100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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Creador el don de la vida y la dicha de vivirla, especialmente después de haber pasado por tales adversidades.

      Pensando así, Emil, el jovial y alegre marino, el muchacho siempre dispuesto a entonar una canción o bromear con una joven, elevó mentalmente una oración:

      «Gracias, señor, por todo».

      CAPÍTULO XII

      LA NAVIDAD DE DAN

      ¡Cómo hubiera sufrido Jo de enterarse del paradero de Dan!

      Porque Dan ¡estaba en la cárcel!

      Mientras en Plumfield se celebraba la Navidad, el muchacho estaba solo en un calabozo, esforzándose por leer en la penumbra aquel librito que ella un día le regaló.

      Las lágrimas que se le escapaban no eran de dolor físico. Las producían aquella sencilla y aleccionadora historia que con tanto interés leía, y todo lo que acudía a su mente.

      La causa de que se hallara en aquel lugar había que buscarla en su naturaleza indómita, y puede explicarse en forma breve.

      Durante el viaje, Dan trabó conocimiento con un joven simpático y expresivo. Le interesó especialmente porque explicó que se dirigía a Kansas para reunirse con unos hermanos suyos. Aquél era precisamente el destino de Dan.

      El viaje era largo y pesado. Había tiempo para todo. No es raro, por tanto, que saliera una baraja y se organizara en seguida una partida.

      Dan, fiel a su promesa, se abstuvo de tomar parte, pero viendo que el joven e imprudente compañero de viaje exhibía una repleta cartera de dinero decidió estar alerta. Porque dos de los jugadores no tenían muy buena catadura.

      No necesitó mucho tiempo Dan para advertir que había dos jugadores confabulados en desposeer a aquel muchacho, que dijo llamarse Blair y que le recordaba vagamente a Teddy.

      Blair no hizo ningún caso a su advertencia, formulada disimuladamente. No sólo siguió jugando, sino que en uno de los transbordos, que debían efectuar para enlazar al otro día con un tren distinto, Blair desapareció. Después de buscarle un buen rato, llamándose mentalmente tonto por preocuparse así de un extraño, Dan le encontró en un garito. Jugaba a las cartas con aquellos ventajistas.

      Como si fuera un hermano menor, Dan pretendió llevárselo.

      ―No puedo ir con usted ―contestó el joven, apuradísimo―. He perdido casi todo el dinero que no me pertenecía. ¿Cómo podría presentarme ante los míos?

      Con la esperanza de recuperar lo perdido, Blair deseaba seguir jugando, en vista de lo cual Dan se situó a su espalda, con objeto de evitar le siguieran haciendo trampas.

      La seguridad de Dan atemorizó un poco a aquellos dos individuos. Para disimular siguieron jugando, pero limpiamente. Blair ganó entonces alguna mano lo cual le entusiasmó.

      ―Me parece que me da usted suerte. No se vaya, por favor. Deseo recuperar todo lo perdido.

      Eso era precisamente lo que no querían los jugadores de ventaja, por lo cual decidieron volver a usar los trucos ilícitos.

      A la penetrante mirada de Dan no escapó el detalle. Serenamente, pero demostrando una absoluta seguridad y un valor extraordinario, acusó a los dos sujetos:

      ―Acaban de hacer trampa. Se han cambiado dos cartas.

      ―¿Usted insinúa…,? ―preguntó uno de ellos; con mirada feroz.

      ―No insinúo. Afirmo. Son dos tramposos.

      ―¡Te voy a…!

      ―Yo en tu lugar me calmaría. Venga, devuelve ahora mismo a este muchacho lo que le has estafado. ¡Rápido!

      Creyendo que Dan estaba pendiente de su compañero, uno de los dos jugadores intentó sacar un revólver.

