Antijudaísmo, antisemitismo y judeofobia. Nicolás Kwiatkowski

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Antijudaísmo, antisemitismo y judeofobia - Nicolás Kwiatkowski


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que, en otros momentos, se ampararon en leyes que incluso las alimentaban. En efecto, en diferentes épocas y espacios, bajo circunstancias también diversas, resulta sencillo hallar disposiciones discriminatorias y segregacionistas, de distinto calibre, contra las minorías judías. Con frecuencia, tales medidas desembocaron en expulsiones, parciales o totales y, especialmente, dieron lugar a hechos de violencia directa, extrema y desembozada, como las matanzas e incendios, que constituían el saldo inmediato y habitual de los asaltos a juderías o barrios judíos. Una violencia que, en el siglo XX, encontró su expresión más acabada, brutal e incomparable, con la Shoah.

      El propósito principal que nos movió a preparar el presente libro ha sido el de difundir estos temas con la intención de alentar la reflexión sobre violencias y discriminaciones contra judías y judíos a lo largo de la historia. Para ello, hemos convocado a destacados investigadores e investigadoras, especialistas en la problemática, cuyos estudios, además de proporcionar perspectivas diversas, permiten contemplar un arco temporal lo suficientemente amplio. Pero, antes de adentrarnos en la presentación de los trabajos que componen esta obra colectiva, desearíamos ofrecer ciertas pinceladas que, aunque expuestas de manera sucinta, resultan esenciales para reflexionar sobre una temática tan compleja como la que aquí tratamos.

      En primer lugar, desearíamos explicar por qué antisemitismo, antijudaísmo y judeofobia. Si bien al leer o escuchar estas palabras inmediatamente sabemos que refieren a actitudes contrarias a los judíos, se trata de conceptos que reconocen distintos orígenes y que, desde nuestro punto de vista, no son intercambiables. El prefijo que denota oposición en los dos primeros esta precediendo sustantivos bien diversos. La voz “semita” tuvo su origen en el siglo XVIII, cuando August Ludwig von Schlözer lo utilizó para designar un conjunto de lenguas originarias de Oriente Próximo y Medio Oriente –incluidas allí el arameo, el hebreo y el árabe– entre las cuales el investigador establecía cierto parentesco. A mediados del siglo XIX el vocablo se trasladó a los pueblos que habitaban esas regiones, se comenzó entonces a hablar de una “raza semita” y, hacia 1879, el alemán Wilhelm Marr acuñó el término “antisemitismo”. Si bien Moritz Steinschneider había usado la palabra en cartas privadas, fue Marr quien hizo que el término se difundiera –su libro conoció 12 ediciones en tres años–. Para Marr el concepto remitía de forma ineluctable a los judíos, dejando por fuera al resto del grupo que, en aquella época, se consideraba semita (Laham Cohen, 2016). Antisemitismo nacía entonces indefectiblemente asociado a una mirada racial hacia los judíos. El otro sustantivo que acompaña el prefijo anti, en cambio, reconoce un pasado mucho más remoto: el término era ya mencionado en la Antigüedad, mientras que en los léxicos medievales figura “judaísmo”, al que se define como: “las costumbres de los judíos o su ayuntamiento”6; o bien como: “judería, ayuntamiento de judíos”7. Siguiendo estas definiciones, Antijudaísmo sería, por lo tanto, lo contrario a los judíos y a todo aquello que los caracteriza: gestos, costumbres, hábitat. Para el tercer término, judeofobia8 es el segundo vocablo de la palabra compuesta el que aporta una carga problemática: según el Diccionario de la Real Academia Española, fobia remite a una raíz psicológica o psiquiátrica, se trataría de una aversión exagerada que provoca una angustia que no se puede controlar. Pero, ¿puede el rechazo a los judíos ser considerado “angustiante” y, sobre todo, “incontrolable”? Evidentemente, no, al margen de lo que la etimología de la palabra sugiere. La cuestión es compleja, pues el uso de fobia se ha extendido mucho más allá de su definición estricta, otorgándole un sentido equiparable al del simple rechazo u odio. El peligro, en particular para el caso que estudiamos, reside entonces en dejar en el terreno de una patología un fenómeno que en realidad es, claramente, un constructo social.

