100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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      Regresó entonces al claro donde lo esperaban las fieras y anunció con gran orgullo:

      —Ya no tienen que temer más al enemigo.

      Todas las bestias se inclinaron ante él, proclamándolo su Rey, y el León prometió regresar a gobernarlos una vez que Dorothy hubiera partido de regreso a Kansas.

      CAPÍTULO 22

      EL PAÍS DE LOS QUADLINGS

      Los cuatro viajeros pasaron sin inconvenientes por el bosque, y al salir de sus umbrías profundidades vieron ante ellos una empinada colina salpicada desde arriba hasta abajo por grandes rocas.

      —Será una subida difícil —comentó el Espantapájaros—, pero tendremos que hacerlo.

      Así diciendo, encabezó la marcha seguido por los otros, y habían llegado casi a la primera roca cuando oyeron una voz áspera que gritaba:

      —¡Atrás!

      —¿Quién eres? —preguntó el Espantapájaros.

      Asomó entonces una cabeza por sobre la roca y la misma voz replicó:

      —Esta colina nos pertenece y no permitimos pasar a nadie.

      —Pero es que debemos pasar —objetó el Espantapájaros—. Vamos al país de los Quadlings.

      —¡No pasarán! —declaró la voz, y desde detrás de la roca salió a la vista el hombre más extraño que jamás hubieran visto los viajeros.

      Era bajo y robusto, y poseía una enorme cabeza algo chata y sostenida por un grueso cuello lleno de arrugas. Mas no tenía brazos, y al ver esto, el Espantapájaros no temió que un ser tan indefenso pudiera impedirles ascender por la colina. Por eso dijo:

      —Lamento no hacer lo que deseas, pero, te guste o no, tendremos que pasar por tu colina.

      Y se adelantó con gran decisión.

      Tan rápida como el rayo, la cabeza del otro partió hacia adelante y su cuello se estiró hasta que su coronilla, que era chata, golpeó el pecho del Espantapájaros y lo arrojó dando tumbos cuesta abajo. Casi con la misma rapidez volvió la cabeza al cuerpo, y el hombre rio con aspereza al tiempo que decía:

      —¡No les será tan fácil como piensan!

      Un coro de ruidosas risas partió de las otras rocas y Dorothy vio entonces a centenares de los Cabezas de Martillo que se hallaban diseminados por la cuesta.

      El León se puso furioso al oír la risa con que festejaban la caída del Espantapájaros y, lanzando un rugido atronador, echó a correr cuesta arriba.

      De nuevo salió una cabeza a gran velocidad y el enorme León cayó rodando por la colina como si le hubiera golpeado una bala de cañón.

      Dorothy corrió para ayudar al Espantapájaros a levantarse, y el León fue hacia ella, sintiéndose dolido y molesto, al tiempo que decía:

      —Es inútil combatir con gente que dispara la cabeza como si fuera una bala. Nadie podría enfrentarlos.

      —¿Qué hacemos entonces? —preguntó ella.

      —Llama a los Monos Alados —sugirió el Leñador—. Todavía puedes darles una orden más.

      —Muy bien —repuso ella y, poniéndose el Gorro de Oro, pronunció las palabras mágicas.

      Los Monos fueron tan puntuales como siempre, y en pocos momentos estuvo toda la banda frente a ella.

      —¿Qué nos ordenas? —preguntó el Rey, haciendo una reverencia.

      —Llévanos por sobre esta colina hasta el país de los Quadlings —pidió la niña.

      —Así se hará —repuso el Rey.

      Acto seguido, los Monos Alados se apoderaron de los cuatro viajeros y de Toto y se alejaron volando con ellos. Cuando pasaron por sobre la colina, los Cabezas de Martillo aullaron de furia y lanzaron sus cabezas hacia lo alto, mas no pudieron alcanzar a los simios voladores, quienes se llevaron a Dorothy y sus amigos al otro lado de la montaña y los bajaron en el hermoso país de los Quadlings.

