100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.alguna sino de movimiento local, como está probado en el de Cielo y Mundo, por muchas causas puede parecer no clara y no reluciente; porque puede parecer tal por el medio que se transforma continuamente. Transfórmase este medio de mucha luz en poca, según la presencia o ausencia del- sol; y por la presencia, el medio, que es diáfano, está tan lleno de luz, que vence a la estrella; y por eso ya no parece reluciente. Transfórmase también este medio de sutil en grueso, de seco en húmedo, por los vapores de la tierra que ascienden continuamente. El cual medio, así transformado, transforma la imagen de la estrella, que a través de él se convierte, por la densidad en oscuridad, y por lo húmedo y lo seco en color.
Pero puede parecer así también por el órgano visual, es decir, el ojo, el cual, por enfermedad o cansancio, se transforma en alguna coloración y en alguna debilidad, como sucede frecuentes veces, que por estar la túnica de la pupila muy sanguinolenta, por alguna corrupción de enfermedad, las cosas parecen casi todas rubicundas; y por eso la estrella aparece coloreada. Y por estar debilitada la vista, encuentra en él alguna disgregación de espíritu, de modo que las cosas no aparecen unidas sino disgregadas, casi de la misma manera que nuestra letra sobre el papel húmedo. Por eso muchos, cuando quieren leer, alejan lo escrito de sus ojos para que su imagen entre más sutil y levemente; y con ello queda la letra adecuada a la vista. Y así, también puede la estrella aparecer turbada; y yo lo experimenté el mismo año en que nació esta canción, que por haber cansado la vista mucho con el deseo de leer, tanto debilité los espíritus visuales, que las estrellas parecíanme todas ensombrecidas en su albura. Y con largo reposo en lugares oscuros y fríos y con refrescar el cuerpo del ojo con agua clara, recobré la virtud disgregada, que volví al primer estado perfecto de la vista. Y así aparecen muchas causas, por las razones apuntadas, por las cuales puede parecer la estrella como no es.
X
Partiendo de esta ligera digresión, que ha sido necesaria para ver la verdad, vuelvo al propósito, y digo que, del mismo modo que nuestros ojos llaman, es decir, consideran a veces la estrella de otra manera de lo que es su verdadera condición, así la Baladita consideró a esta dama según la apariencia discordante de la verdad, por enfermedad del alma, que estaba apasionada de exagerado deseo. Y manifiesto tal cuando digo: Porque el alma temía tanto, que parecíame fiero cuanto en su presencia veía. Donde ha de saberse que cuanto más se une el agente al paciente, tanto más fuerte es, con todo, la pasión, como se entiende por la opinión del filósofo en el libro de Generación.
Por lo cual, cuanto la cosa deseada se acerca más al que la desea, tanto mayor es el deseo; y el alma más apasionada, cuanto más se une a la parte concupiscible, más abandona la razón; de modo que entonces no considera como hombre a la persona, sino casi como otro animal, sólo en cuanto a la apariencia, no conforme a la verdad. Y por eso es por lo que el semblante, honesto en verdad, parece desdeñoso y altivo; y conforme a semejante juicio sensual habló la Baladita. Y por ello se entiende asaz que esta canción considera a esta dama, según la verdad, por el desacuerdo en que está con ella.
Y no sin motivo digo: donde ella me oiga, y no donde yo la oiga. Mas con ello quiero dar a entender la gran virtud que sus ojos tenían sobre mí; pues, cual si hubiese sido diáfano, por todas partes me traspasaban sus rayos. Y aquí se podrían señalar razones naturales y sobrenaturales; mas baste con lo que se he dicho; en otro lugar hablaré más adecuadamente.
Luego, cuando digo: Excúsate así si lo has menester, impóngole a la canción que se disculpe con las razones apuntadas, donde haya menester, es decir, donde alguien dudase de tal contrariedad; que no hay más que decir, sino que quien dudase por el desacuerdo entre la Baladita y la canción, considera la razón expuesta. Y es muy de alabar esta figura retórica y aun necesaria, a saber: cuando las palabras se dirigen a una persona y la intención a otra; porque el advertir es siempre laudable y necesario, y no siempre está adecuadamente en toda boca. Por donde, cuando el hijo conoce el vicio del padre y el súbdito conoce el vicio del señor, y cuando conoce el amigo que aumentaría la vergüenza de su amigo amonestándole o menoscabaría su honor, o sabe que su amigo no es paciente, sino iracundo ante la admonición, esta figura es muy bella y útil, y puédese llamar simulación. Y es semejante a la obra del prudente guerrero que ataca el castillo por un lado para dejarlo indefenso por otro, de modo que no van acordes la intención del socorro y la batalla.
