. Seres lejanos y profundos que las prácticas simples del sexo no podían licuarse de momento.

      La sincronía con la que había llevado mi vida, la palidez y el orden fueron desmoronándose. Adela llegaba con un sol adentro para iluminar ese hondo abismo de mi vida ordinaria. En unas cuantas horas aprendí que la vida no es un cuaderno de notas, sino una permanente intriga.

      Adela asintió deslizando su mano hasta la protuberancia de la ingle. Veneré la abundancia de sus caricias, de sus bien dotados senos que se desbordaron al desprender el sostén. Así los minutos se prorrogaban. Ninguno deseaba llegar a la cópula. Nos detuvimos como en una sola maraña que daba vueltas al borde de ese diminuto precipicio entre la banca y el suelo. Entonces sus formas se hinchaban. Los labios, con el fragor de los besos eran gajos de mandarina. El pelo erizado, los aromas a sexo nos lanzaban hasta los rincones donde nos dominábamos.

      Detuve la acción. Un filo de cordura se asomó momentáneamente por mi cabeza. Ella era una desconocida. Enfermedades. Pecado. Castigos. La adrenalina tuvo que ceder ante la conciencia, el miedo, la excitación. Tuve que pedirle que nos marcháramos a su casa. Lloró de emoción, lo recuerdo claro. Era un pequeño departamento con macetas en el ventanal. Admiré el desorden. Ropa tirada, la cama revuelta, papeles arrugados y los platos sucios.

      Hay algo que quiero manifestarle. Adela me proporcionaba una parte sucia que yo no conocía.


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