100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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      Muéstrase en la boca casi del mismo modo que el color tras el vidrio. Pues

      ¿qué es la risa sino un relampagueo del deleite del alma, esto es, una luz que, según está dentro, se muestra fuera? Y por eso es menester al hombre, para mostrar moderada su alma en la alegría, reír moderadamente con honesta severidad y poco movimiento de sus miembros; de modo que una dama que tal se muestre como se ha dicho, parece modesta y no disoluta. De aquí que el libro de las cuatro virtudes cardinales mande hacer esto: «Sea tu risa sin estrépito, es decir, sin cacarear como una gallina». ¡Ay, risa admirable de la dama de quien hablo, que sólo la vista la sentía!

      Y digo que Amor lo trae aquí estas cosas como a su lugar propio; donde se puede considerar, amor doblemente. Primero, el amor del alma, especial de estos lugares; segundo, el amor universal, que dispone las cosas para amar y para ser amadas, y que prepara el alma al adorno de estas partes.

      Luego, cuando digo: Deslumbran nuestro intelecto, me excluyo de ello, porque de tanta excelencia de belleza parece que debo tratar poco sobrepujando a aquélla; y digo que hablo poco, por dos razones. Es la una, que estas cosas que en su semblante se muestran deslumbran nuestro intelecto, es decir, el humano; y digo cómo lo deslumbran, del mismo modo que deslumbra el sol la vista débil, no la sana y fuerte. Es la otra, que no puede mirarlo fijamente, porque se le embriaga el alma; de modo que al punto de mirarlo desvaría en todos sus actos.

      Luego, cuando digo: Su belleza llueve resplandores de fuego, recurro a tratar de su efecto; porque hablar de ella por entero no es posible; por donde se ha de saber que de todas aquellas cosas que vencen nuestro intelecto, de manera que no se puede ver lo que son, es muy conveniente tratar por sus efectos. Por donde hablando así podremos tener algún conocimiento de Dios, de sus sustancias separadas y de la primera materia. Y por eso digo que la belleza de aquélla llueve resplandores de fuego; es decir, ardimiento de amor y de caridad, animados de espíritu gentil, es decir, informado ardimiento de un espíritu gentil, o sea, recto deseo, por el cual y del cual se origina el buen pensamiento. Y no solamente hace esto, sino que deshace y destruye a su contrario, a saber: los vicios innatos, los cuales son principalmente enemigos de los buenos pensamientos.

      Y aquí se ha de saber que hay ciertos vicios en el hombre para los cuales está predispuesto por naturaleza, del mismo modo que algunos están predispuestos a la ira por su complexión colérica; y estos vicios tales son innatos, es decir, connaturales. Otros son vicios consuetudinarios, en los cuales no tiene culpa la complexión, sino la costumbre; como lo es la intemperancia, y principalmente la del vino. Y estos vicios se huyen y reúnen por la buena costumbre, y hácese el hombre por ella virtuoso, sin costarle trabajo su moderación, como dice el filósofo en el segundo de la Ética. Verdaderamente hay esta diferencia entre las pasiones connaturales y las consuetudinarias, que las consuetudinarias desaparecen por entero con la buena costumbre; porque su principio, es decir, la mala costumbre, con su contrario se destruye; mas las connaturales, el principio de las cuales está en la naturaleza del apasionado, aunque se aligeran mucho con la buena costumbre, no desaparecen del todo, en cuanto al primer movimiento. Mas desaparecen del todo en cuanto a la duración, porque la costumbre es parangonable a la naturaleza, en la cual está el origen de aquélla. Y por eso es más de alabar el hombre que de mal natural se corrige y se gobierna contra el ímpetu de la naturaleza, que aquel de buen natural que se mantiene con buen gobierno, o, apartado de él, vuelve al camino recto; del mismo modo que es más de alabar el guiar un mal caballo que otro dócil. Digo, pues, que estos resplandores que de su beldad llueven, como se ha dicho, destruyen los vicios innatos, es decir, connaturales, para dar a entender que su belleza tiene poder bastante para renovar el natural de quienes la miran, lo cual es cosa milagrosa. Y esto confirma lo que se ha dicho más arriba en el otro capítulo, cuando digo que ello ayuda nuestra fe.

      Por último, cuando digo: Por eso toda dama que vea su belleza, deduzco, so color de amonestar a otras, el fin para que fue hecha beldad tanta. Y digo que toda dama que vea censurar la propia belleza se mire en este ejemplo de perfección, donde se entiende que no sólo ha sido creada para mejorar el bien, sino para hacer de la cosa mala una cosa buena.