Y le impongo, además, que pida permiso a ésta dama para hablar de ella. Donde se puede entender que el hombre no debe ser presuntuoso en la ajena alabanza y no poner atención en si le complace tal a la persona alabada; porque muchas veces, queriendo alabar a alguien, se le censura, ya por defecto del que alaba o por culpa del oyente. Por lo cual es menester tener mucha discreción; discreción, que es como pedir licencia del modo que yo digo que lo pida esta canción. Y así termina todo el sentido literal de este Tratado, por lo cual el orden de la obra exige proceder ahora a la exposición alegórica.
XI
Conforme exige el orden, volviendo otra vez al principio, digo que esta dama es aquella dama del intelecto que se llama Filosofía. Mas como quiera que, naturalmente, las alabanzas dan deseo de conocer a la persona alabada, y conocer la cosa es saber lo que es en sí misma considerada y por todas sus causas, como dice el filósofo al principio de la Física, y esto no lo muestra el nombre -aunque tal signifique, como se dice en el cuarto de la Metafísica, donde se dice que la definición es la razón que significa el nombre-, es menester aquí, antes de seguir adelante en sus alabanzas, mostrar y decir qué es lo que se llama Filosofía; es decir, lo que este nombre significa. Y una vez explicado esto, se tratará más eficazmente la presente alegoría. Y primero, diré quién le dio primero este nombre; luego procederé con su significación.
Digo, pues, que antiguamente en Italia, casi por los comienzos de la Constitución de Roma, que fue setecientos cincuenta años, sobre poco más o menos, antes de la venida del Salvador -escribió Paulo Orosio-, hacia el tiempo de Numa Pompilio, segundo rey de los romanos, vivía un nobilísimo filósofo que se llamó Pitágoras. Y de que viviese en aquel tiempo parece apuntar algo
Tito Livio, incidentalmente, en la primera parte de su volumen. Y antes de éste, los secuaces de la ciencia eran llamados, no filósofos, sino sabios, como lo fueron aquellos siete antiquísimos sabios que aún nombra la gente por su fama; el primero de los cuales tuvo por nombre Solón; el segundo, Chilón; el tercero, Periandro; el cuarto, Tales; el quinto, Cleóbulo; el sexto, Biante; el séptimo, Pitaco. En cuanto a Pitágoras, preguntado si se reputaba sabio, se negó a sí mismo tal dictado, y dijo que él no era sabio, sino amante de la sabiduría. Y de aquí nació luego que todo aficionado a saber fuese llamado amante de la sabiduría, es decir, filósofo; que tanto vale decir filos en griego como amante en latín; y, por la tanto, nosotros decimos filos por amante, y sofía por sabiduría; por dende tanto valen filos y sofía, cuanto amante de la sabiduría; por lo cual se ve que el vocablo nada tiene de arrogante, sino de humilde. De esto nace el vocablo por su propio acto, filosofía, del mismo modo que de amigo nace el vocablo de su acto propio, la amistad. Por donde puede verse, considerando la significación del primero y del segundo vocablo, que filosofía no es otra cosa que afición a la sabiduría, o, más bien, al saber; por lo cual, en cierto modo todo el mundo puede decirse filósofo, según el natural amor que en todos engendra deseo de saber. Pero, como quiera que las pasiones esenciales son comunes a todos, no se habla de ellas con ningún vocablo distintivo que participe de aquella esencia; por lo cual no decimos
Juan, amigo de Martín, queriendo significar tan sólo la amistad natural, por la cual todos somos amigos de todos, mas la amistad engendrada sobre la natural, que es propia y distintiva en cada persona. Así no se llama a nadie filósofo por el amor común.
Es la intención de Aristóteles en el octavo de la Ética, que se llame amigo aquel cuya amistad no se le oculta a la persona amada, y de quien la persona amada es también amiga, de modo que haya benevolencia por ambas partes; y esto ha de ser por utilidad, por deleite o por honestidad. Así para ser filósofo hay que tener amor a la sabiduría, que hace benévola a una de las partes; hay que tener deseo y solicitud, que hace benévola también a la otra parte; de modo que nace entre ellas la familiaridad y la manifestación de benevolencia.
Por lo cual, sin amor y sin afición no se puede llamar filósofo, sino que conviene que