100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.virtud del alma genitora, las virtudes del cielo y la virtud de los elementos ligados, es decir la complexión; y madura y dispone la materia a la virtud formadora, dada por el alma del genitor. Y la virtud formadora prepara los órganos para la virtud celestial, que produce por la potencia de la semilla el alma en la vida. La cual, apenas producida, recibe, por la virtud del motor del cielo, el intelecto posible, el cual trae consigo en potencia todas las formas universales, según existen en su productor, y tanto menos cuanto más apartado está de la primera inteligencia.
No se maraville nadie si hablo de una manera que parece difícil de entender; porque a mí mismo me maravilla el que tal producción pueda llevarse a cabo y verse con el intelecto; y no es cosa que se expresa con la lengua, lengua, digo, verdaderamente vulgar. Porque yo quiero decir como el apóstol: ¡Oh, altura de los tesoros de sabiduría de Dios, cuán incomprensibles son tus juicios y cuán indiscernibles tus caminos!» Y como la complexión de la semilla puede ser mejor y menos buena, y la disposición del sembrador puede ser mejor y menos buena, y la disposición del cielo para este efecto puede ser buena, mejor y óptima -la cual varía con las constelaciones, que continuamente se transforman-, acaece que esta humana semilla y estas virtudes producen un alma más o menos pura. Y conforme a su fuerza, desciende a ella la virtud intelectual posible, que se ha dicho y como se ha dicho. Y si acaece que por la pureza del alma recipiente la virtud intelectual está bien abstraída y absuelta de toda sombra corpórea, multiplícase en ella la divina bondad, como en cosa que es suficiente para recibirla; y por lo tanto, se multiplica en el alma de esta inteligencia, según puede recibir. Ésta es la semilla de felicidad de que se habla.
Y está de acuerdo con la opinión de Tulio en el de Senectud, en que hablando en nombre de Catón, dice: «Por lo cual descendió en nosotros el alma celestial, venida del altísimo habitáculo a un lugar contrario a la naturaleza divina y a la eternidad. Y en este alma está su virtud propia, y la intelectual y la divina, es decir, la influencia que se ha dicho; por lo cual, está escrito en el libro de las Causas: «Toda alma noble tiene tres operaciones, a saber: animal, intelectual y divina. Y algunos hay que opinan que si todas las virtudes precedentes se concertasen para producir un alma, en su mejor disposición, tanta sería la parte que de la deidad descendería en ella, que casi sería un Dios encarnado; y esto es casi todo lo que por vía natural se puede decir.
Por vía teológica se puede decir que, pues la suma deidad, esto es, Dios, ve preparada su criatura para recibir su beneficio, tanta es su generosidad cuarto está preparada para recibirla. Y como quiera que estos dones proceden de inefable caridad, y la divina caridad es propia del Espíritu Santo, de aquí que se les llame dones del Espíritu Santo. Los cuales, según los distingue el profeta Isaías, son siete, a saber: sabiduría, intelecto, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. ¡Oh, buenas cosechas y buena y admirable simiente! ¡Oh, admirable y buen sembrador, que no esperas sino a que la Naturaleza humana te prepare la tierra para sembrar! ¡Oh, bienaventurados aquellos que tal simiente cultivan como es menester! Donde se ha de saber que el primero y noble tallo que de esta simiente germina para dar su fruto, será el apetito del
ánimo, que en griego se llama hormen. Y si no es cultivado y sostenido derecho por buena costumbre, poco vale la siembra, y más valiera no haberlo sembrado. Y por eso quiere San Agustín y aun Aristóteles, en el segundo de la Ética, que el hombre se afane en hacer bien y refrenar sus pasiones, para que este tallo que se ha dicho se endurezca por buena costumbre y se afirme en su rectitud, de modo que pueda fructificar y salir de su fruto la dulzura de la humana felicidad.
XXII
Uno de los mandamientos de los filósofos morales que han hablado de beneficios, es que el hombre debe su ingenio y solicitud en que sus beneficios sean todo lo útiles posible para quienes los recibe. Por lo cual yo, queriendo obedecer tal mandato, me propongo que este Convivio mío sea lo más útil que yo pueda. Y como en este punto se me presenta ocasión de poder hablar algo de la dulzura de la humana felicidad, creo que no se puede hacer razonamiento más útil a quienes no la conocen; porque, como dice el filósofo en el primero de la Ética, y Tulio en el del Fin de los Bienes, mal puede seguir a la bandera quien antes no la ve; y así mal podía ir a esta dulzura quien antes no la divisa. Por lo cual, como quiera que ella es nuestro final descanso por el cual vivimos y hacemos nuestras obras, es utilísimo y necesario ver este signo para dirigir a él el arco de nuestra obra. Y hase de alabar, sobre todo, a aquel que la muestra a quienes no lo ven.
