100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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de que la que está al teléfono es la chica de Tom.

      Guardamos silencio. La voz del vestíbulo se elevó irritada:

      —Muy bien, entonces. No le vendo el coche, de ninguna forma… No tengo ningún compromiso con usted… ¡Y no tolero, de ninguna forma, que me moleste a la hora de comer!

      —Tiene tapado el micrófono del teléfono —dijo Daisy cínicamente.

      —No —le aseguré—. Está negociando de verdad. Conozco el asunto.

      Tom abrió de golpe la puerta, la bloqueó unos segundos con su cuerpo abundante y entró atropelladamente en la habitación.

      —¡Mister Gatsby! —le tendió la mano, ancha y abierta, con fastidio bien disimulado—. Me alegro de verlo… Nick…

      —Prepáranos algo frío para beber —ordenó Daisy.

      Se levantó cuando Tom salió de la habitación, se acercó a Gatsby, le hizo inclinar la cabeza y lo besó en la boca.

      —Sabes que te quiero —murmuró.

      —Olvidas que hay una señora presente —dijo Jordan.

      Daisy miró a su alrededor, dubitativa.

      —Besa tú a Nick.

      —¡Qué chica tan grosera y tan vulgar!

      —¡No me importa! —gritó Daisy y se puso a bailotear sobre los ladrillos de la chimenea.

      Luego se acordó del calor y se sentó en el sofá con aire de culpa en el instante en que una niñera muy limpia y recién planchada entró en la habitación con una niña.

      —¡Ben-di-ta pre-cio-si-dad! —tarareó Daisy, tendiéndole los brazos—. Ven con tu madre que te adora.

      La niña, libre de la niñera, atravesó corriendo la habitación y se cogió tímidamente del vestido de su madre.

      —¡Mi bendita preciosidad! ¿Te ha llenado mamá de polvos tu precioso pelo rubio? Ponte derecha y di: ¿Cómo estáis?

      Gatsby y yo nos inclinamos a coger la mano pequeñísima y reacia. Después Gatsby siguió mirando a la niña con sorpresa. Pienso que hasta entonces no había creído de verdad en su existencia.

      —Me he vestido para la comida —dijo la niña, volviéndose hacia Daisy con impaciencia.

      —Porque tu madre quería presumir de ti —la cara de Daisy se acercó a la única arruga del pequeño cuello blanco—. Eres un sueño, eres un sueño muy pequeño.

      —Sí —admitió la niña, tranquila—. También la tía Jordan lleva un vestido blanco.

      —¿Qué te parecen los amigos de mamá? —Daisy le dio la vuelta para que mirara a Gatsby—. ¿Crees que son guapos?

      —¿Dónde está papá?

      —No se parece a su padre —explicó Daisy—. Se parece a mí. Tiene mi pelo y la forma de mi cara.

      Daisy se retrepó en el sofá. La niñera dio un paso y tendió la mano hacia la niña.

      —Vamos, Pammy.

      —¡Adiós, tesoro!

      Volviéndose a mirar, la niña, reacia, muy bien educada, cogió la mano de la niñera, que se la llevó, en el momento en que Tom volvía con cuatro ginebras con soda y zumo de lima que tintineaban llenas de hielo.

      Gatsby cogió su vaso.

      —Parecen fríos de verdad —dijo, visiblemente tenso.

      Dimos tragos largos y ávidos.

      —He leído no sé dónde que el sol se calienta más cada año —dijo Tom, muy simpático—. Parece que muy pronto la tierra caerá en el sol, o, esperad un momento, no, es exactamente al revés: el sol se enfría más cada año. Venga —le sugirió a Gatsby—. Me gustaría que viera la casa.

      Salí con ellos a la galería. Sobre el estrecho, verde, estancado en el calor, una vela minúscula se deslizaba muy despacio hacia aguas más frías. Los ojos de Gatsby la siguieron un momento; levantó la mano y señaló la otra orilla de la bahía.

      —Vivo exactamente enfrente de su casa.

      —Ya.

      Miramos más allá de los macizos de rosas y el césped caliente y los desechos de algas que dejaban a lo largo de la costa los días irrespirables. Las alas del barco se movían despacio contra el límite frío y azul del cielo. Ante nosotros se extendía el océano ondulado y las islas benditas y abundantes.

      —Eso sí que es deporte —dijo Tom, asintiendo con la cabeza—. Me gustaría pasar una hora en ese barco.

      Almorzamos en el comedor, en sombra, contra el calor, y bebimos alegría nerviosa con la cerveza fría.

      —¿Qué vamos a hacer esta tarde? —exclamó Daisy—. ¿Y mañana, y en los próximos treinta años?

      —No seas morbosa —dijo Jordan—. La vida vuelve a empezar cuando refresca en otoño.

      —Pero hace tanto calor —insistió Daisy, al borde de las lágrimas— y es todo tan confuso… ¡Vámonos a la ciudad!

      Su voz luchaba y se estrellaba contra el calor, dándole forma a la falta de sentido de aquel clima.

      —Tengo noticia de cuadras convertidas en garajes —le decía Tom a Gatsby—, pero soy el primero que ha convertido un garaje en una cuadra.

      —¿Quién quiere ir a la ciudad? —preguntó Daisy insistentemente. La mirada de Gatsby voló hacia ella—. Ah —exclamó Daisy—, parece que no tienes calor.

      Sus ojos se encontraron y los dos se miraron, solos en el espacio. Con esfuerzo, Daisy bajó la vista hacia la mesa.

      —Parece que nunca tienes calor —repitió.

      Le había dicho que lo quería, y Tom Buchanan lo vio. Estaba atónito. Se le entreabrió la boca, y miró a Gatsby, y luego a Daisy, como si acabara de reconocer a una amiga de hacía mucho tiempo.

      —Te pareces al hombre del anuncio —continúo Daisy con inocencia—. Ya sabes, el anuncio del hombre…

      —Muy bien —la interrumpió Tom inmediatamente—. Estoy dispuesto a ir a la ciudad, por supuesto. Venga, nos vamos todos a la ciudad.

      Se levantó, y sus ojos relampagueaban entre Gatsby y su mujer. Nadie se movió.

      —¡Venga! —estaba empezando a perder la paciencia—. ¿Qué pasa ahora? Si vamos a ir a la ciudad, ¡en marcha!

      La mano, que le temblaba por el esfuerzo de controlarse, le acercó a los labios los restos del vaso de cerveza. La voz de Daisy nos obligó a levantarnos y a salir al incandescente camino de grava.

      —¿Ya nos vamos? —objetó—. ¿Así? ¿No podemos ni fumarnos un cigarrillo antes?

      —Todo el mundo ha fumado en la comida.

      —Ay, vamos a divertirnos —imploró Daisy—. Hace demasiado calor para pelearse.

      Tom no respondió.

      —Lo que tú mandes —dijo Daisy—. Vamos, Jordan.

      Subieron a arreglarse mientras los tres hombres arrastrábamos los pies por las piedras calientes. La curva plateada de la luna flotaba ya en el cielo, al oeste. Gatsby fue a hablar y cambió de idea, pero no antes de que Tom se volviera a mirarlo, expectante.

      —¿Tiene aquí las cuadras? —preguntó Gatsby, haciendo un esfuerzo.

      —A unos cuatrocientos metros carretera abajo.

      —Ah.

      Pausa.

      —No entiendo la idea de ir a la ciudad —saltó, feroz, Tom—. Las mujeres tienen unas ocurrencias…


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