      Dan obró con rapidez y contundencia. De un manotazo desvió el arma en el preciso momento en que se disparaba. La bala se incrustó en el suelo de madera. Simultáneamente, con el otro puño golpeó con violencia el mentón de su enemigo, que después de dar unos traspiés cayó pesadamente contra una estufa de hierro, en la que se golpeó la cabeza.

      Desde la estufa, cayó pesadamente al suelo, sangrando abundantemente por la cabeza y quedando inmóvil. En un instante se armó un tumulto espantoso. Dan cogió a Blair por un hombro. Con firmeza le ordenó:

      ―No te preocupes por mí. ¡Escápate!

      Así lo hizo el muchacho, perdiéndose de vista. Dan, en cambio, permaneció allí, y se dejó detener. Pasó la noche en la comisaría.

      Días después fue juzgado por homicidio involuntario y condenado a un año de trabajos forzados y ello gracias a la existencia de circunstancias atenuantes.

      En el juicio, Dan dio como suyo el nombre de David Kent, con objeto de que sus amigos no se enteraran de los hechos en el caso de que la prensa relatase lo sucedido.

      Sabía positivamente que si avisaba al señor Laurence acudiría en su auxilio inmediata y eficazmente. Pero no quiso pasar por la vergüenza.

      ―No he sabido contenerme, mía es la culpa. Mío debe ser el castigo.

      Pese a estos pensamientos, a punto estuvo de enloquecer durante su encierro. Paseaba por la celda como una hiena enjaulada, con gran regocijo del carcelero, hombre duro y cruel.

      El capellán de la cárcel, por el contrario, era dulce y bondadoso. Trató de consolar a Dan, pero hubo de desistir por hallarle impenetrable a las buenas palabras. Con muy buen sentido, aquel sacerdote pensó que el duro trabajo aplacaría aquel carácter indomable.

      Dan fue destinado a una fábrica de escobas. Buscó consuelo en la actividad y trabajó incansablemente. Ello le granjeó la aprobación del maestro, pero también la rabia y el desprecio de los penados, que se veían puestos en evidencia por él.

      Un día y otro día. Semana a semana… Escobas, escobas… Silenciosos paseos por los patios carcelarios, siempre en fila india, entre criminales de lo más abyecto; era un tormento físico y moral insufrible para Dan.

      ―Lo soportaré sin quejarme ―se decía a cada momento.

      Pero había tal brillo en sus ojos cuando veía una injusticia o una brutalidad, que los guardianes comentaban entre sí:

      ―Ése es peligroso. Cualquier día estallará.

      En la cárcel había un hombre llamado Mason, cuya condena estaba pronta a expirar. Sin embargo, era evidente que por próximo que estuviera su fin, difícilmente llegaría a vivirlo, porque su salud estaba quebrantadísima.

      Dan le ayudaba en todo cuanto podía, haciendo buena parte de su trabajo, que Mason no habría podido terminar.

      También hubo para Dan momentos de desánimo. En la soledad de la celda meditaba en ocasiones, y los sombríos pensamientos laceraban su alma.

      ―Todo ha terminado para mí. Ya no tengo remedio. He arruinado mi vida definitivamente. ¿Para qué luchar más para ser mejor? ¡Si es inútil! Mejor será que cuando salga me dedique a gozar de todo sin importarme nada más.

      En otras ocasiones iba más lejos todavía:

      ―¿Para qué esperar al término de la condena? Debo escaparme. En esta cárcel me consumiría. Tengo que buscar un plan.

      Y pensaba durante horas descabellados y atrevidos planes de fuga.

      Luego, llegaba el sueño piadoso, y la paz volvía a su atormentada vida.

      La víspera del Día de Acción de Gracias visitó la cárcel una comisión de un comité benéfico. Temeroso de ser reconocido por alguno de sus miembros, Dan entró en la capilla cabizbajo.

      Una señora, de muy agradable aspecto maternal, les dirigió la palabra para contarles una historia:

      ―Eran dos soldados, caídos en el frente con una herida similar. Ambos deseaban conservar la mano


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