100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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siempre solo. Incluso pienso si no me habré equivocado desechando los libros por sistema. Ahora tendría una cultura. En cambio…

      La señora Bhaer tuvo dificultades en disimular su sorpresa. Porque sorprendente era ese súbito afán de Dan por los libros y la cultura.

      ―Ahora lo ves así, Dan, porque vas cambiando. Pero un tiempo atrás, lo que realmente precisabas era expansionar tu caudal de energía, dar suelta a tu inquietud. Lo que pasa es que ahora vas viendo las cosas de otra manera. Tiempo llegará en que estaré absolutamente orgullosa de ti.

      A Dan le agradó aquella afirmación, pero no lo creía posible y lo dijo sinceramente.

      ―No creo que llegue ese día. Aún soy medio salvaje. Intento establecerme, pero termino cansándome del ocio y emprendiendo una nueva aventura. No me extrañaría nada que cualquier día ocurriese algo.

      Jo se inquietó.

      ―Imagino que habrás tenido alguna aventura peligrosa, Dan. No quiero preguntarte si tú no me lo cuentas por propia iniciativa. Pero si pudiera ayudarte en algo…

      ―No hay que darle demasiada importancia ―se excusó Dan―. Aunque confieso que Frisco no es precisamente un nido de ángeles.

      ―Ese dinero que has traído, ¿lo has ganado en el juego?

      ―No. En el juego gané mucho dinero. Pero acabé por perderlo todo. Éste que he traído lo gané especulando, que no deja de ser un juego, pero de categoría. El otro juego lo dejé antes de que fuese demasiado tarde. Las cartas son mala compañía.

      ―Gracias doy a Dios porque lo decidiste. No vuelvas a jugar. Si sintieras esa tentación, aléjate a tus praderas, a tus montañas. Ésa es una pasión que lleva a todo lo peor.

      ―Por este lado no hay cuidado. Ya estoy bien escarmentado. Lo que realmente me preocupa es mi carácter. Cuando me excito, no me contengo. Bien está que uno se lie la manta a la cabeza cuando lucha con un búfalo. Pero con un hombre ya es distinto. Quisiera dominarme más, porque temo que algún día mate a alguien. Por ejemplo: me sacan de quicio las personas falsas, los hipócritas.

      ―Esta agresividad la tienes de pequeño. Comprendo bien lo que eso representa, porque también yo he debido luchar para dominarme. Pero por mucho que te cueste, debes conseguirlo. No se puede permitir que por un momento de ira o de ofuscación se pierda toda la labor de una vida. Te aconsejo como a Nath. En los momentos difíciles, la oración es un buen consuelo y la mejor ayuda.

      ―Con sinceridad debe confesar que rezo pocas veces. Pero procuro dominarme todo cuanto puedo. Lo mejor será que me vuelva a las Rocosas y no regrese hasta que esté manso como un cordero.

      ―O bien todo lo contrario. Que procures alternar con personas de verdadera categoría moral que te vayan puliendo. A mí me parece que con nosotros no has estado violento, ¿verdad? Eso es porque te hemos tratado con cariño, con lealtad y con sencillez.

      ―No crea que no lo agradezco…

      ―Cuanto te vayas procura leer mucho. Yo te proporcionará ahora algunos libros.

      Ambos se encaminaron hacia los estantes llenos de libros.

      ―Escoja libros de viajes y aventuras. No me dé libros piadosos, porque no los leo con gusto.

      Jo se volvió y le miró serenamente.

      ―Dan, no te esfuerces en aparecer peor de lo que eres. Ni hables con desprecio de las cosas buenas. No vayas a abandonar la religión por una falsa vergüenza, que sólo sienten los hombres sin carácter. No es necesario hablar de religión a todas horas. Basta que obres de acuerdo con, ella y le tengas abierto siempre el corazón para todo lo bueno que de ella pueda venirte. No rechaces esta esperanza. Ella te ayudará a superarte.

      La mirada de Dan se dulcificó bajo las palabras de Jo. Tenía en realidad un corazón bueno y generoso, pero a sus rudas maneras parecía estorbarle cualquier concesión de tipo espiritual.

