100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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no le daba tregua. El perro Don estaba ya cansado de lucir sus habilidades ante el muchacho y se rebelaba gruñéndole.

      ―Me parece que este perro está enfermo. No obedece ya, apenas bebe ni come. Mira que si le ocurriese algo… ¡Dan nos mataba!

      ―Debe ser el calor. Pero es posible que añore a su amo. O tal vez presiente que a Dan le ha ocurrido algo. Yo he oído decir que los perros…

      ―¡Bah! ¿Cómo puede saberlo el perro? Lo que pagó que se está acostumbrando a la vida de holganza. ¡Eh Don, ven acá!

      ―Déjalo, hombre. Mañana podemos llevarlo al veterinario. Él nos dirá si está enfermo.

      Pero Teddy ya estaba lanzado, y no atendió a razonamientos. Intentó hacerse obedecer sin conseguirlo. Insistió varias veces ordenando con severidad. Pero el perro estaba irritado y no hacía más que gruñir.

      ―De manera que no obedeces, ¿eh?

      Teddy se había ofuscado ya. Cogió un palo que tenía al alcance y se dirigió hacia Don. El perro se le enfrentó, gruñendo sordamente. Pero el muchacho estaba ciego a cuanto no fuera su propósito. Sin ver el peligro que ello podía representar siguió en su intento.

      ―¡Detente, Ted! ―gritó Rob.

      Y viendo que su hermano no le hacía ningún caso, porque ya hurgaba al perro con el bastón, se puso frente a Don para impedir fuese maltratado.

      ―Me plantas cara, ¿eh? Tú verás ahora.

      Con rapidez Teddy sujetó a Don con la cadena. El perro pareció desconcertado, porque sólo había sido sujetado así un par de veces por su amo. Sele erizó el pelo y hasta tembló de rabia.

      ―Vamos a ver ahora. Te daré tu merecido.

      ―¡No le pegues, Ted! ¡Te lo prohíbo!

      El pacífico Rob había dado una orden tajante a su hermano. Pero Teddy estaba demasiado enardecido y con el palo golpeó al perro.

      Cuando levantaba el brazo para repetir el golpe, Don se abalanzó hacia él, descompuesto por la rabia, aumentada por el hecho de estar encadenado.

      Temiendo por su hermano, cegado por la ira, Rob se interpuso con tan mala fortuna que el perrazo cerró sus fauces sobre una de sus piernas, en la que produjo una apreciable herida.

      Serenamente, Rob amansó al perro con dulces palabras. El noble animal pareció darse cuenta del tremendo error sufrido, y quedó sumiso a los pies del bravo muchacho.

      Luego Rob se dirigió cojeando hacia la casa, seguido de Teddy que estaba consternado.

      A solas, los dos hermanos miraron la herida con detención. No era profunda, pero sangraba. Teddy quiso animarle.

      ―¡Bah, no es gran cosa! Yo me he hecho heridas mucho peores.

      ―No pienso en la herida. Lo que me asusta es la hidrofobia ―y con toda sencillez, Rob agregó―: Aunque de todas formas, prefiero que me haya mordido a mí que a ti.

      Al oír aquella terrible palabra Teddy quedó aterrado.

      ―¡Oh, no, Rob! ¡No es posible! ¿Qué podemos hacer?

      ―Hay que llamar a Nan. Está pasando unos días en casa de Alicia. Mientras, me lavaré la herida. No creo que Don esté rabioso, pero se me ha ocurrido la idea pensando que el perro últimamente ha estado algo raro.

      Teddy voló al encuentro de Nan, con la que volvió al poco rato.

      La muchacha miró atentamente la herida. Luego habló serenamente:

      ―No podemos esperar a saber si Don está rabioso, ni nos queda tiempo para buscar un médico. Podemos hacer algo, pero me apena hacerlo porque te va a doler.

      En aquel momento Nan no actuaba como una profesional. El amor que sentía por los dos muchachos y la ansiedad que veía en sus rostros llevaban las lágrimas a sus ojos.

