100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.Por esta doble marcha se organizó un baile de despedida, que se celebró en el «Parnaso».
Tom se presentó ante Nan. Iba radiante de alegría por la oportunidad de bailar con ella. Se había esmerado de tal manera, que parecía un figurín. Pero Nan arrugó la nariz ante su presencia.
―¡Por Dios, Tom! ¿Eres tú quien huele así?
El muchacho enrojeció de placer, porque creyó que era una lisonja.
―Sí. Me he puesto un poco de cosmético para mantener el peinado y… ya ves.
―¿Un poco dices? ¡Si huele que apesta! Te habrás puesto un tarro, ¡seguro!
La sonriente cara de Tom se cambió instantáneamente por otra de aturdimiento. Tímidamente balbució:
―¿Tú crees que he puesto demasiado?
La respuesta de Nan fue concluyente. Con gran energía movió su abanico para alejar aquel perfume envolvente, y con voz firme dictó la sentencia:
―No intentes bailar conmigo. Ni te acerques siquiera. Me marearía.
El martirio de Tom aumentó aún cuando llegó Dan. Como no había tenido tiempo de encargarse un traje más apropiado para el baile, se le ocurrió vestir las ropas de charro mejicano que poseía. Su éxito fue total. Aquel traje negro recamado de bordados plateados, camisa blanca de encaje, fajín de seda roja y ancho sombrero le daban un aspecto interesantísimo. Al andar con pausados y elásticos pasos tintineaban las espuelas de plata y sus ojos parecían aún más negros que de ordinario. Desde que entró en la sala fue el centro de las miradas femeninas.
Emil tenía también un gran éxito. Los uniformes siempre gustan a las mujeres, especialmente cuando quien los lleva es un apuesto joven, alegre, bullicioso y excelente bailarín.
Jo, Meg y Amy procuraron animar a los remisos, a los tímidos. Las hermanas bailaron con ellos para que tomasen confianza. Cuando la tomaron, empezaron a bailar con entusiasmo de tal forma que los pisotones y empellones se sucedían sin interrupción.
También el profesor Bhaer y el señor Laurie dedicaron especial atención a las chicas menos agraciadas, vestidas con poca elegancia, o simplemente aquellas que la juventud, más egoísta, tenía un poco olvidadas. Era de admirar la exquisitez con que lo disimulaban.
Cansados de aquel trajín, Jo y Laurie se encontraron en un aparte.
―Tomémonos un respiro, Jo. Lo merecemos. Mientras, podemos contemplar unos cuadros que acabo de adquirir.
―Me parece excelente. Me han zarandeado tanto para bailar que me duele todo el cuerpo.
Desde la sala de música y encuadrados por el marco de un ventanal vieron a un interesante grupo.
Eran el señor March, sentado en la terraza sobre un cómodo butacón; a sus pies, sobre unos cojines, Bess. Y de pie ante ellos, gesticulando con vehemencia, Dan.
―Observa, Jo. Parecen Otelo y Desdémona.
―Así es. El brillante atuendo de Dan y su color cetrino, acentuado por las sombras, su apasionamiento, su voz grave, todo, todo es de un Otelo. Bess, tan dulce, vestida de blanco, de dorados cabellos que la luna ilumina, es una inmejorable Desdémona. ¡Ay! Casi me alegro de que Dan se vaya. Es demasiado pintoresco, demasiado arrebatador. Hay tantos corazones románticos por aquí, que causaría estragos sin proponérselo.
Un poco más allá, en la misma terraza, otra escena teatral. Pero tragicómica. La componían Nan y el inevitable Tom.
―¿Es que se ha herido en la cabeza? ―preguntó alarmado Laurie a Jo.
―¡Qué va! ―respondió ella riendo―. Nan le ha prohibido acercarse a ella porque olía demasiado, y él lo ha solucionado liándose la cabeza con un pañuelo. Lo que no sé es lo que estarán haciendo ahora.
