100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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de ambos sexos. Jóvenes que disfrutaban de las ventajas que la sabiduría, bondad y riquezas habían puesto a su alcance.

      En el cielo ―antes surcado por majestuosas águilas― volaban ahora infantiles y multicolores cometas.

      Entre los árboles, a las puertas de Plumfield, podía divisarse la finca donde Meg vivía, y muy cercana a la misma, la mansión donde el señor Laurence se había refugiado cuando el incesante progreso de la población llegó al extremo de que se instalara una fábrica de jabón junto a la residencia que entonces habitaba.

      Los cambios importantes empezaron al emigrar nuestros amigos de Plumfield, y trajeron la prosperidad para la pequeña comunidad.

      El profesor Bhaer, como presidente del colegio, y el señor March, en su calidad de capellán, vivían felices por la realización de su sueño.

      Por su parte, las hermanas se habían repartido tácitamente el cuidado de la gente joven: Meg era la incondicional amiga de todas las muchachas; Jo, la inevitable confidente y defensora de los jóvenes; Amy, la protectora de todo aquel que necesitase ayuda. Ella proporcionaba a los estudiantes necesitados lo preciso para continuar los estudios. No es de extrañar, pues, que su casa hubiese sido bautizada con el significativo nombre de «Monte Parnaso», como morada de la música, la cultura y la belleza.

      Como es natural, los doce niños con que había comenzado el colegio estaban esparcidos por el mundo. Habían tomado distintos derroteros, muy de acuerdo con sus naturales inclinaciones. Sin embargo, todos tenían siempre un cariñoso recuerdo para Plumfield, y con frecuencia aparecían por aquel lugar a recordar tiempos felices.

      Luego, saturados de recuerdos, emprendían nuevamente sus deberes con redoblado ardor, con un intenso deseo de ser útiles a sus semejantes. Porque recordar los inocentes días de la infancia mantiene la ternura del corazón.

      En breves palabras relataremos la historia de cada uno. Luego seguiremos con un nuevo capítulo de sus vidas.

      Franz vivía en Hamburgo con un pariente suyo. Contaba ya veintiséis años y prosperaba en el comercio.

      Emil era marino. Nunca otro más alegre que él surcó los mares. Su vocación marinera despertó súbitamente tras un viaje por mar, y pudo realizarla gracias a un pariente suyo, alemán, que le empleó en sus negocios marítimos. Era, pues, completamente feliz.

      Dan seguía inquieto, vagabundo. Habíase dedicado a investigaciones geológicas en América del Sur. Ensayó luego un arrendamiento de ganado en Australia. Por aquel tiempo se hallaba en California, dedicado a prospecciones mineras.

      Nath estudiaba con ahínco en el Conservatorio de Música, con el deseo de pasar un par de años en Alemania para perfeccionarse en sus estudios.

      Jack iba en camino de hacer fortuna con los negocios de su padre. Dolly seguía en el colegio, así como Jorge, a quien seguían llamando «Relleno». Por su parte, Ned estudiaba Derecho.

      Dick y Billy habían fallecido. De su pérdida se consolaron todos pensando en lo poco afortunados que habían sido en vida.

      A Teddy y a Rob se les llamaba «el león y el cordero», a causa de su opuesto carácter. Mientras el primero era bravo e impetuoso, como el rey de la selva, el segundo era tranquilo y sumiso hasta la exageración. Ted destacaba por su voz bronca y enérgica, su crespo y rebelde cabello rubio y sus largas extremidades. Jo veía en él todos los defectos, antojos y faltas que ella poseyó de niña. Por este motivo era a la vez su orgullo y preocupación cuando pensaba en el futuro de aquel muchacho de inteligencia precoz y de condiciones extraordinarias.

      Rob era su reverso. Dulce, apacible, afectuoso y de excelente carácter. Respecto a él su madre no tenía preocupación alguna. Le consideraba el mejor de los hijos.

      John «Medio-Brooke» había coronado sus estudios en forma muy brillante. Su madre, Meg, intentó en vano inclinarle hacia la carrera eclesiástica. Deseaba ilusionadamente verle convertido en clérigo y se complacía imaginando oír su primer sermón. Pero John bien pronto manifestó unas intenciones bien distintas: deseaba ser periodista. Aunque Meg no quiso forzar su voluntad, Jo se indignó. Le parecía horrible tener un periodista en la familia.