      Y añade por fin: Ésta fue pensada por Aquel que creó el Universo, es, a saber: Dios; para dar a entender que, por divino propósito, la naturaleza produjo tal efecto. Y así termina toda la segunda parte principal de esta canción.

      IX

      El orden del presente Tratado requiere -pues que, según era mi intención, se han argumentado las dos partes de esta canción primeramente - que se proceda a la tercera, en la cual me propongo purgar la canción de un reproche que podía haberle sido contrario. Y es éste, que yo, antes de llegar a su composición, pareciéndome que esta dama habíaseme mostrado un tanto orgullosa y altiva, hice una baladita, en la cual llamé a esta dama orgullosa y despiadada, lo cual parece contrario a lo que más arriba se dice. Y por eso me dirijo a la canción, y so color de enseñarle cómo es menester que se disculpe, la disculpo; y a esta figura de hablar a las cosas inanimadas, llaman los retóricos Prosopopeya, y úsanla muy a menudo los poetas.

      Canción parece que hablas al contrario, etcétera. Para dar a entender más fácilmente el sentido de la cual, es menester dividirle en tres partículas: porque primeramente se propone para qué es necesaria la disculpa; luego se sigue con la disculpa, cuando digo: Sabes que el cielo; por último hablo a la canción como a persona enseñada, aquello que hay que hacer, cuando digo: Excúsate así, si lo has menester.

      Digo, por lo tanto, primeramente: ¡Oh, canción, que hablas de esta dama con tanta alabanza y pareces mostrarte contraria a una hermana tuya! Por semejanza digo hermana; porque del mismo modo que se llama hermana a la mujer engendrada por un mismo engendrador, así el hombre puede decir hermana a la obra hecha por un mismo autor; porque nuestra obra, en cierto modo, es generación. Y digo por qué parece contraria a aquélla, al decir a ésta la muestras humilde y a aquélla soberbia, es decir, orgullosa y desdeñosa, que viene a ser lo mismo.

      Propuesta esta acusación, procedo a la disculpa por vía de ejemplo, en el cual alguna vez la verdad está en desacuerdo con la apariencia y otras se puede tratar con otro respecto. Digo: Sabes que el cielo siempre es luciente y claro, esto es, que siempre ostenta claridad, pero que por alguna causa es lícito decir alguna vez que tenebroso.

      Donde se ha de saber que propiamente visibles son el color y la luz, como quiere Aristóteles en el segundo del Alma y en el libro Del sentido y lo sensible.

      Hay otras cosas visibles; pero no propiamente, porque las siente otro sentido; así que se puede decir que no son propiamente visibles ni propiamente tangibles, como son la figura, el tamaño, el número, el movimiento y el estar quieto, que se llaman sentidos comunes, cosas que percibimos con varios sentidos. Pero el color y la luz son propiamente visibles, porque sólo con la vista los percibimos, es decir, no con otro sentido. Estas cosas visibles, tanto las propias como las comunes, en cuanto son visibles, pasan dentro del ojo -no digo las cosas, sino sus formas- por el medio diáfano, no realmente, sino intencionadamente, del mismo modo, casi que por un vidrio transparente. Y en el agua que hay en la pupila del ojo termina el curso que a través de él realiza la forma visible, porque ese agua termina como en un espejo, como el vidrio terminado con plomo; de modo que no puede pasar más adelante, sino que allí, a modo de una bola repercutida, se detiene. De modo que la forma que no en el medio no parece transparente, una vez terminada, es lúcida; y por eso en el vidrio azogado se refleja la imagen, y no en otro. Por esta pupila, el espíritu visual, que por ella continúa ante la parte del cerebro donde está la virtud sensible como en el origen de una fuente, súbitamente, sin tiempo, la refleja, y de este modo vemos. Por lo cual, a fin de que la visión sea veraz, es decir, tal como es la forma visible en sí, es menester que el medio por el cual llega la forma al ojo no tenga color alguno, y lo mismo en el agua de la pupila; de otra manera se mancharía la forma visible con el color del medio y el de la pupila. Y por eso, quienes quieren hacer que las cosas tengan en el espejo un color interponen ese color entro el vidrio y el plomo, de modo que el vidrio queda tomado de él. En verdad, Platón y otros filósofos dijeron que nuestra vista no dependía de que lo visible entrase en el ojo, sino porque la virtud visual salía fuera al encuentro de lo visible. Y esta opinión es reputada falsa por el filósofo en Del sentido y lo sensible.

      Visto


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