100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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mimbres, un banderín del colegio, un castillo de papel… Jo saludó a los muchachos uno por uno, y les agradeció sus atenciones.

      Pero cuando terminó pudo darse cuenta que sobre la mesa aparecía un considerable montón de tarjetas para que ella les dedicase una frase y un autógrafo. Ahora le tocaba a ella.

      Resignadamente, Jo satisfizo la petición de aquellos muchachos.

      Por fortuna salió entonces el sol, y brilló el arco iris con todo su esplendor. Los maestros decidieron que era el momento apropiado para marcharse.

      Antes, no obstante, entonaron un himno en honor de Jo, «la insigne escritora», con más voluntad que acierto. Las voces eran potentes, seguramente demasiado, pero desafinaban con extraordinario acierto.

      ―¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

      Cuando se hubieron marchado, Jo miró desolada alrededor suyo. Se necesitarían horas y horas de enérgica limpieza para remediar los efectos de aquella ruidosa visita.

      ―Ellos no han tenido la culpa de que lloviera. Después de todo no han sino lo pesados que suelen ser otros. Pero necesito trabajar, tengo necesidad de hacerlo.

      Pero estaba visto que era un día aciago. Al poco rato, Mary se presentó, conteniendo la risa a duras penas.

      ―Lo siento. Pero se presentado una señora que pide autorización para cazar langostas en su jardín.

      ―¿Qué dices? ―preguntó Jo con incredulidad.

      ―Sí, sí. Langostas o saltamontes, que es lo mismo. Le dije que usted estaba muy ocupada y me contestó: «Tengo una colección de saltamontes de las principales celebridades. Me falta uno del jardín de la señora Bhaer».

      Jo rio, divertida por la extravagancia.

      ―Que se lleve todos los que quiera. No deseo otra cosa que librarme de ellos.

      Mary no tardó en volver. Reía con ganas, sin disimulo.

      ―Ahora pide alguna prenda que usted haya usado. Está haciendo un cubrecama con retales de prendas famosas.

      ―Dale aquella toquilla roja. Y ¡por favor, Mary! Desearía trabajar. ¡Por favor!

      Una vez más se presentó Mary.

      ―¡Señora, señora! Se ha metido un hombre en casa. Tiene un aspecto muy sospechoso. Le he dicho que usted no recibía a nadie y ha dicho que no se iría sin verla.

      ―¡Eso ya pasa de la raya! Por la fuerza no debemos someternos. Ahora bajo para tratar debidamente a ese impertinente ―exclamó Jo, ya decididamente enfadada.

      Mary siguió a Jo, sofocada e indignada, pero deseosa de ver otra vez a aquel hombre misterioso, que a pesar de su aspecto desaliñado parecía muy interesante.

      ―Ha dicho que si no le recibía, lo iba usted a lamentar.

      ―Además, con amenazas, ¿eh? ¡Vamos, pues!

      Súbitamente sonó una voz. Grave, firme, segura, y con un tonillo burlón.

      ―¿Y no es cierto que lo sentiría usted?

      Jo quedó un segundo paralizada por la emoción. Luego bajó corriendo los escalones que faltaban y se abalanzó sobre el desconocido para abrazarle afectuosamente. Mary lo veía sin creerlo.

      ―¡Dan, Dan! ¡Hijo de mi alma! ¡Qué sorpresa! ¿De dónde sales ahora?

      ―De California. He venido sólo para verla, mamá Bhaer. ¿No lo habría lamentado si no llega a recibirme?

      ―¡Por Dios, calla, calla! ¿No recibirte yo a ti? Si llevo más de un año deseando verte…

      CAPÍTULO IV

      DAN

      Más de una vez había pensado Jo que Dan parecía llevar sangre india en las venas. No sólo por su amor a los espacios libres y a las aventuras, sino incluso por su aspecto físico. Era muy alto, de miembros esbeltos y musculosos. Muy moreno, frente despejada, ojos negrísimos, y de mirada penetrante. Ponía tanto vigor y entusiasmo en todos sus actos que incluso parecía rudo. Pero todo era fruto de su apasionado modo de sentir y vivir las cosas.

