100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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las demás embarcaciones. Así, a la luz del alba, por todos lados había la más absoluta desolación, sin rastro alguno de los demás supervivientes.

      Un rápido recuento de las provisiones vino a demostrar que éstas no iban a escasear en un plazo prudencial de tiempo. En cambio, el agua había sido almacenada en escasa cantidad y de la existente debía gastarse una buena parte para lavar las heridas del capitán.

      Emil se hizo cargo de la situación, y dictó las órdenes oportunas para un severo racionamiento. Aunque estaban dentro de las líneas más frecuentadas y era de esperar, por tanto, una rápida ayuda, había que prevenirse por si la estancia en el mar, dejados a sus escasos recursos, se prolongaba excesivamente.

      ―Los efectos de la herida tienen amodorrado a su esposo. Pero no creo que sean graves ―afirmó Emil a la señora Hardy para animarla.

      ―Tiene mucha fiebre y con este sol…

      ―Manténganle siempre fría la cabeza con trapos empapados. Humedézcale los labios con frecuencia porque la fiebre le seca la boca.

      ―Tenemos poca agua, señor Hoffmann, y si se emplea para eso… ―protestó un marinero.

      Emil le miró fijamente hasta hacerle bajar la vista avergonzado. Luego le contestó:

      ―El agua se empleará en lo que sea más conveniente. Tú tendrás tu ración como los otros. El capitán tendrá la suya y usaremos la mía para ayudar a su curación.

      ―Cuente usted conmigo ―se adhirió otro marinero.

      ―Y conmigo ―añadió otro de los tripulantes del bote.

      El incidente estaba zanjado por el momento. Sin embargo, Emil se daba perfecta cuenta que debía mostrarse inflexible si quería mantener el orden en aquella pequeña embarcación, caso de que el agua escaseara de verdad. Si el pánico cundía, aquellos rudos marinos podrían convertirse en seres peligrosos.

      Una solución era mantener elevada la moral. Demostrar una seguridad absoluta en la salvación de todos. Estar alegre. Esto ayudaría también a tranquilizar aquellas dos mujeres de cuya salvaguardia era ahora el encargado.

      Pasó el primer día y la primera noche en forma satisfactoria. Sin embargo, al segundo día empezó a cundir el desánimo. El malhumor era patente, el desaliento crecía. Se discutía… Se presentaba resistencia a remar por parte de los marineros.

      Al tercer día, el agua era escasísima y su necesidad imperiosa, batidos como estaban por aquel sol de fuego. Emil, pese a que en tres días apenas probó el líquido vital, propuso que todos los marinos renunciasen a la mitad de su ración en favor del herido y de las mujeres.

      La reacción de la mayoría fue negativa. Las privaciones habían despertado en ellos los instintos primitivos y alejado todo sentimiento humanitario.

      Vencido por el cansancio, porque estaba sin dormir desde la noche antes del incendio, Emil cedió la guardia a un marinero de su confianza.

      Aprovechando que entonces no los podía ver, dos de los tripulantes del bote se abalanzaron sobre el barrilillo del agua, del que se bebieron todo el contenido. Luego cogieron una botella de ron que apuraron totalmente también.

      Alertado por María, Emil intervino rápidamente, pero sin poder evitar la pérdida total del agua.

      Aquellos dos rebeldes marinos le hicieron frente, enardecidos por el alcohol. Emil derribó a uno de ellos. El otro, perdidas sus facultades a consecuencia del ron ingerido, se lanzó de cabeza al agua en la que se debatió unos momentos tratando de nadar sin conseguirlo. Se intentó ayudarle, pero fue inútil. Su cuerpo se hundió en las profundidades del mar.

      Con el corazón encogido ante tal horrorosa escena, los supervivientes acudieron a atender al marino derribado por Emil, que seguía exánime en el fondo del bote. Su sorpresa fue inaudita cuando pudieron comprobar que estaba en los estertores de la muerte por los terribles efectos del alcohol bebido en cantidad, después de haber estado unos días sin apenas comer. No hubo salvación para él.

