100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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señora Eratus Kingsbury Parmalee, de Oshkosh.

      Teddy quedó sin entender la mitad de esta parrafada, dicha a toda velocidad y con aire de suficiencia. El muchacho quedó boquiabierto, mirando a las jovencitas. Al fin reaccionó.

      ―La señora Bhaer no está en casa. Si ustedes quieren pueden entretenerse mirando por ahí. Luego pueden pasar al jardín.

      ―¡Oh, gracias, gracias! ¡Qué sitio más encantador! Aquí es donde escribe, ¿verdad? Y éste debe ser su retrato, ¿no es cierto? Así me la imaginaba yo. ¡Qué serenidad, qué espíritu!

      El retrato que alababan representaba a la honorable señora Norton. Se habían confundido porque estaba representada con la pluma en la mano, en actitud de escribir.

      Teddy tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no reír a carcajadas. Maliciosamente, señaló el retrato de su madre colgado detrás de la puerta. Era una obra muy desafortunada.

      ―Su retrato es aquél… Lo pintó mi tía y hay que reconocer que es bastante malo.

      En su fuero interno, Teddy disfrutó lo indecible al ver los esfuerzos de las muchachas para disimular su desilusión. La más joven, que apenas contaría doce años de edad, manifestó su contrariedad al comprobar que su ídolo era un ser vulgar según aquel retrato.

      ―Pensaba que tendría unos dieciséis años y que se peinaba con dos largas trenzas. ―dijo, enfriando ya su entusiasmo―. Mejor será que nos vayamos. Podemos dejar nuestros cuadernos por si la señora Bhaer quiere escribir en ellos algún pensamiento suyo.

      Su madre y sus hermanas trataron de disculparla y alabaron el retrato, del que hicieron grandes elogios que sonaban a falsos.

      Parecía que iban a marcharse cuando la señora Kingsbury vio en la estancia contigua una mujer de mediana edad, con un pañuelo en la cabeza, atareada en sacar el polvo. Antes de que Teddy pudiera evitarlo la impetuosa señora se encaminó a la otra habitación y habló con su habitual rapidez.

      ―Ya que no podemos hablar con ella veamos por lo menos su santuario.

      Teddy vio fracasados sus esfuerzos. Su madre iba a ser descubierta. A causa del artista que dibujaba en el jardín no pudo salir por la ventana y ahora sería identificada rápidamente porque acababan de ver su retrato.

      La señora Kingsbury miraba todo aquello como si estuviera en éxtasis. Gracias a esto no pudo advertir que el rincón que ella admiraba contenía el butacón del señor Bhaer, con sus cómodas zapatillas al pie, sus habituales cigarros y un montón de correspondencia a él dirigida.

      ―¡Qué emoción! Parece como si advirtiese en este rincón la presencia de la Inspiración. Niñas, de aquí han salido esas obras maravillosas… que nos han conmovido, que nos han deleitado, que han hecho vibrar nuestra sensibilidad… ¡Qué emoción! Joven, ¿nos permite quedarnos con un pequeño recuerdo? Algo que ella haya tocado. Una pluma, un papel. Cualquier cosa.

      En aquel momento, una de las muchachas se acercó a Jo.

      ―¡Mamá, ésa es la señora Bhaer! ¡Es ella!

      La señora Kingsbury volvió a mirar a la mujer que ella había creído una criada.

      ―¡Claro! ¡Naturalmente que sí! ¡Qué agradable sorpresa!

      Y cerrando el paso a la apurada Jo que trataba de escabullirse, la señora Kingsbury le soltó su rápida y ruidosa verborrea:

      ―Por favor, señora Bhaer. Comprendemos que está usted muy atareada. No se preocupe por nosotras. Así como va está usted muy bien. ¿Verdad, niñas? Permítanos estrechar su mano, por lo menos. Será un honor y un placer para nosotras.

      Resignadamente, Jo les ofreció su mano.

      ―Si algún día va usted a Oshksh no tendrá ocasión de pisar su suelo. Porque el pueblo la llevará en hombros, en triunfo. Tal es la admiración que se le profesa.