      Hablaba a Jo, feliz de poder hacerlo.

      ―¿Que yo he olvidado todo esto? No. De eso no se me puede acusar. Ése ha sido el único hogar auténtico que he tenido. Una prueba: en cuanto la suerte me ha sonreído, ¿qué es lo que he hecho? Correr a participarlo a tía Jo, a la familia Bhaer, a todos los amigos. Ni siquiera me he detenido para adecentarme. Por eso voy así, y más parezco un búfalo que otra cosa.

      Y mesándose la barba rio alegremente.

      ―A mí me gusta el aspecto que tienes. Sabes que siempre me entusiasmaron los bandidos y piratas. A Mary sí la has asustado. Es nueva en casa y no te conocía. Jossie probablemente tampoco te conocerá. Pero Teddy, sí. Te adora y no bastará tu barba para disimular. Casi han pasado dos años desde tu última estancia aquí. ¿Cómo te ha ido desde entonces, Dan?

      ―De primera. Sabes que el dinero me tiene sin cuidado teniendo el preciso para vivir. No quiero la preocupación de una fortuna. Tengo un pequeño pero próspero negocio, ¿De qué me servirá entonces ahorrar?

      ―El dinero no lo es todo, hijo, pero es muy necesario. Debes pensar que cualquier día querrás casarte y establecer un hogar fijo…

      ―¿Casarme yo? ¡Ja, ja, ja, ja…! ¿Quién va a querer casarse con un vagabundo como yo? Me gustan las aventuras, ir de un lado para otro. Me encanta lo nuevo, lo desconocido. Y ya se sabe, a las mujeres les atrae todo lo contrario. Lo tranquilo, lo seguro, lo estable…

      ―Eso es lo que tú crees. De jovencita, a mí me entusiasmaban los hombres como tú. Los aventureros, los atrevidos. Ya encontrarás una mujer, ya. Entonces frenarás tus ímpetus.

      Con una sonrisa burlona, Dan preguntó de repente:

      ―¿Qué diría usted si de repente me presentara casado con una india?

      Jo no se inmutó. Cuando se trataba de Dan todo podía esperarse.

      ―La recibiría encantadísima si era una buena muchacha. ¿Es que acaso piensas casarte con…?

      ―¡Oh, no, no! Era sólo una broma para asustarte. La realidad es que no tengo tiempo para ocuparme de «esas tonterías», como diría Teddy. Por cierto, ¿cómo está «el león»?

      Durante largo rato Jo estuvo hablando con entusiasmo de sus hijos. Pronto llegaron Teddy y Rob, precediendo al profesor Bhaer. Con exclamaciones de alegría se abalanzaron sobre Dan, y entre los dos muchachos y aquel tosco hombretón se entabló una lucha simulada, alegre y divertida, que terminó con los dos chiquillos hechos un ovillo por su forzudo adversario.

      Juntos tomaron el té, generalizándose la conversación. Dan parecía enjaulado, pese a encontrarse a gusto con la familia Bhaer. Pero estaba acostumbrado a los grandes espacios. A largas zancadas recorría la habitación, se asomaba a la ventana y aspiraba profundamente, como ansioso del aire libre.

      En una de las vueltas vio aparecer a Bess. La muchacha quedó parada en el umbral, y miró a Dan.

      ―¡Dan! ¿No me conoces?

      ―¡Caramba, si es Bess! Yo creí que era una princesa. ¡Cómo has crecido y qué bonita estás!

      Inmediatamente entró Jossie que se lanzó en carrerilla sobre Dan, fundiéndose ambos en un abrazo.

      ―Ahora me doy cuenta de que estoy haciéndome viejo ―rio Dan―. Lo que eran unas mocosuelas son ahora unas mujercitas.

      Llevando a las dos muchachas cogidas por los hombros, a la derecha la rubia Bess y a la izquierda la morena Jossie, Dan volvió al grupo que estaba en el salón.

      Jossie hablaba con entusiasmo.

      ―Estás altísimo y tan moreno… ¿Sabes? Se me ocurre una idea genial. Vamos a representar Los últimos


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