100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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que no —admitió Dorothy.

      —Ahí tienes al señor Bromista, uno de nuestros payasos —continuó la princesa de porcelana—. Siempre trata de pararse sobre su cabeza y se ha roto el cuerpo tantas voces que está remendado en cien lugares diferentes, y ahora ya no es nada bonito. Allí lo tienes, puedes verlo con tus propios ojos.

      En efecto, acercábase a ellos un gracioso payaso en miniatura, y al observarlo bien, Dorothy notó que, a pesar de sus bonitas ropas de vistosos colores, estaba cubierto de rajaduras que corrían en todos sentidos e indicaban que había sido remendado muchísimas veces.

      El payaso se puso las manos en los bolsillos y, luego de inflar las mejillas y saludarles con varias inclinaciones de cabeza, declamó:

      —Hermosa damita,

      ¿por qué miras así

      al pobre señor Bromista?

      ¿Acaso tragaste una vara

      que estás tan dura y erguida?

      —¡Calle usted, señor! —ordenó la princesa—. ¿No ve que son forasteros y merecen ser tratados con respeto?

      —Bueno, yo respeto, yo respeto —repuso el Payaso, y en seguida se paró sobre su cabeza.

      —No le hagas caso —pidió la princesa a Dorothy—. Se ha golpeado mucho la cabeza y eso lo tiene atontado.

      —No le haré caso —dijo Dorothy—. Pero tú eres tan hermosa que creo que podría llegar a quererte muchísimo. ¿Me permitirías llevarte a Kansas y ponerte sobre la repisa de la chimenea de mi tía Em? Podría llevarte en mi cesta.

      —Lo cual me haría muy desdichada —respondió la princesa—. Te diré, aquí en nuestro país vivimos bien y podemos hablar y movemos a voluntad. Pero cuando nos sacan de esta región se nos endurecen las coyunturas y lo único que podemos hacer es permanecer rígidos y mostramos bonitos. Claro que es lo único que se espera de nosotros cuando estamos sobre repisas, mesas y en vitrinas, pero en nuestro propio país vivimos mucho mejor.

      —¡Por nada del mundo querría hacerte desdichada! —exclamó Dorothy—. Así que me limitaré a decirte adiós.

      —Adiós —contestó la princesa.

      Los cuatro amigos marcharon con gran cuidado por el país de porcelana. Los diminutos animales y todos los pobladores se apartaron a toda prisa de su camino, temerosos de que aquellos forasteros los rompieran, y al cabo de una hora o más, los viajeros llegaron al límite de la región y se encontraron con otro muro de porcelana.

      Empero, éste no era tan elevado como el primero y, parándose sobre el lomo del León, todos pudieron llegar a lo alto de la pared. Después el felino encogió sus patas y dio un tremendo salto para salvar el obstáculo. Al hacerlo, derribó con la cola una hermosa iglesia de porcelana y la hizo pedazos.

      —Es una lástima —dijo Dorothy—, pero en realidad creo que tuvimos suerte en no haber causado otros males que la pata rota de una vaca y una iglesia hecha añicos. ¡Esta gente es tan frágil!

      —Así es, en efecto —concordó el Espantapájaros— y yo me alegro de estar hecho de paja y a prueba de golpes. En el mundo hay destinos peores que el ser un Espantapájaros.

      CAPÍTULO 21

      EL LEÓN LLEGA A SER EL REY DE LAS BESTIAS

      Luego de bajar del muro de porcelana, los viajeros se hallaron en una región desagradable, llena de pantanos y cubierta de altas hierbas malolientes. Resultaba difícil caminar sin caer en hoyos llenos de barro, pues las malezas eran tan tupidas que ocultaban el suelo. Sin embargo, como observaron las mayores precauciones, pudieron pasar sin accidentes hasta llegar a terreno sólido. Allí parecía la región más silvestre que nunca, y al cabo de una larga y cansadora caminata por entre las malezas, entraron en una selva donde los árboles eran mucho más grandes y añosos que los que habían visto hasta entonces.

