100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.de estudios le anunció su inmediato viaje a América, pidiéndole la dirección del profesor Bhaer para visitarle.
―Me presentaré como amigo tuyo y me atenderá. Sobre todo cuando sepa que siempre nos divertimos juntos.
―Verás…, es que… ―balbució Nath.
Aquello era un pequeño problema. Porque aquel amigo era muy capaz de contar todo cuanto hacía, y Nath no lo deseaba. Para salir del paso sólo había una solución.
―Toma, ésa es su dirección.
Y se la dio de tal manera que no era probable que consiguiese localizar al profesor por mucho que lo intentase. Pero cuando las preocupaciones de Nath tomaron incremento alarmante fue al llegar a casa.
―¡Dios mío, qué es eso!
Eran facturas. Montones de facturas que ante la proximidad de fin de año le habían sido enviadas para que atendiese su pago. Modestas unas, de mayor importe otras, entre todas formaban una considerable cantidad, que aterró a Nath.
―¡Qué locura! ¿Cómo soluciono ahora eso?
Además de las facturas había una carta de casa. Le felicitaban el Año Nuevo.
Miró en derredor decidido a buscar un remedio.
―Venderé todo eso. Volveré a la pensión donde estaba. Trabajaré en lo que sea. Pero no les pediré más dinero. Me quieren tanto que no puedo defraudarlos.
Uno de sus primeros pasos fue contárselo lealmente al profesor Bergmann, quien le aconsejó debidamente para que del lance sacase la oportuna lección.
―Te prometo no divulgar esto. Pero tú debes hacer lo restante. Estudia mucho y trabaja cuanto sea necesario.
―Lo haré, profesor. Una lección de ésas basta para aprender.
CAPÍTULO XIV
GALA TEATRAL EN PLUMFIELD
Reseñar la historia de la familia March sin aludir a sus representaciones teatrales sería olvidar algo de importancia.
Al construirse el colegio, Laurie quiso que se le añadiera un teatro, reducido, pero completísimo. En su telón aparecía Apolo rodeado de las Musas, y por ingenio y habilidad del pintor el dios era muy parecido al señor Laurence.
El ingenio y la habilidad de la familia proporcionó toda clase de artistas para este teatro. Llegaron a representar obras de gran calidad.
Jo quiso prescindir de las obras entonces en boga, casi siempre adaptadas del francés, amaneradas y parecidas todas ellas. Quiso recoger una serie de facetas de la vida humilde, con mezcla de lo cómico y lo patético, deseando demostrar que la verdad y la sencillez tenía un gran encanto.
Laurie la ayudó con entusiasmo. Incluso llegaron a ponerse los nombres de Beaumont y Fletcher, como coautores de la obra.
Los días que precedieron al de Navidad fueron de auténtico esfuerzo para todos los componentes del cuadro escénico, para la orquesta, los decoradores y cuantos intervenían de un modo u otro en la obra.
Pero Jo y Laurie batían todas las marcas de actividad, cuidando con esmero los detalles, corrigiendo defectos, subsanando errores…
Llegó por fin el día esperado.
―¡Qué aspecto tiene el teatro! ―comentaban los invitados al entrar.
―Está arreglado con muchísimo gusto. Les felicito ―añadían caos.
Así era. Nada podía mejorarse ya.
―¿Ha llegado ya? ―preguntaba Jossie a cada momento.
―¿Quién?
―¡Quién ha de ser! La señorita Cameron.
Aquella pregunta fue contestada negativamente varias veces. Por fin alguien avisó a la excitada muchacha.
―Jossie, Jossie, ¡ahí está!
Jossie miró discretamente desde detrás del telón. Sí, allá estaba. Radiante, bellísima y elegantemente vestida, sentada en el lugar de honor.
―Sí, es ella. ¡Qué responsabilidad la mía!
John se acercó a su hermana y la encontró temblando de excitación.
―Procura serenarte, Jossie. Lo ha» ces muy bien y a la señorita Cameron le gustará. Pero debes dominar tus nervios. Serían tus peores enemigos.
Unos instantes después se levantó el telón.
La velada se iniciaba con un paso de comedia de época. Alicia era una coqueta marquesa y John un atrevido barón. Sus aventuras hicieron reír con ganas a la concurrencia, especialmente las intervenciones de Jossie en el papel de una pizpireta, curiosa y entremetida doncella que todo lo fisgoneaba. La muchacha dio a su papel una dosis de comicidad y juvenil picardía, que lo hicieron encantador.
Cuando ya la marquesa se rendía al asedio del barón en el escenario se oyó un crujido.
El barón saltó y gracias a su rapidez pudo evitar que el bastidor de uno de los decorados cayese encima de la pareja. La marquesa quedó sin habla.
La inesperada situación complació al público que rio de buena gana ante los esfuerzos de John para enderezar el decorado, mientras la blanca peluca le tapaba los ojos.
Uno de los tramoyistas subió a una escalera por la parte interior, e intentó sujetar el bastidor con tan mala fortuna que se le escapó el martillo.
John estaba debajo y recibió el martillazo precisamente en la cabeza.
Cayó rápido el telón y ocultó a los espectadores una emotiva escena. Alicia había corrido hacia el caído John, y mientras intentaba restañar la sangre que empezaba a manarle de la herida repetía:
―John, John, háblame. Háblame. ¡Por favor!
Hay quien asegura que John tardó en hablar, porque en aquella postura y con la asistencia de Alicia se encontraba como nunca se había hallado.
Nan acudió al instante con su inevitable botiquín, y con mano segura curó y vendó al muchacho.
También acudió Jo, alarmada en un principio. Pero al asegurársele que nada grave había ocurrido lo tomó a chacota.
―Supongo que la herida no le impedirá seguir trabajando. Fracasaría mi obra.
Compareció también Laurie. Alegremente, pese al incidente, preguntó a Jo, llamándola por su nombre de «guerra»:
―¿Qué tal tus nervios, Fletcher?
―Alterados como los tuyos, aunque trates de disimularlos, Beaumont.
―No te preocupes, saldrá bien.
―Eso espero. Hemos trabajado con entusiasmo y hay mucha vida real en la obra.
Así era. Se levantó el telón para empezar la obra de Jo.
La escena representaba una cocina campesina en la que una mujer de pelo cano zurcía calcetines y mecía una cuna.
El monólogo de Meg, pues ella era la campesina de la obra, tenía una gran humanidad. Habló de su hijo Sam, empeñado en alistarse en el ejército, de su nietecita Dolly, que soñaba con los placeres y comodidades de la ciudad, y con el nietecito, que su desgraciada hija Elisa le había confiado antes de morir.
En la estancia entró entonces un hombre, desaliñado, de repulsivo aspecto, que reclamó el niño a la campesina, como padre del mismo. Todos los espectadores que conocían a la señora Meg, y su dulzura y suavidad, quedaron maravillados de la briosa reacción que tuvo en la escena. En su papel se negó a entregar el niño que su hija le había confiado. El malvado amenazó, insultó y, ante su resistencia, trató de apoderarse por la fuerza de la criatura.
La brava abuela se le enfrentó, llegándole a golpear con el atizador del fuego, y el acto terminó con la campesina