100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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podía conservarse tan bella y joven. Era una dama muy distinguida. Por su posición e inclinación había adquirido una gran cultura. Tanto en los modales, en el gesto, en el hablar, como en el vestir elegante y sencillo, revelaba la delicadeza de sus gustos y un innato refinamiento.

      Bess era el vivo retrato de su madre. De ella había heredado la bella figura de Diana cazadora, sus ojos azules, la blancura de su cutis y el fino y dorado pelo. Esta belleza se completaba con una naricilla correcta y una boca de perfecto trazo, que recordaban las de su padre. Vestida como estaba, con la sencilla blusa de trabajo, resultaba encantadora.

      Jo entró alegremente en el estudio:

      ―Interrumpid vuestro trabajo y oídme. Traigo noticias.

      Madre e hija dejaron sus obras y con Laurie, que acudió presuroso avisado por Meg, rodearon a Jo para escucharla. Ella les comunicó las nuevas que tenía de Franz y de Emil.

      Laurie bromeó:

      ―Eso es peligroso, Jo. Te prevengo. Va a declararse una epidemia en tu rebaño, que lo diezmará. Eso se contagia. Prepárate, porque en esos próximos diez años van a ocurrir grandes cosas. Tus muchachos se meterán en aventuras y…

      ―Lo sé. Espero poder sacarlos con bien de ellas. Indudablemente es una responsabilidad para mí. Pedirán mi consejo en sus asuntos amorosos. Incluso querrán que se los solucione… En parte me gusta: lo confieso. En cuanto a Meg, más que gustarle le entusiasmará.

      ―¿Tú crees? No creo que goce mucho cuando Nath zumbe alrededor de Daisy. Verás, como director de orquesta también recibo alguna confidencia de los muchachos. También me piden consejo y me gustaría poder dárselo ―dijo Laurie ya en serio.

      Discretamente, Jo indicó la conveniencia de no hablar de aquello en presencia de Bess, que se había puesto de nuevo a trabajar.

      Laurie sonrió.

      ―¿Bess? No hay cuidado. No se entera de nada. En este momento, con su arte, es como si se encontrara en Atenas. De todas formas, es conveniente deje ya eso. Lleva demasiado tiempo en el estudio y conviene dosificar esfuerzos.

      Se acercó a Bess y la tomó por los hombros.

      ―Debieras dejar eso por ahora. ¿Por qué no vas a enseñar a tía Meg los nuevos cuadros? ―Al hablar a su hija, Laurie la miraba con la complacencia con que Pigmalión debió mirar a Galatea. Consideraba a Bess como la más bella obra de arte de la casa.

      ―Muy bien, papá. Pero dime, ¿qué te parece lo que estoy haciendo?

      ―¿Quieres mi opinión sincera? Allá va, pues. Debo advertirte que ese niño tiene un carrillo más abultado que el otro. Sobre su frente tiene algo que más se parece a unos cuernos que a unos rizos rebeldes. Ahora, si dejamos aparte estos detalles, creo que podría rivalizar con los querubines de Rafael. Estoy orgulloso de ti.

      Laurie subrayó sus palabras con francas risas. Recordaba las primeras tentativas artísticas de Amy y, hoy por hoy, le era imposible tomar en serio las obras de Bess.

      ―Lo que pasa es que sólo ves belleza en la música ―protestó Bess.

      ―En ti también la veo, hijita. Y no sé qué puede ser arte, sino lo eres tú. Pero te quiero más humana. Que sepas dejar la arcilla y el mármol para salir al sol, correr, bailar y saltar. Deseo que mi hija sea una niña absolutamente normal, aunque tenga alma de artista. ¿Comprendido?

      Bess abrazó a su padre con mimoso gesto. Muy seriamente, pero con gran ternura contestó:

      ―No olvido nunca, papá, que me han dicho que tengo que hacer algo de que pueda estar orgullosa. Mamá insiste muchas veces en que no trabaje tanto. Pero, cuando estoy en el estudio, olvido todo lo demás. Me siento feliz y el tiempo pasa sin que me dé cuenta. Pero ahora voy a complacerte. Saltaré y correré como tú deseas.

      Se despojó de la blusa que dejó en un rincón y salió del estudio. Parecía que con ella se iba la luz.

