Las otras verdades. Laura G. Miranda

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Las otras verdades - Laura G. Miranda


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como seres especiales, al tiempo que imaginaban futuros prometedores y, en muchos casos, las más egoístas posiblemente, los veían cumpliendo los propios sueños frustrados como si eso fuera una rara bendición. Sin embargo, no era su caso. Ella sabía con la certeza que le daban sus convicciones que su única hija tenía un propósito bien definido en la vida. Una suerte de misión que, desde muy temprana edad, se manifestaba en sus acciones y sus palabras. A veces, solo en la espontaneidad y la feliz expresión que regalaba su rostro.

      Makena, con sus siete hermosos años, y una historia personal que conocía de boca de su madre desde que fue capaz de comenzar a comprender, era un ser que siempre entregaba, sin saberlo, lo que el otro necesitaba. Una magia inexplorada la guiaba.

      María Paz veía en ella la definición de una historia de amor que había encontrado su mejor destino y le había dado la oportunidad de cumplir su deseo de ser madre.

      La niña bailaba en su clase de hip hop entre otras compañeras. Y se destacaba. Era inevitable sentir la atracción de su ritmo como una invitación a mirarla. Su cabello afro, sujeto con un colorido pañuelo de seda, y sus movimientos naturalmente coordinados que dibujaban figuras en el aire eran poesía. Parecía que la destreza graciosa de su cuerpo latía la melodía esperando que la canción bailara para completar la imagen y no al revés. De pronto, dirigió sus ojos almendrados color miel hacia al lugar desde el que su mamá la miraba. Intercambiaron sonrisas. Makena era un sol.

      Llegaron a su casa. María Paz ayudó a la niña con las tareas, y mientras Makena practicaba con su guitarra, llamó Beatriz.

      –¡Hola, hija! ¿Cómo están?

      –Bien, mamá. Makena toca la guitarra y canta, y yo termino de editar una entrevista –María Paz era periodista y trabajaba desde hacía varios años en un importante periódico nacional. Amaba su profesión.

      –Dime, ¿qué es lo que te preocupa?

      –¿Por qué lo dices?

      –Conozco tu voz. Y sé, aunque no te vea, que algo sucede.

      –La verdad es que no me pasa nada, pero sí.

      –Explícate mejor.

      –No ha ocurrido nada, pero siento algo que me oprime el pecho. Ya sabes, cómo cuando un presagio me alerta.

      Beatriz, que sabía perfectamente la manera en que funcionaba ese don, sintió que un escalofrío la recorría entera.

      –Pero ¿qué tipo de sensación es, hija?

      –Es la que me angustia. La de un vacío que lo ocupa todo –respondió con honestidad. No le mentía a nadie, tampoco a su madre, ni siquiera para no preocuparla–. Maki y tú están bien. En mi trabajo no hay problemas. Eso es lo que peor me hace, saber que algo se anuncia y no tener idea de a quién afectará.

      –Voy a llamar a tu hermana –dijo Beatriz pensando que quizá su otra hija fuera el motivo.

      –Anoche hablé con ella, sabes cómo es Emilia, nada la toma por sorpresa. Tiene su vida planificada desde que nació. Es dueña de un hotel divino –dijo refiriéndose al Mushotoku–, y su matrimonio es perfecto.

      –¡No exageres! Justo eso me preocupa.

      –¿Qué?

      –Que la vida me ha enseñado que nada es lo que parece. Además, la perfección no existe.

      –Eso es verdad –omitió decir que lo había aprendido a la fuerza.

      –Volviendo a tu angustia, sabemos que no es posible controlar estos presentimientos, solo debes estar tranquila y enfocarte en pensamientos positivos. Abraza a Makena, ella es un refugio.

      –Lo sé, mamá. Tú me preguntaste por eso te lo conté. Eso haré; mi hija logra que no piense en nada que no sea bonito.

      –Por favor, avísame cualquier novedad –hizo una pausa. Por un momento pensó si no se trataría de María Paz. Alejó las ideas tremendistas de su mente–. ¿Quieres que vaya? –agregó.