      ―Ya lo sé, Nan. Hay que quemar la herida, ¿verdad? Hazlo inmediatamente. Lo soportaré. Pero será mejor que Ted se vaya.

      El valor de aquel muchacho, tan tranquilo, tan reposado, era patético. Incluso cuando iba a soportar una dolorosa prueba se preocupaba más de su hermano que de sí mismo.

      Teddy, haciendo esfuerzos desesperados por no llorar, afirmó rotundamente:

      ―Si él lo soporta, yo también lo aguantaré. No quiero irme por nada del mundo. Debo estar con Rob. No faltaría más…

      ―Muy bien, Ted. Quédate con Rob un momento. En seguida vuelvo.

      Era día de plancha y afortunadamente el fuego estaba encendido.

      Sin perder un segundo Nan puso un asador en el fuego. Mientras se ponía al rojo vivo, rogó a Dios que le diera fuerzas para soportar la prueba.

      Trémula de angustia, Nan procedió a cauterizar la herida. Rob lo soportó con un valor extraordinario y sólo un leve gemido se escapó de su apretada boca. Teddy ayudó cuanto pudo, pero la impresión y el remordimiento pudieron más que su fortaleza y cuando Nan hubo terminado le vio tendido, desmayado, sin haber dicho nada.

      Una vez repuesto Teddy, Nan le dio instrucciones:

      ―Ensíllame a Octto. Iré a ver al doctor Morrison. Tú, Rob, no te muevas en absoluto. Procurad que nadie se entere. Se alarmarían sin fundamento.

      Después de una buena galopada, Nan contó detalladamente el accidente y el remedio al doctor, que aconsejó se llevase el perro al veterinario, por si acaso, aunque quitó importancia al asunto.

      El veterinario se hizo cargo del perro, y dio seguridades de que no padecía hidrofobia.

      Estas autorizadas opiniones tranquilizaron a Nan. Pero quedaba por resolver la cuestión de ocultar el accidente a los demás.

      Afortunadamente, el carácter tranquilo de Rob le había acostumbrado a pasar largas horas leyendo en su habitación. Eso le permitió descansar sin que le encontrasen raro.

      Teddy era otra cosa. Estaba tan preocupado e impresionado por lo ocurrido y por las terribles consecuencias que podía haber tenido, que a cada paso estaba a punto de delatarse. Nan tuvo que imponerse para tranquilizarle, incluso administrándole algún calmante. Pero no pudo evitar que en el muchacho se produjera una gran transformación. Seguía siendo inquieto, pero cuando la obstinación iba a producirse en él, se sobreponía en el acto, y hacía marcha atrás.

      Desde aquel momento, el travieso y revoltoso «león» aprendió a mirar a su tranquilo y pacífico hermano con una admiración, que los que no estaban en el secreto encontraban extraña.

      A la vuelta de la familia Bhaer, Jo lo comentó con su esposo.

      ―Me admira el cambio experimentado por Ted. No sé si atribuirlo a la influencia de Meg, o a las comidas de Daisy. Pero parece otro.

      ―También Rob parece más sereno y firme. Más hombre. Debe ser que van creciendo.

      En un rincón de la estancia, ajeno por completo a la conversación de sus padres, Ted escuchaba atentamente las explicaciones geológicas de Rob, al que tenía pasado un brazo por el hombro. Era una escena inconcebible un tiempo atrás, porque el «león» siempre se había burlado de las pacíficas aficiones del «cordero», que ahora respetaba y casi compartía.

      La realidad es que el sereno y callado valor de Rob le habían admirado profundamente.

      La ligera cojera de Rob la atribuyeron a una caída casual y sin importancia en la escalera. Así los padres quedaron tranquilos.

      El profesor Bhaer los llamó:

      ―Rob, Teddy, acercaos. Con mamá comentábamos el cambio operado en vosotros. ¿A qué se debe?

      ―Verás ―dijo Rob enrojeciendo por la mentira, porque nunca mentía―, hemos estado solos estos días. Nos hemos dedicado más el uno al otro…

      ―… y ¡claro!


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