      —Esta selva es encantadora —declaró el León, mirando en torno suyo con gran placer—. Jamás he visto un lugar más atractivo.

      —Parece un poco tétrico —observó el Espantapájaros.

      —Nada de eso —repuso el León—. Me gustaría pasar aquí el resto de mi vida. Fíjate en lo mullidas que son las hojas secas y en lo verde que es el musgo que se adhiere a esos viejos árboles. Ninguna bestia salvaje podría desear un hogar mejor que éste.

      —Quizás haya animales salvajes —comentó Dorothy.

      —Supongo que los hay —contestó el León—, pero no veo a ninguno.

      Marcharon por el bosque hasta que la oscuridad les impidió continuar andando. Dorothy, Toto y el León se tendieron a dormir, mientras que el Leñador y el Espantapájaros montaron guardia como de costumbre.

      Al llegar la mañana, partieron de nuevo, y antes de haber avanzado mucho empezaron a oír un sonido sordo como el gruñir de muchos animales salvajes. Toto lanzó un gemido bajo, pero los otros no se atemorizaron, y siguieron por una senda bien marcada hasta llegar a un claro en el que se hallaban reunidos centenares de animales salvajes de todas las especies imaginables. Había tigres y elefantes, osos y lobos y zorros, así como todos los otros ejemplares que solemos ver en la Historia Natural, y por un momento sintió Dorothy que la dominaba el temor. Pero el León explicó que las bestias estaban en reunión, agregando que, a juzgar por sus gruñidos, parecían verse en grandes dificultades.

      Mientras así hablaba el felino, varios de los animales se fijaron en él y en seguida se hizo el silencio entre los presentes.

      El más grande de los tigres adelantase hacia el León, le hizo una reverencia y le dijo:

      —¡Bienvenido, Rey de las Bestias! Llegas a tiempo para luchar contra nuestro enemigo y brindar tranquilidad a todos los animales de la selva.

      —¿Qué les pasa? —preguntó el León con voz tranquila.

      —Nos amenaza un feroz enemigo que hace poco ha llegado a esta selva —replicó el tigre—. Es un monstruo tremendo, semejante a una gran araña, con el cuerpo tan grande como el de un elefante y patas tan largas como el tronco de un árbol. Tiene ocho patas, y al arrastrarse por la selva apresa animales y se los lleva a la boca, comiéndoselos como se come la araña a las moscas. Corremos gran peligro mientras esa bestia feroz siga con vida, y nos hemos reunido aquí para idear la forma de salvarnos.

      El León meditó un momento.

      —¿Hay otros leones en la selva? —preguntó.

      —No; había algunos, pero el monstruo se los comió. Además, ninguno de ellos era tan grande y valeroso como tú.

      —Si termino con vuestro enemigo, ¿me reconocerán y obedecerán como al Rey de la Selva? —preguntó el León.

      —Lo haremos con mucho gusto —contestó el tigre.

      —¡Así lo haremos! —aullaron a coro todas las otras bestias.

      —¿Dónde está ahora esa gran araña? —inquirió el León.

      —Allá, entre aquellos robles —dijo el tigre, señalando con una de sus patas.

      —Cuiden a estos amigos míos y yo iré ahora mismo a luchar contra el monstruo —manifestó el León.

      Dicho esto, saludó a sus compañeros y se alejó orgullosamente a presentar batalla al enemigo.

      La gran araña estaba dormida cuando la halló el León, y era tan fea que el felino arrugó la nariz con profundo desagrado. Sus patas eran tan largas como había dicho el tigre, y su cuerpo estaba cubierto de un espeso vello áspero y negro. Poseía unas fauces tremendas, con una doble hilera de dientes agudísimos limos y extraordinariamente largos; pero su gran cabeza estaba unida al cuerpo por medio de un cuello tan delgado como la cintura de una avispa, lo cual dio al León una idea de cuál sería el mejor método de ataque. Como sabía que era más fácil atacar al monstruo


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