      –No. No es necesario.

      Se despidieron con el cariño de siempre.

      María Paz tenía ese sexto sentido que la adelantaba en el tiempo desde muy joven. A sus treinta y seis años conocía de memoria todas las sensaciones que llegaban repentinamente y que eran la antesala de sucesos memorables y grandiosos, pero también de los otros, los preocupantes, o aquellos sin aparente solución, o simplemente dolorosos. Había aprendido a manejar su ansiedad y cuando algo así la invadía buscaba paz interior y le pedía a todos los dioses lo mejor para los involucrados. Luego, y desde que tenía a su hija, la abrazaba y pasaba tiempo con ella, hasta que el anuncio interior parecía fluir entre el amor que las unía.

      –¡Mami! Quiero hacerlo hoy.

      –¿Qué cosa, hija?

      –Las estrellas, ¿recuerdas? –preguntó.

      María Paz sabía de lo que hablaba. Días atrás había recibido un envío de Sudáfrica, proveniente del padre de la niña y de su familia, con varios obsequios. Entre ellos, veintitrés estrellas de diferentes tamaños y una luna llena. Tenían adhesivos para pegar sobre la pared y eran fluorescentes. De día, el tono era de color verde limón, pero en la oscuridad creaban la ilusión de un cielo nocturno perfecto.

      –¿Quieres colocarlas ahora?

      –Sí. ¿Me ayudas? Obi me dijo que por las noches, cuando las mire, será como si los dos estuviéramos bajo el mismo cielo, porque él colocará de la misma manera otras iguales en su habitación –la pequeña lo llamaba Obi o papá indistintamente porque decía que le gustaba su nombre.

      María Paz sabía que Obi había dicho exactamente aquello en lo que creía. Era indiscutible que su manera de concebir la distancia y el tiempo era propia.

      –¿Y cómo será eso? –preguntó de todas formas.

      –Cuando hayamos terminado, le mostraré por videollamada y él copiará los lugares.

      –Ha sido un gesto muy lindo –todo lo que Makena sabía de su padre era bueno y se relacionaba con el amor que sentía por ella. María Paz se encargaba a diario de que ese vínculo, por complicado que fuera, creciera en favor de una infancia feliz para su hija–. ¡Hagámoslo! ¿De qué forma quieres colocarlas?

      –Una cada una, mamá. Y la luna llena allá –respondió mientras señalaba el ángulo de la pared de su habitación que mejor veía desde su cama. Debajo de él había una repisa repleta de muñecos de peluche de variados colores. Sobre su cama estaba Pepe, un guacamayo rojo, verde, amarillo, azul y naranja, que era su objeto de apego desde que tenía dos años.

      Makena había heredado de su padre el optimismo, que era un factor común entre su gente, la aceptación de su realidad con una sonrisa y sin pesar alguno. Ella siempre estaba bien, nunca se quejaba, era creativa y muy divertida. Llevaba su alegría como una señal y se adaptaba a todas las situaciones. Su ascendencia sudafricana era incuestionable. Había algo implícito, y explícito cuando se necesitaba, de lucha en la comunidad afrodescendiente. Y eso se advertía a temprana edad, en sus pequeñas batallas diarias, en el hogar o en la escuela.

      María Paz sabía que en ese país no era fácil sentirse sola, ni siquiera estar sola en el sentido literal de la palabra porque solían ser muchos de familia y reunirse. Sin embargo, Buenos Aires era algo muy diferente, y el amor vivido en Johannesburgo se había perdido entre el tiempo, la distancia y las intenciones fallidas. La mujer que la habitaba conocía, personalmente, a la soledad porteña. Su concepción del tiempo era otra, los años pasaban y podían medirse afuera de ella. El tiempo siempre ganaba.

      Cuando todas las estrellas estuvieron colocadas, ambas salieron de la habitación. María Paz apagó la luz y cerró la puerta desde afuera para proteger la sorpresa. En ese momento un


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