      Esta doble tragedia acabó con la moral de todos.

      Sin agua, con dos mujeres a bordo y un herido enfebrecido, a merced de las olas… Sin esperanza…

      Desde aquel momento, el silencio fue absoluto. Sólo alguna oración, levemente murmurada, y el enervante ruido de las olas.

      Como una burla del destino, que elevó su alegría hasta el paroxismo, en el horizonte apareció una vela. ¡Estaban salvados! Pero su desánimo fue mucho mayor cuando pese a sus desesperadas señales aquel navío se alejó sin verlos.

      Sintiéndose responsable de aquellas vidas y no estando en su mano hacer nada para salvarlas, Emil sufría en su fuero interno. Veía al bravo capitán, inconsciente y delirando. A su desesperada esposa, dedicada a atenderle, sin una queja, pese a las privaciones a que se veía sometida. Emil veía también a María, frágil, bonita y espiritual, haciendo frente valerosamente a aquella desesperada situación pese a estar totalmente aterrada.

      La miró, especialmente, cuando oyó entonar, con débil voz, un himno que Emil conocía desde muchacho. Pese a que las preocupaciones le embargaban, Emil hizo coro a la joven, cantando aquella bonita canción-plegaria.

      Emil recordaba a Jo y sus últimos consejos, y se dijo: «Pase lo que pase, aunque ellos no tengan que verme nunca más ni lleguen a enterarse de esto, quiero que puedan estar orgullosos de mí».

      Después de aquel esfuerzo, quedaron medio amodorrados por el calor. De repente, un grito los despertó a todos.

      ―¡Llueve! ¡Llueve! ¡Está lloviendo!

      Efectivamente. Con timidez al principio, con mucha mayor intensidad después, gruesas gotas fueron cayendo del cielo.

      Recibieron la lluvia con alegría, con exclamaciones de gozo. Se sentían felices al notar que se empapaban los vestidos, mojándose el rostro, calándose…

      Emil venció la tentación de dejarse llevar por la alegría y dispuso las cosas para aprovechar aquel feliz acontecimiento.

      ―¡Extended las lonas haciendo bolsas! Hay que recoger todo el agua que sea posible.

      Como enormes embudos, las lonas vertían el agua de la lluvia a los barrilitos, que terminaron por llenarse.

      Aquello fue sólo el principio de la felicidad. Porque al amanecer, con el cielo ya despejado de nubes, Emil avistó la proximidad de un velero.

      Sus señales fueron pronto divisadas y el navío viró en su busca. Poco después se hallaban en la cubierta del Urania. Viendo que todos estaban debidamente atendidos, Emil, en funciones de capitán del barco hundido, por imposibilidad del capitán Hardy, dio detallada cuenta del accidente sufrido que supuso la pérdida del Brenda.

      Ni por un momento pensó en sí mismo. Primero los demás, luego el deber.

      Cuando hubo cumplido su obligación y atendido la curiosidad de los oficiales del Urania aclarándoles algunos detalles, se sintió desfallecer.

      Llevaba cuatro días sin probar alimento alguno y sin beber otra cosa que unos sorbos de agua de lluvia.

      Aún así, se excusó:

      ―No es nada. Un ligero desfallecimiento.

      Fue llevado a un camarote y acostado, casi a la fuerza en una litera y revisado debidamente por el médico de a bordo.

      ―Estoy bien, doctor, no es nada. ¿Y los demás?

      ―Los he visto a todos. Tienen gran agotamiento, pero nada grave. El capitán Hardy, en cuanto se reponga de los efectos de la fiebre, tendrá que batallar con unas heridas de segundo grado. Pero estoy seguro que no habrá complicaciones.

      ―¡Menos mal! ¡Ah! Oiga, doctor. He perdido la noción del tiempo. ¿Qué día es hoy?

      ―Es el día de Acción de Gracias, muchacho. Lo celebraremos con un almuerzo al estilo de Nueva Inglaterra. Le va a sentar bien después de estos días, ¿eh?


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