Las otras verdades. Laura G. Miranda

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Las otras verdades - Laura G. Miranda


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      –Mirarás el cielo, este o el otro, al menos una vez cada día.

      –¿Por qué?

      –Porque no es bueno concentrar nuestra atención solo en asuntos urbanos. Además, en el cielo hay respuestas lógicas y también intuición. Y tú, que llevas todo eso en ti, debes potenciarlo.

      –No entiendo lo que dices.

      –Tú eres especial y debes dedicar tiempo a sentir todo lo que eres –María Paz se dio cuenta de que, aunque su hija fuera inteligente, debía explicarle la idea de manera más simple–. Debes ser curiosa, viajar con tu imaginación, conocer, pensar en cosas que llamen tu atención. Maneja el tiempo y sácalo de tu camino cuando te moleste.

      –Mami, cuando me aburro en la escuela ¡hago eso!

      –¿Qué, exactamente?

      –Dejo el tiempo afuera, me olvido de lo que falta para poder irme y espero.

      –¿Qué esperas?

      –Lo que sea que quiera.

      –Bueno, de eso se trata. Recuerda esto: cada vez que mires este cielo o cualquier otro del mundo vas a descubrir algo nuevo. Cada estrella tendrá un secreto guardado para ti.

      –¡En el otro cielo hay miles! –dijo como si fuera imposible que tantos secretos por descubrir esperaran por ella.

      –¡Así es! Eso significa que nunca estarás sola. ¿Sabes por qué?

      –No.

      –Porque cada vez que descubras un secreto guardado en una estrella para ti, un ser mágico llegará a tu vida –dijo a media verdad–. Yo descubrí el mejor secreto y luego llegaste tú –confesó recordando aquella noche en África en la que el cielo le había dado una respuesta–. Tú me haces bien, mi amor. Cierra los ojos –pidió. Un instante después, Makena y su madre estaban paradas en el centro de la habitación–. ¡Ábrelos!

      La niña escuchaba los ecos de las palabras de su madre mientras su corazón latía contento al compás de ese cielo perfecto que se desplegaba ante sus ojos. Miró fijamente una estrella como si esperara que una palabra cayera de allí. Permaneció en silencio concentrada por un espacio breve de tiempo. Luego, le hizo un guiño y sonrió.

      –Tal vez mañana llegará a casa el perrito que te pedí porque esa estrella, la más pequeña –señaló–, acaba de decirme que así será; era su secreto guardado para mí –dijo, entusiasmada. Se mezclaban su inocencia y sus deseos.

      Su madre le acarició el rostro, satisfecha. La niña había comprendido.

      Entonces, el tiempo se detuvo en ese instante mágico que las envolvió de luz y sorpresa mientras recorrían con su mirada ese universo creado a la medida de los sueños de una niña que honraba su nombre. Makena, cuyo origen provenía de la tribu Kikuyu, de Kenia, significaba “feliz”.

      CAPÍTULO 3

      Rota

      Estoy bien… bien hundida, bien decepcionada, bien vacía, bien harta, bien rota, bien fracasada, bien inestable, bien cansada; definitivamente estoy bien.

      Frase atribuida a Frida Kahlo,

      México, 1907-1954

      BUENOS AIRES

      Emilia Grimaldi sentía el peso de ese gris atardecer sobre su espalda. Todo dolía incluso la lluvia que golpeaba su rostro. Gotas tan duras como su realidad se mezclaban con sus lágrimas. Siempre había vivido al servicio de la seguridad que dan los planes. No le gustaban las sorpresas y había tratado de que el futuro no disparara cuestiones imprevisibles sobre su vida… Sin embargo, eso ya no sería posible, el destino había cambiado los ejes de sus certezas y, entonces, sus planes habían fracasado intempestivamente.