Dejando, pues, a un lado la opinión que a este respecto tuvo el filósofo
Epicuro y la de Zenón, quiero venir sumariamente a la veraz opinión de Aristóteles, y los demás peripatéticos. Como se ha dicho más arriba, de la divina bondad, en nosotros sembrada e infusa al principio de nuestra generación, nace un tallo, que los griegos llaman hormen, es decir, apetito del ánimo natural. Y del mismo modo que los sembrados cuando nacen se asemejan estando en los campos, y luego se van poco a poco desemejando, así este natural apetito que por la divina gracia surge, al principio muéstrase casi igual al que sólo por la Naturaleza demudamente viene, mas con el que tiene gran semejanza, como la hierbecilla de los diversos cereales. Y no sólo con los cereales, mas con los hombres y en las bestias tiene semejanza. Y esto demuestra que todo animal, apenas nacido, lo mismo el racional que el bruto, a sí mismo ama, y teme y huye de aquellas cosas que le son contrarias y las odia, procediendo luego como se ha dicho. Y comienza una desigualdad entre ellos en el proceder de este apetito, porque el uno lleva un camino, y el otro, otro. Como dice el apóstol: «Muchos corren al palio, mas uno sólo es el que lo coge»; así estos humanos apetitos por diversas calles parten del principio, y una sola calle, es la que a nuestra paz nos conduce. Y por eso, dejando a un lado a todos los demás con el Tratado, se adelante a lo que bien empieza.
Digo, pues, que desde el principio ama a sí mismo, aunque indistintamente. Luego va distinguiendo las cosas que prefiere y las que le son más o menos odiosas, y sigue y huye, más o menos, según distingue la conciencia, no solamente en las demás cosas que ama en segundo lugar, sino que también distingue en sí lo que ama principalmente. Y al conocer en sí diversas partes, más ama las más nobles que tiene. Y como quiera que es parte más noble del hombre el ánimo que el cuerpo, aquél prefiere; y así, amándose a sí mismo principalmente, y por sí las demás cosas, y prefiriendo la mejor parte de sí mismo, manifiesto es que ama más al ánimo que al cuerpo u otra cosa; el cual ánimo, más que otra cosa, debe naturalmente amar. Conque si la mente deleitase siempre en el uso de la cosa amada, que es fruto de amor en la cosa que sobremanera se ama, el uso es sobremanera deleitoso. El uso de nuestro ánimo nos es sobremanera deleitoso, y lo que nos es sobremanera deleitoso es nuestra felicidad y nuestra bienaventuranza, más allá de la cual no hay ningún deleite mayor ni se muestra ningún otro; como puede ver quien bien considere la precedente argumentación.
Y que no diga nadie que todo apetito es ánimo, porque aquí se entiende por ánimo solamente lo que respecta a la parte racional, esto es, la voluntad y el intelecto. De modo que si se quisiese llamar ánimo al apetito sensitivo, aquí no ha lugar la instancia ni puede tenerlo; porque nadie duda que el apetito racional es más noble que el sensual, y, por lo tanto, más armable; y así lo es éste de que ahora se habla.
A la verdad, el uso de nuestro ánimo es doble, es decir, práctico y especulativo -práctico es tanto cuanto operativo-, y uno y otro sobremanera deleitosos; aunque mal lo sea el de la contemplación, como más arriba se ha dicho. El del práctico consiste en que obremos virtuosamente, es decir, honestamente, con prudencia, con templanza, con fortaleza y con justicia; el del especulativo consiste, no en obrar nosotros, sino en considerar las obras de Dios y de la Naturaleza. Y uno y otro uso son nuestra bienaventuranza y suma felicidad, como puede verse. La cual es la dulzura de la semilla susodicha, como ahora se ve manifiestamente, a la que muchas veces no llega esta semilla, por haber sido mal cultivada o por haberse desviado su producción.
Igualmente puede hacerse, con muchas correcciones y cultivo, que allí donde la semilla no cae al principio, puédese llevar en su proceso, de modo que llega a dar fruto. Y es casi injertar una naturaleza ajena sobre distinta raíz. Así pues, no hay nadie a quien pueda excusársele; porque si en su raíz natural no tiene el hombre esta semilla, puede muy bien tenerla por vía de injerto. Así, ha habido tantos que de hecho se injertaron cuantos son los que se desvían de la buena raíz.