      Fiel a sus deseos, pese a las protestas de los mayores y a las bromas de los amigos, «Medio-Brooke» puso en práctica su determinación. Tío Teddy le alentaba en secreto.

      También las muchachas se habían transformado mucho.

      Daisy era como una compañera para su propia madre. Dulce, afectuosa y de excelente carácter.

      Jossie tenía catorce años recién cumplidos y a esa edad era la más original muchacha, cuyas excentricidades causaban asombro. Por encima de todo, sentía delirio por el arte escénico y, aunque su madre y hermana se divertían con ella, en el fondo las inquietaba aquella afición.

      Bess era ya una bellísima mujercita, que conservaba las delicadas maneras que le valieron el apodo de «Princesita».

      Pero el orgullo de la comunidad era Nan. A los dieciséis años inició la carrera de medicina, que terminó a los veinte. Ahora era una linda mujercita, enérgica, activa y segura de sí misma. Bien lo demostraba con hechos al terminar la carrera de médico como anticipó, muy niña aún, cuando dijo resueltamente a Daisy:

      ―Yo no quiero una familia que esté pendiente de mí. Deseo la independencia. Con un botiquín y una caja de instrumental, andaré curando gente por ahí.

      Nadie podía apartarla del camino elegido. Era tenaz.

      No faltaba quien lo había intentado. Eran muchos los jóvenes que le habían ofrecido «una bonita casita y una familia a quien cuidar». Pero Nan no atendió ningún requerimiento. Bromeaba con los enamorados, les decía que tenían cara de enfermos y les ofrecía sus servicios médicos. Tal actitud fue enfriando los ánimos de sus pretendientes, que poco a poco fueron desistiendo.

      Hubo uno que no abandonó, perseverando en una mezcla de constancia y tozudez: era Tom, que desde la infancia estaba encariñado con Nan.

      Tom llevó a tal extremo su abnegación, que incluso estudió medicina como Nan, para poder estar con ella, cuando lo que a él le gustaba era el comercio. Pero Nan no se conmovía, aunque su amistad con él era firme y sincera.

      La tarde en que Jo y Meg conversaban en la plaza de Plumfield, Nan y Tom se acercaban al pueblo por el mismo camino. Pero no iban uno al lado del otro.

      Nan andaba elásticamente, ajena a la proximidad de Tom, que un trecho más atrás se esforzaba en atraparla sin hacer ruido para hacerse el encontradizo.

      Nan era hermosa. Franca la mirada, fácil la sonrisa, firme y seguro el gesto, sano el color. De inmediato daba la impresión de entereza y seguridad que dominaba a los demás sin proponérselo ella.

      Vestía con sencillez, pero con elegancia. Cualquiera que se cruzaba con ella volvía luego la mirada para admirarla, hermosa, alegre, sana y decidida.

      Todas esas virtudes y más aún le encontraba Tom. Pero su esfuerzo en aquel momento estaba dedicado exclusivamente en alcanzarla. Cuando estuvo a unos metros de ella, la llamó. Ella se detuvo.

      ―¡Ah! ¿Pero eres tú, Tom?

      ―En efecto. Pensé que tal vez estuvieses paseando y…

      ―Lo adivinaste ―y tomando un aire profesional que desarmaba a Tom, preguntó―: ¿Qué tal va tu garganta?

      Tom quedó desconcertado. Una supuesta irritación de garganta fue la excusa inventada días atrás para estar un rato con ella.

      ―¿Mi garganta?… ¡Ah, sí, claro! Pues… ya está bien. Lo que me recetaste obró maravillas. Eres un médico genial.

      ―Sí, ¿eh? Pues tú, como médico, eres una calamidad. Debieras saber fingir mejor y que para curar tu supuesta irritación te receté agua con azúcar.

      Nan se puso a reír al ver el compungido aspecto del muchacho. Luego, ya seria, preguntó:

      ―¡Oh, Tom, Tom!…


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