      Ya nada ocurriría como ella esperaba y debía aceptarlo. La felicidad ya no tenía rostro. El almanaque no tenía fecha y su corazón estaba roto en trozos que rodaban por el camino incierto de su futuro. Los planes y el tiempo eran una falsa premisa, solo un par de muletas que necesitan los seres que pretenden vivir en la tranquilidad de una vida segura, trazada milimétricamente por convicciones y hechos que carecen de garantía a perpetuidad.

      Y esa sensación de que no debería estar donde estaba, de que algo se había desordenado en su alma sin hallar su exacto lugar. Ese frío en su corazón, esa lágrima apretada contra su voluntad, y las dudas… siempre las mismas, azotando su capacidad de resistir. Esa noche Emilia debía estar donde ya no podía ir… La vida había empujado sus planes desde un abismo. Todo lo que había sostenido en su mente desde que recordaba había caído al vacío. No sabía cómo dar el siguiente paso. No podía llamarlo, no tenía esa opción. No podía decirle. No habría celebración ni besos ni paraíso que los encontrara en una felicidad que había imaginado de mil modos diferentes.

      Unos minutos, quizá menos, habían sido la fracción de tiempo en que había actuado el destino para demostrarle que era capaz de mutilar su vida.

      No era posible revertir las consecuencias de esos fatídicos minutos. No podía cambiar lo sucedido, la vida se había vuelto difícil, inundada de ausencia, de interrogantes que tristemente no concluían en unos minutos, ni en horas, ni en días, quizá tampoco en meses. Pensó que no tenía tanto tiempo. Había aprendido a fuerza del golpe recibido que nadie era dueño de la vida que creía y, por eso, había que honrar la posibilidad de vivirla mientras era dada. Aunque ella ya no quería su vida ¿Para qué?

      Lloraba lágrimas que, como un desgarro, le quitaban trozos de su corazón roto mientras los recuerdos en su memoria eran la peor implosión de injusticia. Lloraba y le ardían los ojos, no menos que la herida abierta de su alma porque él se había ido. El hombre al servicio de quien había puesto, con incondicional amor, los mejores años de su vida, ya no estaba. Aunque aún permanecían sus cosas en la casa, aunque no había habido despedidas, aunque nadie había pronunciado la palabra “adiós”.

      Él se había ido. No regresaría esa noche ni cenaría en su mesa para luego dormir en su cama. No se enteraría lo que tenía para contarle. No era parte de su vida, ni de sus sueños, ni de sus proyectos. La había sacado abruptamente de su mundo. La había abandonado.

      Emilia, con sus treinta y ocho años, se había quedado vacía en el mismo momento en el que el telón había caído de sus ojos y había visto la verdad. Le dolía vivir, le dolía pensar, le dolía ser… Estaba tan sola en su dolor…

      Todo era nada o la nada era todo. ¿Cómo podría ser más fuerte que sus miedos? ¿Sería capaz de vencer a ese tsunami que la arrastraba hacia el lugar donde todo termina mal? Solo le había dicho cuatro palabras que todavía no cobraban sentido: “Se acabó el amor”.

      Alejandro, el amor de su vida, con quien había estado de novia más de dos años, se había casado hacía siete, y a quien aquel día iba a decirle que finalmente lo habían logrado y que estaba embarazada, estaba armando un bolso cuando llegó a la casa.

      Recordó lo sucedido antes de que ella escapara de su hogar en busca de oxígeno y otra verdad que no encontró. No había podido enfrentar la escena después de que lo había visto partir.

      –¡Hola, mi amor! ¿Otra vez tienes que viajar? –en el último tiempo la agencia de autos le imponía viajes cada vez más frecuentes–. Por favor, hoy no –había pedido–, necesito que te quedes, hay algo importante que tengo que decirte –la mirada le brillaba, inmersa en la ilusión de la noticia.

       Alejandro no levantaba la cabeza y evitaba todo contacto visual. Continuaba acomodando sus pertenencias en el interior del bolso. El celular comenzó a vibrar en la mesa de noche. Él lo tomó, miró la pantalla y lo guardó en su bolsillo sin atender.

      


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