Nadie vendrá a vernos. Ricardo García Muñoz

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Nadie vendrá a vernos - Ricardo García Muñoz


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la calle llegaron todos los mensajes a su teléfono. Miró el centelleo de la pantalla. “Ignacio, el abogado”. Miró la hora, era temprano.

      Armenia grave. Todo lo que pudo entender. ¿O muerta? El lenguaje alargado y chocante de los abogados lo trastornaba. Releyó el mensaje. Cinco minutos de rollo y no concluía. Frases moribundas. Eternizadas.

      Potrero veintisiete era una casa colonial con una madeja de huele de noche en la fachada. Pasó el portón de herrería y un perro enano se lanzó a sus pies. De una patada se deshizo del can y siguió la vereda de piedra del jardín. Pasó a la sala. Clementina zapateaba con los brazos en cruz. Jacobo se sacaba el cinturón. “En la mesa siete, nos baila Clemenzorra”. Movía las nalgas a tambor ardiente. Como pistones, subía una cuando la otra descendía. Autónomas, libres. Las nalgas rebotaban en la nube de humo. Jacobo colocó sus manos alrededor de su boca y amplificó la voz. “Ahora el acto de magia de Clemenzorra”. La mujer detuvo en seco el cuerpo. Se inclinó dejando al aire el par de nalgas y zafó el pantalón de látex. Sobresalió la piel blancuzca cruzada con una tanga roja. Dejó ver su caverna de fuego y erguida colgó una mano al aire y con la otra sujetó la cintura. El contoneo se fue articulando con un ritmo pegajoso y con pequeños pasitos. Clementina quedó frente a su público.

      Valerio sin advertirlo tenía un vaso en la mano. Se sentó al borde del sillón para disfrutar el espectáculo. Observó durante un rato la danza de los pezones de Clemenzorra. Sin apartar la vista de un sostén rebasado por los senos, imaginando los diversos efectos hormonales. El plan era atacar la teta derecha y cuando estaba a punto de lanzarse sobre el objetivo, sonó el teléfono.

      Miró el parpadeo de la pantalla. Ignacio, el abogado. Pegó el teléfono al oído. Un ruido botó como si se rompiera en dos una caña y los lamentos del abogado entraron en tirabuzón por su cabeza. Hizo más caso a los gritos de Jacobo que lo invitaba al convite de tetas y nalgas.

      Valerio colgó el teléfono y siguió la línea hipnótica de la tanga de Clemenzorra. Eufórico la atajó. “Cógeme, como el animal que te niegas a ser”. Clementina arqueó la espalda y echó las nalgas a la cadera de Valerio. “Frota tu garrote entre los pliegues de mis nalgas, destrúyelas. Te daré el regalo que tanto quieres”. Jacobo bailaba con una pareja invisible en el centro de la sala. Valerio liberándose de la camisa no despreciaba el regalo abundante de su futura jefa. La luz desapareció de la sala y un manto se desplazó entre las vaguedades de la carne. Jacobo, derrotado, no encontró acomodo y salió de la casa briago y sin trabajo. Se despidió como el novio despechado, como dos amigos que se odian, como un matrimonio que se desea: “Clemenzorra la puta, chinga tu madre”.

      Valerio despertó tiempo después tendido sobre un sillón de sala. En medio de una irresistible somnolencia, un hombre pequeño, de bigote, lo ayudó a levantarse. Era Cómodo, el marido de Clementina. “Dice mi señora que mañana te presentes al mediodía en su oficina”. Caminaron juntos y Valerio no podía ocultar su felicidad y a la vez el asombro de la buena voluntad de Cómodo.

      El aire de la calle le pegó en los sesos. Miró el reloj y siete llamadas perdidas de Ignacio. Recordó la voz de Ignacio, dando un mensaje lubricado con la claridad de la madrugada; “Ha muerto tu tía Armenia. Te espero”. Habían pasado dos horas desde que habló con Ignacio.

      Todavía embriagado, le pegó una repentina cruda moral.

      Tomó la motocicleta y arrancó pensando en Armenia. El campo insolente de la carretera panorámica de la ciudad abría una llaga en los ojos, una llaga purulenta. “Pobre tía Armenia. Si antes me aguantó mis pendejadas. Ni modo, tendré que renunciar a Clemenzorra”. Dicho el nombre comenzó a reír. “Le daré un entierro digno. Sepultura como se merece. Y me voy a San Pancho. Con Jacobo me disculpo y le dejo mi plaza. Que sienta que soy un amigo fiel”.