      —Esta es la última vez que nos llamas —dijo el jefe a Dorothy—. Así que adiós y buena suerte.

      —Adiós y muchísimas gracias —respondió la niña, y los Monos levantaron vuelo y se perdieron de vista en un abrir y cerrar de ojos.

      El país de los Quadlings parecía muy próspero. Abundaban los cereales en sus campos, los caminos estaban bien pavimentados y por doquier veíanse murmurantes arroyos de agua clara cruzados por puentes muy bien construidos. Las cercas, casas y puentes estaban pintados de rojo vivo, tal como eran amarillos en el país de los Winkies y azules en el de los Munchkins. Los mismos Quadlings, que eran bajos, regordetes y bienhumorados, vestían todos de rojo, destacándose así contra el fondo verde del césped y el amarillo oro de los granos maduros.

      Los Monos habían dejado a los viajeros cerca de una granja y los cuatro amigos marcharon ahora hacia la casa y llamaron a la puerta, la que abrió la esposa del granjero. Cuando Dorothy le pidió algo de comer, la mujer les brindó a todos una buena comida, con tres clases de pastel y cuatro clases de bizcochos, así como un tazón de leche para Toto.

      —¿Queda lejos el castillo de Glinda? —preguntó la niña.

      —No mucho —fue la respuesta—. Tomen el camino del Sur y pronto llegarán a él.

      Luego de dar gracias a la buena mujer, partieron de nuevo y marcharon por entre los campos sembrados y los bonitos puentes hasta que vieron ante ellos un castillo muy hermoso. Ante las puertas se hallaban tres mujeres jóvenes que vestían vistosos uniformes rojos con adornos dorados.

      Al acercarse Dorothy, una de ellas le preguntó: ¿Por qué vienen al País del Sur?

      —Queremos ver a la Bruja Buena que gobierna aquí —contestó la niña—. ¿Nos llevarán ante ella?

      —Denme sus nombres y preguntaré a Glinda si quiere recibirlos.

      Le dijeron quiénes eran y la joven soldado entró en el castillo para regresar poco después y anunciarles que podían pasar.

      CAPÍTULO 23

      GLINDA OTORGA A DOROTHY SU DESEO

      Empero, antes de que pudieran ver a Glinda, los condujeron a una estancia del castillo donde Dorothy se lavó la cara y peinó, el León se sacudió el polvo de la melena, el Espantapájaros mejoró su forma y el Leñador lustró su cuerpo y aceitó sus coyunturas.

      Cuando estuvieron presentables, marcharon con la joven soldado a una amplia sala donde la Bruja Glinda se hallaba sentada en un trono de rubíes.

      Era joven y hermosa, de abundosos cabellos rojos que caían en ondas sobre sus hombros, y estaba ataviada con un vestido de un blanco inmaculado. Sus ojos azules miraron bondadosos a la niñita.

      —¿Qué puedo hacer por ti, pequeña? —preguntó.

      Dorothy le relató su historia, explicándole cómo el ciclón habíala llevado al País de Oz, cómo había hallado a sus compañeros y de qué modo hicieron frente a los peligros que les salieron al paso.

      —Lo que más deseo ahora es regresar a Kansas —finalizó—, pues mi tía Em debe temer que me ha sucedido algo terrible, lo cual la hará ponerse luto y, a menos que las cosechas hayan sido mejores que el año pasado, estoy segura de que tío Henry no podrá hacer ese gasto.

      Glinda inclinóse hacia adelante para besar el dulce rostro de la niñita.

      —¡Bendita seas! —dijo—. Claro que puedo indicarte el modo de regresar a Kansas... Pero si lo hago tendrás que darme el Gorro de Oro.

      —¡Con gusto! —exclamó Dorothy—. La verdad es que ya no me sirve, y cuando lo tengas tú, sólo podrás dar tres órdenes a los Monos Alados.

      —Y


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