      Jo prosiguió; sabiendo que había llegado a la conciencia del muchacho:

      ―En tu equipaje he visto aquella Biblia que te regalé. Me alegra que la conserves. Pero más contenta estaría si se viera menos nueva, más usada. Haz una cosa por mí, Dan. Muy poca cosa. Prométeme que cada domingo, estés donde estés, la leerás un ratito. Siempre te enseñará algo. Siempre te guiará. ¿Lo harás, Dan? No te pido mucho.

      ―Lo haré ―y en el rostro de Dan nació una amplia sonrisa, sincera, como todas sus reacciones. Jo no quiso hablar más. Se consideraba dichosa con aquella seguridad.

      Por eso dejó los sermones y consejos y se dedicó a elegir algunos libros. Dan también curioseó en la biblioteca.

      ―¡Vaya! aquí está Sintram. Recuerdo que ése era uno de los pocos cuentos que me gustaban cuando niño. ¿Se acuerda usted?

      Jo tomó el libro. Mientras lo hojeaba deteniéndose en las láminas fue trazando una comparación.

      ―Tú y Sintram tenéis muchas analogías. Como él, tú debes luchar solo. Tus enemigos son el pecado y las pasiones; el mal espíritu te hace andar errante por el mundo en busca de fuerza y paz. Incluso como Sintram tus dos compañeros son una yegua y un perro: Octto y Don. No tienes armadura para defenderte, como él, pero acabo de aconsejarte una que te irá maravillosamente: la Biblia. ¿Recuerdas que Sintram luchaba por su madre? Lucha y vence por ella, Dan.

      Era conmovedor ver aquel hombrón, ganado por aquellas sugerencias; Sin embargo, se resistía. Quería aparecer duro, escéptico.

      ―No es posible que tengamos el mismo fin Sintram y yo. Él encontró a su madre, yo…

      ―… a ti te espera en el cielo.

      ―¡Bah! No me convence esa idea. ¿Por qué había ella de esperarme?

      ―¿Preguntas por qué, Dan? Yo te lo diré. Porque las madres nunca olvidan, si son buenas. Y la tuya lo era. Ella huyó lejos de tu madre para salvar a su hijito, para salvarte a ti, de su mala influencia. Si ella viviera todavía, tu vida habría sido mucho más feliz, Haz que su enorme sacrificio no haya sido estéril.

      Sorprendida por el silencio de Dan, Jo le miró. Por un instante pudo ver una lágrima rebelde deslizándose por su mejilla curtida.

      Al sentirse observado, con un enérgico restregón Dan la hizo desaparecer al momento.

      ―Bien, me llevaré el libro y lo leeré. Me gustaría encontrar a mi madre donde quiera que ella esté. Pero duda que sea posible…

      ―Llévatelo y ten la seguridad de que «tus dos madres» pensaran siempre en ti.

      La partida de los viajeros fue muy emocionante. Numerosos pañuelos agitados con emoción los despidieron. Ellos correspondían mientras se alejaban, dedicando sus postreros adioses a mamá Bhaer.

      Jo se enjugó unas lágrimas. Casi murmurando dijo:

      ―Tengo el presentimiento de que a uno de los tres ya no volveré a verle… o le veré totalmente cambiado. ¡Que Dios los guarde!

      CAPÍTULO VII

      EL LEÓN Y EL CORDERO

      La marcha de los tres jóvenes fue la señal para una desbandada casi completa.

      El profesor llevó a Jo a las montañas para que descansase. Los Laurence se tomaron unas vacaciones en la orilla del mar. La familia de Meg y los hijos de Jo se turnaban en la vigilancia y cuidado de las casas, en Plumfield, entre visitas al mar o a la montaña.

      Cuando ocurrieron los sucesos que vamos a relatar, en Plumfield estaban Meg, Daisy, Rob y Teddy. Los dos muchachos acababan de regresar.

      Como Nan había ido a pasar una semana con su amiga, y John y Tom estaban de excursión, el lugar había quedado desierto.

      El hombre de la casa era Rob que ayudado del viejo Silas estaba de vigilante general.

      Tal vez fueran los efectos del aire de mar,


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