      Las botas levantaron el cambio de velocidad, un clic que sacudió la pantorrilla. El tacómetro marcó 120 y el motor rugió torvo y enfermo, como escupiendo un gargajo nicotínico, con tos y veneno. Todos los moscos campiranos se toparon contra el visor del casco.

      Valerio perdió el control del manubrio y la máquina se fue patinando, sobre el tapiz de aceite que cubría el asfalto. El cuerpo dejaba girones de piel sobre el chapopote fresco. Vueltas, luces, verde, campo. Destellos de lo que sería el último collage de imágenes en el mundo. Cayeron cristales sobre el casco. El pasto crecido le arropó las heridas para arrullarlo en un sueño silente.

      En la ambulancia Valerio despertó con un tráfago de oxígeno que le refrescó los pulmones. Su mirada obstruida por la mascarilla ofreció visiones apocalípticas. El miedo comenzó a invadirlo. Ese día sólo desayunó una rebanada de pan, un café con leche y un yogurt de fresa. El café era la gasolina de todas horas. El último café lo bebió con la lengua escaldada, como quien bebe un vaso con agua. Su último café, con el que había lubricado sus ideas previas a la clase fue horrendo, le supo a garbanzo y azúcar. El último café le supo a mierda, como casi todos los eventos de su vida en los últimos instantes. Deglutía la vida como una vaca. Estaba, a la sazón, animalizado. El último culo donde se recargó fue el de Clementina. Las últimas palabras que escuchó de su amigo Jacobo fueron “chinga tu madre”. La última noticia electrizante había sido ni mas ni menos que de la muerte de Armenia. La última carta que había leído ese día era un recordatorio de sus deudas. “Le invitamos a ponerse al corriente”. Los últimos parabienes vinieron de un ciego de la calle de Alonso. Su mano saltó con intervalos incontenibles. Recibía descargas de energía sobre su mano izquierda igual que quien pone la piel en una cama de alfileres. Miró una sombra que se le acercaba, pensó que era la última cosa que iría a ver y sentir. Un paramédico le decía cosas amables pero inconexas. El médico le plantó un par de brazos que le propinaron una descarga eléctrica que lo hizo saltar como un muñeco de Sololoy. Hasta el anochecer de San Pancho, en el sillón reclinable de la silla de ruedas.

      Confesionario

      Inventé la libertad al anochecer de la Epifanía. Viajaba en el circuito camionero Justo Sierra y parque de Armas, escoltado por el desfile anual del Día de Reyes. La jauría de niños, los regalos, las bocinas, el estruendo, la dejaron frente a mí, en el asiento de minusválidos del autobús. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados.

      La falda corta, cadena en el tobillo y los senos descubiertos a la mitad de las dunas de carne, alertaron mi sangre. Sus manos se entretenían desenredando el cable de unos audífonos.

      En medio de la holgada vestimenta, exhibía los mejores atributos en el pliegue de sus piernas. En el hueco donde se encima la rodilla contra el muslo. Y oculta un triángulo hipnótico. Consciente de la insinuación burlona, miré para grabar en mi mente lo que era la mejor de todas las imágenes. Una tempestad dormida en la comba de sus senos.

      Filmé los retazos de su rostro entre la escasa luz que le bañaba el pelo lacio hasta los hombros. Sofocado, tomé el pescante y reculé en mi gesto entre divertido y asombrado. Ignoro qué admiraba más en ese rostro: la nariz pequeña o la elipse que formaban sus labios rosados.

      Fijé mi vista a mis manos entrelazadas. Temía mirarla de frente, temía enfrentarme a su mirada, sentirme descubierto. Temía incomodarla y que, con un gesto inadvertido, me despojara de ese instante de belleza. Pero me venció el deseo. Alcé la cabeza y sus ojos violeta me penetraban. Una sonrisa desafiante me dejó inerme contra una fuerza avasalladora.

      No se fíe. En el lugar menos pensado ocurre el flechazo. La fuerza que se revelaba del Eros estaba sentada a la derecha de un chofer que escupía por la ventana.

      Valiente, contesté con otra sonrisa. Frunció el ceño, respiró hondo y largo, para ver luego hacia otra parte. Bramaba entre mis piernas el pene erguido como centinela.

      Giró la cintura para mirar la calle, perfiló sus senos contra los reflejos de luz de una tarde moribunda.

      Aquella indiferencia despertó un interés ya descomunal por seguir en el duelo de pupilas.

      Me


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