      Ante esta perspectiva, Jo anotó en su mente la decisión de no visitar aquella población ni por error. ¡Porque si todos los habitantes eran como la señora Kingsbury!…

      Satisfechas ya por el contacto directo con la famosa escritora, madre e hijas prosiguieron su itinerario, corriendo y atropellándose para poder visitar aquella misma mañana a Holmes, Longfeller «y otras celebridades».

      Una vez libre de aquellas inoportunas visitas, Teddy y Jo respiraron aliviados.

      ―No me has dejado tiempo para escabullirme. Estuve oyendo los embustes que has soltado al periodista. ¿Qué va a pensar de nosotros? Claro que insistía tanto… ¡Dios mío, ni en casa puedo estar ya tranquila! ¡Son tantos contra una sola!…

      Mientras Jo se lamentaba, Teddy estaba mirando hacia el jardín. Súbitamente se animó y con cara de guasa se dirigió a su madre.

      ―Pues eso no fue nada. Ahora, ahora viene lo bueno. Por el jardín avanza un verdadero ejército. Parece un colegio de señoritas con sus profesores al frente. ¡Ya se desparraman por el jardín!

      Jo se llevó las manos a la cabeza. Dio media vuelta y desapareció escaleras arriba.

      ―¡Por favor, Teddy, enfréntate a los invasores! ¡Defiende mi tranquilidad!

      El muchacho salió al encuentro de aquellos ruidosos visitantes y pudo evitar que penetrasen en la casa a base de una excusa. Lo que no pudo conseguir es que se desparramaran por el jardín, se sentaran por el césped y se dispusieran a almorzar allí como si fuera un parque público. Cuando finalmente se fueron quedaron visibles muestras de su paso: por las flores que se llevaron «como recuerdo de la gran escritora» y por los papeles que dejaron, como muestra de su poco cuidado.

      Parecía imposible que las adversidades de aquel día fuesen superadas. En realidad, la calma duró unas horas, que Jo procuró aprovechar trabajando con intensidad. Su labor pronto hubo de interrumpirse, porque Rob llegó, jadeando por la carretera, con una mala noticia.

      ―¡Mamá, mamá! Prepárate en seguida. Van a venir los colegiales del Young Men’s Christian Union. Me vienen pisando los talones. ¡Y son bastantes! Papá pensó que seguramente querrías recibirlos. Dice que siempre atiendes mejor a los chicos que a las chicas.

      ―Naturalmente que sí. Los muchachos siempre son comedidos. No hacen ni dicen tantas estupideces. Las chicas, en su afán de demostrar sus sentimientos, se muestran empalagosas y sin pizca de sinceridad. ¡En fin, nos prepararemos! Aunque tengo la esperanza de que se desanimen, porque esos nubarrones presagian un chaparrón.

      Jo intentó proseguir la tarea. Se había fijado la obligación de escribir treinta cuartillas diarias y estaba muy retrasada. Sonrió cuando oyó el primer trueno y vio caer el agua en fuerte chubasco. Pero cuando ya se creía segura, y se deleitaba mirando la lluvia salvadora, quedó paralizada por la sorpresa viendo una procesión de paraguas avanzando inexorablemente hacia su casa.

      ―¡Oh no; no es posible! Si son docenas…, vienen todos. Son más de cien.

      Jo se arregló maquinalmente, mientras daba instrucciones para hacer frente a aquel auténtico ejército.

      ―Por la lluvia no hay más remedio que recibirlos en casa. Lo van a poner todo perdido. Colocad un barreño aquí para los paraguas, poned felpudos en la puerta, retirad las alfombras…

      Dando precisas y enérgicas órdenes a Rob, a Teddy y a las criadas, lo preparó como mejor pudo.

      Al llegar los colegiales a la puerta, el profesor Bhaer les dio la bienvenida con un breve discurso, que los muchachos oyeron encantados sin importarles en absoluto la lluvia que seguía cayendo.

      Jo se compadeció de ellos. Salió a recibirlos y les pidió que pasasen al salón, cosa que todos hicieron con entusiasmo.

      El barreño del vestíbulo quedó lleno de paraguas empapados y el perchero saturado de sombreros.

      Trap, trap, trap, trap… Pares y pares de botas enfangadas fueron pisando rítmicamente el parquet de la casa, dejando visibles sus huellas.


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