100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.una ley que proteja a los desgraciados autores ―se lamentó Jo ante un enorme montón de cartas que acababa de recibir―. Es importante que se defiendan los derechos de autor. Pero para mí lo es mucho más que se defienda mi tiempo. ¿No dicen que el tiempo es oro? ¿Y que la paz es salud? Pues no puedo disfrutar en paz de mi tiempo. Como si no me perteneciera. Dicen que son mis admiradores y obran como si fuesen enemigos, acosándome, atosigándome a todas horas y de todas formas. En ocasiones me dan ganas de refugiarme en la selva. Tal vez entonces podría respirar a pleno pulmón, sin que se me estudiara y observase. Ni siquiera en América, la libre América, es libre una persona de cerrar las puertas de su casa a quien le resulte molesto.
Mientras hablaba así, Jo leyó con desgana alguna de las cartas. Luego prosiguió:
―Hay que tomar una decisión y la tomo. No voy a contestar ninguna de estas cartas. ¿Ves ésta? Juraría que ya he mandado seis autógrafos a su autor. Seguramente los quiere para venderlos. ¿Y esta otra? Me escribe una colegiala. Si la contesto, escribirán todas sus condiscípulas. Nada; lo dicho: todas las cartas al cesto. No faltaría más.
La acción siguió a la palabra y al cesto fueron todas. Teddy se ofreció:
―Mientras tú desayunas, yo puedo leer algunas.
Tomó una de ellas y la leyó con curiosidad, porque el sello correspondía a una nación sudamericana.
―Oye ésa, mamá: «Señora: Ya que el cielo premió sus esfuerzos con la fortuna, me atrevo a dirigirme a usted confiando querrá proporcionarnos fondos para adquirir un nuevo servicio para el altar de nuestra capilla. Cualquiera que sea la religión de usted, estoy seguro responderá generosamente a la petición que le formulamos. Respetuosamente le saluda, X. Y. Zavier».
―Contéstale con una amable negativa. Dile que todo cuanto puedo dar lo destino a alimentar y vestir a los pobres que tengo a la puerta de mi casa. Ésa es mi acción de gracias por mis éxitos.
Jo miró uno de los sobres. La letra grande y desigual y los renglones torcidos le hizo suponer acertadamente que la había escrito un niño. Ganada por la curiosidad, le dijo a Teddy:
―Ésa la contestaré yo mismo. Es de una niña enferma, que me pide un libro que desde luego le enviaré. Pero no puedo atender a todos. ¿Y ésa que tienes?
―Es una cartita corta y simpática ―contestó Rob, que se había unido a la tarea―. «Querida señora Bhaer: He leído todas sus obras varias veces. Son estupendas. No deje de escribir, por favor. Su admirador, Billy Babcock».
―Sí. Realmente es simpática. De este niño debieran aprender muchos mayores. Ha leído las obras varias veces y sólo entonces se atreve a expresar su opinión, sin pedir nada a cambio de la alabanza. Ya que no pide contestación, escríbele y le das las gracias por su atención.
Rob se echó a reír leyendo otra carta.
―Escucha, escucha ésa. Es de una señora de Inglaterra. Tiene siete hijas. Te pide le aconsejes a qué podría dedicarlas… ¡Y la mayor tiene solamente doce años!
―Bueno, la contestaré también. Yo no tengo hijas, por lo cual mi consejo tal vez no sea el mejor. Pero a esa edad lo mejor que puede hacer es dejarlas correr y triscar. Que crezcan sanas y fuertes. Luego, tiempo habrá de pensar en su carrera.
―Aquí hay la de un individuo que pregunta si conoces alguna joven apropiada para él, que se parezca a las heroínas de tus novelas.
―Dale las señas de Nan ―sugirió «el león» en son de burla―. Sería interesante saber si era capaz de domarla.
―Esta otra es la de una señora que desea adoptes a su ―hijo y le envíes un par de años al extranjero para que estudie Bellas Artes.
―¡Ni pensarlo! Con vosotros dos tengo bastante.
