Las otras verdades. Laura G. Miranda

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Las otras verdades - Laura G. Miranda


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las ideas empujaban unas a otras, decidida a hablar con Matías durante el desayuno. Eran las seis de la mañana, tenía una hora hasta que él despertara. Envuelta en su bata no pudo evitar el impulso de ir a su escritorio y retomar la escritura de su columna. Hasta eso había cambiado en su vida, tenía un refugio en su propia casa, su lugar, su ambiente, allí ella “era”. Con esa idea, Matías había decorado el lugar como a ella le gustaba. Entro otros detalles, había un pequeño altar a la Virgen de Guadalupe y un cuadro con la imagen del cómic de la Mujer Maravilla que Isabella amaba. Recordó ese momento, y la felicidad de estar enamorada le pareció ajena, casi nostálgica.

      –Bella, no te pierdas –se dijo en voz baja, usando su propio sobrenombre para acerarse más a sí misma.

       Atrapada

       Así me siento y sé que no soy la única. Estoy encerrada en una ecuación vital cuya incógnita no existe. Conozco los términos. Sé la respuesta. La siento en mí. No necesito un motivo, aunque lo tengo. Alcanza con decir que soy la dueña de mi vida y que tengo el poder sobre mi presente y mi destino. Entonces, aparece con su ingobernable sinsentido “el amor”, me atraviesa y me lastima. Define mi estado de ánimo y lloro porque después de haber superado momentos terribles, la diferencia irreconciliable parece ser lo único que hoy nos une. Escribo esta columna para todas las mujeres que, como yo, no saben qué hacer con tanto amor que se enfrenta lapidario a un conflicto, a posturas rivales, a una decisión o debo decir ¿a dos? En ese caso, ¿esto era todo? ¿Así finaliza una historia de amor, todavía amándose sin límites, solo por un imposible acuerdo? ¿Quién determina lo que debe ser? ¿Acaso ambos tenemos razón? Quiero una tregua. Irme de mí para no necesitar estar con él. Soy la última mamushka, pero la vida secuestró y amarró con una cuerda a la primera. A la grande, a la que protege a las demás. Y una a una, todas ellas, hasta llegar a la que soy, sienten la presión y el encierro, no se puede salir. Un nudo marino lo impide. Y yo estoy aparentemente entera en el aislamiento, pero más rota que nunca en la realidad que supone no ser libre. No puedo juntar mis pedazos porque no tengo la posibilidad de estrellarme contra la nada. ¿Es esta la prisión de los miedos? ¿Son estas las rejas cotidianas de los que sufren…?

      Releyó. Le agradó lo que transmitía. Continuó escribiendo palabras que salían de su alma con fluidez.

      Vivo uno de esos momentos en los que siento que debo conservar la calma, pero al mirarme al espejo soy testigo de que algo en mí se ha desbordado al límite impensado de pelearme conmigo, porque no es justo lo que me sucede. Tú, ¿qué ves cuando te miras? ¿Te has batido a duelo con un problema sin solución? Yo lo veo en mí, el conflicto me define. Nuestros ojos se enfrentan. Ninguno de los dos quiere ganar porque ambos sabemos que somos, un poco, el otro, y que habría frustración en cualquier triunfo. Sin embargo, así encerrados buscando una solución imposible, todo da igual. ¿Cuáles son las consecuencias de una certeza definitiva? ¿Y cuáles las de elegir no ceder? Cierro los ojos un instante para volver a encontrarme en mi imagen reflejada. No quiero perderme. Hoy no tengo respuestas solo preguntas.

       Tú, ¿de qué eres capaz por amor?

       Isabella López Rivera

      Luego de poner su firma leyó la columna completa. Le gustó. Reflejaba su momento. Al salir de su escritorio escuchó a Matías preparando el desayuno. Fue a la cocina.

      –Ciao, amore mio –la saludó en italiano como a ella le gustaba.

      –¡Buen día! ¿Te dije últimamente cuánto te amo? –lo amaba, lo deseaba, lo veía hermoso, era adicta a él. El conflicto no cambiaba eso; lejos de esa opción, parecía potenciar sus sentimientos.

      –No. Ven aquí –respondió y la besó con dulzura–. ¿Me lo vas a decir de una vez?