      Una cuestión clave a la hora de aplicar un concepto –más allá de la precisión etimológica, desde ya relevante– para definir e identificar el odio hacia los judíos, y que tantos debates ha generado, es que tal rechazo no es atemporal e inmutable sino que surge, con mayor o menor virulencia, en distintas épocas y espacios, bajo ciertas circunstancias. Por lo tanto, se trata de manifestaciones que deben ser analizadas en su contexto. Como ha señalado Vogel (2009: 7), su contextualización social e histórica resulta absolutamente indispensable si lo que se quiere es, en verdad, comprender estos fenómenos. Entonces, si la noción de “raza” no existió siempre, como tampoco la (supuesta) identificación de “pueblos semitas”, ¿por qué utilizarlos en cualquier momento de la historia y para describir cualquier rechazo a los judíos, incluso aunque se los pretenda como conceptos más abarcadores si se los expresa bajo formas plurales como racismos o antisemitismos?9 Tales ideas nacieron a la luz de situaciones particulares y es dentro de ellas donde encuentran su asidero más real. Al extrapolar estos conceptos a otra realidad, no solo los desligamos de su carga semántica originaria, sino que –y es lo que resulta más serio, a nuestro modo de ver– diluimos en un odio perenne y ahistórico la especificidad de unas violencias concretas contra judíos y judías, únicamente explicables en su contexto particular, quitándole de esa manera la relevancia que cada uno de esos acontecimientos tuvo en su momento preciso.

      Existe entre algunos historiadores cierta coincidencia en señalar que para los estudios sobre cualquier período anterior al siglo XIX, el término más apropiado es antijudaísmo, mientras que, de allí en adelante y por las razones más arriba expuestas, cabría hablar de antisemitismo. No obstante, ello no indica que ambos términos sean entre sí antitéticos, sino que pueden pensarse como complementarios. Los justificativos para el antijudaísmo, nacido de la mano del cristianismo primitivo, eran esencialmente de naturaleza teológica. Tales fundamentos de orden religioso contribuyeron de manera paulatina a cristalizar una imagen de los judíos que los mostraba como extraños y reacios a la integración. Las nuevas formas de antisemitismo político, que surgieron en el siglo XIX, traspasaron a la naturaleza la idea de una alteridad esencial de los judíos. En otras palabras, pasó a considerarse que si los judíos eran intrínsecamente extraños y no-asimilables se debía a su naturaleza. Tales presupuestos pronto se tradujeron en la esencialidad de un judío atemporal, sobre quien recaería un antisemitismo asimismo eterno e inmutable.

      Vale aclarar que no es nuestro propósito imponer qué conceptos o términos se deben usar para cada período. Es, simplemente, nuestro punto de vista. En efecto, existen obras brillantes en las cuales se emplea antisemitismo para referir a fenómenos de la Antigüedad. Nuestra decisión –que no es solo nuestra sino la de una parte importante de la historiografía– de intentar diferenciar términos y conceptos se relaciona con dos objetivos fundamentales. El primero, volvemos sobre este tema, es dejar en claro que los actos y discursos violentos contra judíos y judías no pueden ser vistos como fenómenos idénticos encadenados a lo largo de la historia. No solo son distintas las coordenadas espacio-temporales de cada evento, sino que los propios judíos y judías han sido diferentes en cada momento y lugar. Hablar de un antisemitismo de 2.500 años implica pensar que existe algo esencial e inmutable en el judaísmo, perspectiva que no compartimos.

      El segundo objetivo de nuestro intento por romper con la idea de una continuidad inalterada se relaciona con aquello que asociamos a los peligros de lo que ha sido denominado historia lacrimosa. Ciertamente este libro compila situaciones de persecución, odio, muerte y dolor. Pero las judías y los judíos que han surcado los siglos no han sido siempre atacadas/os. Este libro centra la mirada en el conflicto, pero también hubo coexistencia, intercambio y vínculos positivos. Muchas veces el odio de las elites religiosas proviene, precisamente, de su incapacidad para evitar que judíos y cristianos compartan fiestas; que musulmanes y judíos interactúen.

      Estas interacciones positivas son, a veces, difíciles de ver. Porque nuestras fuentes recuerdan la destrucción de una sinagoga, pero suelen omitir los 200 años en los que ese edificio estuvo en pie siendo el centro de una comunidad y un hito en la propia ciudad cristiana o musulmana en la que se hallaba. Pero tampoco aspiramos a crear una historia idílica. Ciertamente tal sinagoga, si bien no destruida, pudo haber presenciado agresiones cotidianas y de baja intensidad contra judíos y judías que tampoco quedaron registradas en las fuentes.

      El conflicto y la integración son dos caras de la misma moneda. Por supuesto que judíos y judías no han sido los/las únicos/as que han sufrido en los años aquí documentados. Hemos elegido a los colectivos judíos porque somos especialistas en temas asociados a ellos. Pero, insistimos, no han


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