100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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de que Rob vale muchísimo más de lo que pensaba y ¡claro!…

      ―Pues no lo veo tan claro. ¿A causa de qué has podido valorar mejor a Rob? ―preguntó Jo, con agudeza.

      ―Yo pensé que no era valiente y…

      Ted ya empezaba a estar apurado. Sofocado y acosado a preguntas, ya no atinaba a salir del atolladero.

      ―¿No será que en nuestra ausencia le has atormentado mucho y ahora estás arrepentido, o simplemente temes que nos lo cuente?

      Ted calló. Era demasiado noble para mentir y no deseaba decir la verdad. Entonces su madre se interesó más aún.

      ―Vamos a ver, Rob. Puesto que Teddy no quiere contestar, prosigue tú.

      ―Mamá es que…

      ―Deseo que me lo cuentes todo. Algo ha ocurrido y debemos saberlo.

      ―Contesta a mamá, Rob ―ordenó el profesor.

      Procurando quitar importancia a la cosa y, especialmente, disculpando en lo posible a su hermano, Rob contó lo sucedido.

      Los padres quedaron aterrados pensando en las terribles consecuencias que el genio y obstinación del muchacho podían haberle acarreado.

      «El león» no parecía tal. Avergonzado por su acción, parecía empequeñecido. Por gusto habría desaparecido de las miradas de sus padres, que nunca había visto tan severas.

      Jo se abrazó a Rob entre sollozos. Aquella escena aún encogió más a Ted, que se sentía culpable del dolor de su madre, como antes lo fue del de su hermano.

      El profesor permaneció sereno y ecuánime.

      ―Mujer, no te pongas así. Ya todo ha pasado, afortunadamente. En el fondo debemos estar orgullosos del valor demostrado por nuestro hijo. Y si la prueba ha servido para unirlos más…

      Jo besó otra vez a Rob. Luego miró a Teddy:

      ―Ahora comprendo tu cambio. Era el arrepentimiento por tu acción y la admiración hacia el valeroso hermano del que muchas veces te habías burlado. Pero no basta el arrepentimiento; debes hacerte el firme propósito de corregir esta terquedad.

      ―Sí, mamá. Estoy dispuesto a dominarla.

      ―Yo te ayudaré. También a mí me costó lograrlo.

      Valerosamente, Ted se dirigió a sus padres.

      ―Podéis imponerme el castigo que queráis, que lo aceptaré de buen grado. Pero perdonadme como ya me perdonó Rob.

      ―Ya has sido bastante castigado por la preocupación. No hace falta otro castigo.

      Sin darse cuenta, los cuatro terminaron abrazados, gozosos de que lo que podía haber sido una desgracia irreparable pudiese atraer, como paradoja, un bien para uno de ellos.

      Jo, como siempre, estuvo en todo.

      ―Me ha admirado también el comportamiento de Nan. Es una gran muchacha con un magnífico carácter. ¿Qué podría hacer para demostrarle mi extraordinaria gratitud?

      Teddy explotó:

      ―Es muy fácil. Procura que Tom la deje en paz.

      ―No es mala idea ―añadió Rob―. La atormenta a todas horas con su insistencia. Apenas la deja estudiar.

      ―Me parece excelente. Nadie tiene derecho a estorbarla en su firme propósito de ser médico, para lo que tantas virtudes posee. Ella podría ceder en un momento de cansancio y entonces, ¡adiós carrera! Veremos qué es lo que podemos hacer.

      Pero la intervención de Jo no fue necesaria. Sabido es que en materia de amor las intervenciones ajenas tienen poca efectividad.

      CAPÍTULO VIII

      LA SIRENITA ACTRIZ

      Mientras que los dos hermanos habían pasado tan mal trago, Jossie se divertía extraordinariamente en Rocky Nook. Los Laurence sabían convertir el descanso veraniego en algo atractivo en grado sumo.

      Bess adoraba a su primita. Por otra parte, Amy estaba decidida a pulirla por considerar que tanto si llegaba a ser actriz como si no, una perfecta educación social le sería muy conveniente.

      Jossie y Bess estaban pasando unos días maravillosos. Juegos, excursiones por las vecinas montañas, baños en el mar, largas galopadas y animadas reuniones se sucedían sin interrupción.

      Todo el mundo las colmaba de atenciones. Era lógico que no deseasen nada más.

      Sin embargo, Jossie estaba interiormente inquieta. La causa estribaba en la señorita Cameron, su famosa e inaccesible vecina.

      La señorita Cameron era una actriz de primera categoría. Una auténtica gloria de la escena que después de una cargadísima temporada, y, según se decía también, a causa de un desengaño amoroso, se había recluido a descansar en una magnífica torre cercana a la de los Laurence.

      Los tíos de Jossie la conocían bien, pero sabían de su deseo de aislarse, y lo respetaban escrupulosamente. Pero Jossie ardía de, impaciencia por conocerla.

      ―Tengo que hablar con ella. Deseo conocerla.

      ―Pero ¿no ves que no desea tratar con nadie?

      ―Es igual, Bess. Si me las ingenio, tratará conmigo. Por ejemplo, podría subirme a aquel pino que está junto a su verja y dejarme caer en su jardín. O tal vez…, ¡eso!, pasar galopando y hacer que el caballo me derribe ante su puerta. Seguro que me asistiría.

      ―Pero, Jossie, debes tener juicio.

      Jossie continuaba sus fantasías.

      ―No sería mala idea simular que me ahogo cuando ella vaya a bañarse. Pero no. A lo mejor mandaba un bañista a que me salvase. Y yo deseo entrar en contacto con ella.

      ―No precipites los acontecimientos ―aconsejaba juiciosamente Bess―, probablemente se presentará alguna oportunidad.

      Mientras así hablaban paseaban tranquilamente por la playa, esperando la hora del baño que aquel día tomarían por la tarde, porque por la mañana estuvieron de pesca.

      ―Podemos ir hacia la roca grande. Allá es donde menos gente hay. Especialmente por la tarde estará casi desierto.

      Se encaminaron hacia allá. Jugaron un rato en la arena y después se zambulleron en las transparentes y quietas aguas.

      De repente, Jossie se movilizó. Emocionadísima, indicó a su prima:

      ―Mira, Bess. Allá está. ¿No la ves?

      ―¡Es la señorita Cameron!

      ―En efecto, ella misma. ¡Qué suerte! Ahora podré estudiarla detenidamente y ver cómo anda y se mueve. ¡Qué elegancia! ¡Qué finura!

      ―No debieras escrutar así; Jossie. Eso no es correcto. Menos aún sabiendo que desea aislarse de la gente ―dijo Bess, con su habitual delicadeza.

      ―¡Pero es que se trata de una oportunidad única! Mira, mira, ahora se acerca a las rocas. Está melancólica, ¿no te parece? Mira como observa las olas. ¡Yo voy hacia allá!

      ―¡Espera, Jossie, por favor! No debes ser indiscreta.

      ―No te preocupes. Disimularé.

      No muy segura de la prudencia de su prima, Bess la siguió. Jossie fue bordeando la orilla saltando de roca en roca. Estaban en una pequeña enseñada rocosa que por carecer casi de playa era muy poco frecuentada. Precisamente por este motivo la eminente y bella actriz estaba allí: porque no había gente.

      Con distintos motivos, las dos muchachas se fueron acercando. Estaban a pocos metros cuando la señorita Cameron dejó escapar una exclamación de sorpresa y disgusto:

      ―¡Oh, qué lástima!

      Bes susurró:

      ―¿Te


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