      –¿Qué cosa?

      –No lo sé. Tú dime. No duermes bien. Escribes de mañana. Te conozco. Supongo que quieres hablar de lo que dices que nos separa y que yo sé que nos unirá.

      Esas palabras alcanzaron para que Isabella se fastidiara.

      –No… No quiero hablar de eso, pero es verdad que debo contarte algo. Lucía me ha recomendado para un empleo de editora general en una revista en Nueva York. Sería un reemplazo de tres meses con posibilidades de un año. Ella lo ve como una gran oportunidad de progreso y no perdería mi empleo en Nosotras –disparó sus palabras como un misil de distancia.

      Matías se quedó pensando. ¿Ese plan lo incluía?

      –Bueno, me alegra muchísimo por ti –dijo sin ironía–, pero ¿qué ocurrirá conmigo? Con nuestra pareja, en realidad –omitió plantear desde cuándo lo sabía, caía en abstracto en medio de tanta tensión.

      –Te amo, lo sabes, pero necesito espacio y tiempo. Tal vez una separación de tres meses sea lo mejor.

      –¿Qué dices? No quiero distancia entre nosotros, si deseas ir, te apoyo, pero eso nada tiene que ver con ganar espacio. ¿Es por lo que hablamos?

      –Te amo –repitió– como nunca he amado antes, pero no quiero tener hijos. No imagino mi vida como madre –Isabella fue clara y rotunda. El problema estaba allí entre ambos una vez más.

      –No lo imaginas porque aún quedan culpas en ti por el accidente –Matías se refería a un hecho del pasado en el que ella había atropellado con el auto a una mujer embarazada que había fallecido en el accidente. Isabella recordó el trágico episodio en el que su ex había tomado su lugar, asumiendo por ella la responsabilidad de los hechos, y la cadena de sucesos que habían ocurrido después, incluso su matrimonio. No quería que la vida la enredara nunca más.

      –¡No! No es por eso. Me he liberado de esa culpa y lo sabes. Me ayudaste a hacerlo. Simplemente no quiero. Me parece bien que haya mujeres que sientan ese instinto maternal, pero no vive en mí, no lo tengo.

      –No puedo entenderlo. Querías todo conmigo…

      –Mi concepto de todo es mi vida contigo, pero no incluye ser madre, ¿es tan difícil de entender?

      Lo que había comenzado como una mañana en pareja se había convertido en una escena más que repetía idénticas ideas con diferentes palabras.

      –¿Por qué?

      –Porque no lo siento. Cuando imagino mi vida dentro de algunos años, solo estamos tú y yo, viajando, siendo felices y progresando. Nadie más –era dura en su discurso, pero decía la verdad.

      –¿Tienes miedo de que nuestros hijos no te permitan progresar? –preguntó intentando adivinar una razón que surgiera de sus propias palabras.

      –¡No! Primero, no hay “nuestros hijos”, y en segundo lugar, debes saber que no pienso que los hijos sean un ancla. Los niños no detienen el progreso de ninguna mujer que sepa lo que quiere y se anime a ir por ello. Mi madre es un claro ejemplo de eso, y como ella muchas más. Mi motivo es que no lo deseo para mí, ¿puedes entenderlo?

      –O sea, no porque no. Es hasta caprichoso –dijo Matías levantando un poco el tono de su voz, aunque sin gritar.

      –Y sí porque sí ¿qué es?

      –Es lo normal. Una familia.

      –¿Quién dice qué es normal? ¿Una pareja no es una familia si no tiene hijos? –preguntó Isabella acentuando la idea con su tono.

      Matías la miraba como si no la reconociera. En algún punto no lo hacía. Tenían todo para ser felices. ¿En qué momento había cambiado la sintonía de ese amor?

      –Una pareja es una familia incompleta. Eso creo, si no pudiéramos tener hijos sería otra cuestión, pero que te niegues sin ningún motivo no tiene sentido para mí. Cuando estabas casada tuviste un atraso, ¿recuerdas? Me lo contaste porque era tu amigo, hablaste entonces de que no era el momento para un embarazo y estuve de acuerdo, ni el momento ni el hombre para ti, pero nunca me dijiste que negabas esa posibilidad.


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