      Amy suspiró; luego habló a su esposo:

      ―Me alegro que le hayas hablado en estos términos. Es demasiado joven para dedicarse al trabajo con tanto afán. Sueña demasiado con su arte. He de confesar que buena parte de culpa es mía. Veo con simpatía sus aficiones y tal vez por eso no la refreno bastante.

      ―Pero no olvides que una hija no debe ser necesariamente el espejo de su madre. Ni conviene que lo sea ―sentenció Jo―. Lo lógico es que padre y madre compartan el goce y la satisfacción de educarlos a fin de que en los hijos se manifiesten las características de ambos. No de uno solo.

      ―¡Estupendo, Jo! ―aplaudió Laurie―. Presentía que me ayudarías. Estoy algo celosillo de Amy por causa de Bess. Yo quisiera que no absorbiera tanto a nuestra hija. Que la niña se me pareciese más en los gustos y preferencias… ¿Sabes? Se me ocurrió una idea. Podemos convenir un trato. Nos la repartiremos por temporadas. En una época procuraré ir formándola yo; en otra, tú… ¿Te parece bien, Amy?

      ―Es muy acertado. Además, gustándote a ti me complace aceptarlo.

      Los tres quedaron un momento silenciosos. Amy miró al jardín por la ventana para ver a Bess. Los recuerdos acudieron a su memoria.

      ―¡Cómo me gustaba montar a horcajadas en la rama baja del viejo peral! Ni montando caballos auténticos he gozado tanto como entonces.

      ―Había peleas por montar. ¿Y las famosas botas viejas? ¿Os acordáis de ellas? ―rio Jo―. Nos iban grandísimas, pero ¡qué apuestas nos sentíamos con ellas!

      ―Mis más gratos recuerdos son menos románticos. Se refieren a la cazuela, a las salchichas… ¡Cuánto hemos gozado! ¡Cuánto tiempo ha pasado ya de todo aquello! ―Y al decirlo, Laurie miraba a Amy y a Jo, como si le costase relacionarlas con aquellas muchachitas, fina y delicada la primera y terriblemente revoltosa la segunda.

      ―Pareces empeñado en hacernos aparecer como viejas ―protestó Amy―. La realidad es que acabamos de florecer. Es más, con nuestros capullos alrededor formamos un bonito ramo.

      Para refrendar sus palabras, Amy compuso los pliegues de su vestido de muselina rosa y saludó gentilmente.

      ―De todo ha habido. Rosas, espinas, hojas muertas… No, no han faltado las preocupaciones. Incluso ahora ―añadió Jo.

      ―Bueno, bueno, bueno. No vayamos ahora a ponernos ―tristes. Permítanme, bellas damas, acompañarlas hacia el salón. Tomaremos una taza de té. Creo que ha de sentarnos de maravilla.

      En el salón encontraron a Meg. En aquella habitación se había instalado una especie de santuario familiar. En las paredes había tres retratos, y sobre dos rinconeras, sendos bustos de mármol. Los únicos muebles eran un diván y una mesa ovalada con un búcaro de flores.

      Los bustos eran de John y de Beth, ambos obra de Amy. Reflejaban la serena placidez y belleza que recuerda aquella frase: «el yeso representa la vida, el barro la muerte y el mármol la inmortalidad». A la derecha, colgaba el retrato del señor Laurence, con su clásica expresión en la que armonizaban la bondad y la altivez. Frente por frente, el retrato de tía March, legado a Amy, en que aparecía con un enorme tocado, ampulosas mangas y largos mitones.

      En el sitio de honor figuraba el retrato de la madre amada, pintada por un gran artista, al que ella favoreció cuando era un desconocido. El lienzo era magnífico; tan lleno de vida que desde él parecía lanzar un perenne consejo a sus hijas: «Sed felices; aún estoy entre vosotras».

      Las tres hermanas permanecieron un momento en silencio mirando el retrato de su madre. El recuerdo estaba en sus corazones y ningún otro podía reemplazarlo.

      Con voz emocionada, Laurie formuló un deseo:

      ―Lo mejor que deseo para mi hija es que llegue a ser una mujer como vuestra madre. Todo lo bueno que pueda haber en mí a ella se lo debo.

      En aquel momento, en el salón de música se oyó una voz juvenil que empezó a cantar el Ave María. Era Bess que, sin saberlo,


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