Estos son unos ejemplos tan sólo. La correspondencia era abundantísima. Cada día en aumento. Cada día, también, más absurda. Esto justificaba sobradamente la decisión de Jo de prestarles la mínima atención posible. Era la única manera de defender su tiempo y defenderse ella misma.
―Bueno, ahora me pondré a trabajar, porque las continuaciones no pueden esperar más. Voy muy retrasada. No estaré para nadie. Sea quien fuere. Aunque se presentase la mismísima Reina Victoria.
―Espero que la jornada te sea fructífera ―le contestó su esposo, que también había estado despachando su correspondencia―. Almorzaré en el colegio con el profesor Plock que hoy nos visita. Los Junglinge van al «Parnaso». De forma que podrás trabajar tranquila.
Besó cariñosamente la frente de su esposa y salió, llevando los bolsillos llenos de libros, una cartera con diversas muestras de piedras para la clase de geología y un viejo paraguas.
―Desde luego, si todos los maridos fuesen como tú, todas las escritoras rendirían mucho más y vivirían más y mejor ―murmuró Jo, saludando afectuosamente al profesor Bhaer, en marcha ya hacia el colegio.
Siguiendo los pasos de su padre, tan cargado de libros como él y con idéntico caminar cachazudo y tranquilo, Rob se encaminó a la escuela.
Observándolos tan iguales y sabiendo lo buenos y pacíficos que eran, Jo sonrió complacida.
―Ahí van mis dos profesores. ¡Dios los bendiga!
Emil ya no estaba en casa. Había regresado al barco. Teddy andaba aún por la habitación, pretextando buscar algo.
Antes de ponerse a escribir, Jo quiso dar los últimos toques al arreglo de la salita. Estaba arreglando un visillo de la ventana cuando divisó a un artista tomando un croquis de la casa. Simultáneamente, vio detenerse un coche ante la puerta, y unos instantes después sonaba la Campanilla.
―Allá voy, mamá ―se ofreció Teddy, mientras con un manotazo trataba de dominar un mechón que le caía por los ojos.
―No deseo ver a nadie. Arréglate como puedas para darme tiempo a escapar ―murmuró Jo, disponiéndose a esconderse. Pero antes de lograrlo, un hombre entró en la habitación. Llevaba una tarjeta en la mano.
Jo tuvo el tiempo justo para esconderse tras una cortina. Teddy se encaró al desconocido con el ceño fruncido.
―Estoy escribiendo una serie de artículos para el Saturday Tatler. Deseo hablar con la señora Bhaer ―y mientras decía esto con acento de importancia tomaba mentalmente nota de todos los detalles de la habitación, con objeto de aprovechar el tiempo.
―La señora Bhaer tiene por costumbre no recibir periodistas.
―Pero seguramente hará una excepción conmigo. Unos segundos tan sólo…
―El caso es que no puede ser. Porque en este momento no está en casa. ―Y mientras afirmaba seriamente esto, Teddy trataba de adivinar si su madre había salido ya por la ventana como otras veces tuvo que hacer.
―¡Vaya, sí que lo siento! Volveré otro día. ¿Es ése su estudio? ―mientras hablaba se esforzaba por entrar en el aposento.
Teddy hizo honor a su apelativo de «león». Con firmeza mantuvo a raya al intruso.
―No. No lo es.
―Usted podría ayudarme. Por ejemplo: ¿qué edad tiene la señora Bhaer? ¿Dónde nació? ¿Cuál fue la fecha de su boda? ¿Cuántos hijos tiene?
―Verá…, tiene cerca de sesenta años; nació en Nueva Zembla; hoy, precisamente, se cumplen cuarenta años de su boda y tiene once hijos.
La disparatada respuesta y la cara totalmente seria de Teddy contrastaban tanto, que el periodista se echó a reír. Se daba por vencido.
Pero en el mismo instante irrumpió en la casa una señora seguida por tres muchachas recién acicaladas.
―Hemos venido desde Oshkosh, y desde luego no queremos marcharnos sin ver a nuestra querida tía Jo. Mis hijas han leído todos sus libros y están verdaderamente desesperadas por conocerla. Ya me doy cuenta