Lo que Nan estaba haciendo era practicar en Tom, por necesidad, sus habilidades médicas.
Sintiéndose romántico, Tom había querido ofrecerle una rosa con tan mala fortuna, habitual en él, que se le clavó una espina. Al muchacho le fue de maravilla, porque ahora su mano estaba retenida por las de Nan, empeñada en sacarle el pincho.
―¿Duele?
―No, Nan. No duele. Me agrada. Me tiraría de cabeza al rosal si tú habías de quitarme los pinchos.
―Pruébalo. A lo mejor entonces tengo un enfermo más grave y te quedas como un cactus.
―¡Oh, Nan, porque no…!
―Por favor, Tom No acerques a mí tu perfumada cabezota. Me marea, ya te lo dije. En una cabeza, Tom, lo importante no es lo de fuera, sino lo de dentro.
―En mi cabeza, como en mi corazón, estás tú.
Jo y Laurie apenas podían contener la risa.
―Deberías intervenir, Jo. Aconseja al muchacho que deje de insistir. Está haciendo un papel demasiado ridículo.
―Ya se lo he insinuado muchas veces, pero es constante y tenaz hasta la ceguera. Necesita alguna emoción fuerte.
Jo y Laurie siguieron su paseo. Poco después se detuvieron un momento para contemplar a Teddy.
―¡Vaya, ya está haciendo alguna de las suyas! ―se lamentó la madre.
―Espera, espera. Veamos en qué consiste.
Teddy estaba sobre un taburete, sosteniéndose sobre un solo pie. La otra pierna la tenía levantada hacia atrás, el cuerpo proyectado hacia adelante y las manos en actitud de querer alcanzar algo lejano. Jossie y dos amiguitas comentaban alegremente aquella exhibición.
Laurie, que en todo veía algo artístico, comentó:
―Se diría que es Mercurio intentando volar.
Si lo intentaba o no quedó en el secreto. Porque súbitamente cedió el taburete ante el peso del «león» que cayó tan largo como era. Con la misma rapidez se levantó, pero el taburete quedó prendido en su pierna, por más que con alocados gestos y grandes aspavientos intentó quitárselo.
Al oír las risas de Jossie y sus amigas, Teddy convirtió hábilmente su estéril lucha en una danza salvaje. Jo le miraba con una mal reprimida sonrisa.
―Es un auténtico potro por domar.
―Puede que tengas razón. Pero en todo caso, un auténtico potrillo pura sangre. Tiene carácter y no se arredra por nada.
―Estos «cuadros» que acabamos de ver enmarcados por las ventanas ―dijo Jo― son cuadros de vida y animación. Tal vez en algún libro salgan reproducidos algún día. Me has dado una buena idea.
Jorge «Relleno» y Dolly también asistieron a la fiesta. Aposentados en un rincón, junto a una mesa atiborrada de golosinas, se dedicaron durante la velada a comer y criticar.
Se esforzaban en aparentar finos modales y en hablar en forma distinguida, pero sus intentos se contradecían con la prisa y voracidad con que engullían sin parar. A pesar de todo, para ellos todo resultaba vulgar, basto y pueblerino.
En otro rincón tuvo lugar una conversación muy interesante.
―¡Es una fiesta magnífica! ―exclamó una muchacha mirando admirativamente a su alrededor―. ¿Te diviertes?
―Sí. Pero es que en esta casa es todo tan elegante, que aún con mis mejores vestidos me encuentro ridícula.
―Deberías pedir consejo a la señora Brooke. Conmigo fue muy atenta. Parece «imposible la maña que tiene. Con un par de retoques que me indicó, mi vestido parece realmente otro. Tiene un gusto exquisito en todo y se desvive por ayudar.
―Realmente resultas monísima con este vestido. Seguiré tu consejo y preguntaré a Meg. En realidad, ya me aconsejó en otros problemas y a Mary Clay también.
―A mí me aconsejó