100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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pero que en la cara de Myrtle parecía gratuita e inexplicable hasta que descubrí que sus ojos, de par en par por el terror de los celos, no se clavaban en Tom, sino en Jordan Baker, a la que había tomado por su mujer.

      No hay confusión parecida a la confusión de una mente simple y, mientras nos alejábamos, Tom sentía los latigazos del pánico. Su mujer y su amante, hasta hacía una hora seguras y sin mancha, escapaban precipitadamente de su control. El instinto lo llevaba a pisar el acelerador con el doble propósito de adelantar a Daisy y dejar atrás a Wilson, y corrimos hacia Astoria a ochenta kilómetros por hora hasta que, entre los pilares como patas de araña del tren elevado, vimos el cupé azul que circulaba sin prisa.

      —Los cines grandes de la calle Cincuenta están refrigerados —sugirió Jordan—. Me encanta Nueva York en las tardes de verano cuando no hay nadie. Tienen algo muy sensual, como de fruta madura, como si fueran a caernos en las manos todo tipo de frutas exóticas.

      La palabra «sensual» tuvo el efecto de inquietar aún más a Tom, pero antes de que pudiera inventar una protesta el cupé se detuvo, y Daisy nos indicó que paráramos a su lado.

      —¿Adónde vamos? —gritó.

      —¿Nos metemos en un cine?

      —Hace demasiado calor —se quejó Daisy—. Meteos vosotros. Nosotros daremos una vuelta y luego os veremos —con un esfuerzo su ingenio levantó ligeramente el vuelo—. Nos encontraremos en cualquier esquina. Yo seré el hombre que esté fumando dos cigarrillos.

      —Aquí no podemos hablarlo —dijo Tom con impaciencia, y en ese momento, detrás de nosotros, un camión pitó irritado—. Seguidme hasta la zona sur de Central Park, frente al Plaza.

      Varias veces Tom se volvió a mirar su coche, y cuando el tráfico los obligaba a rezagarse disminuía la velocidad hasta que volvía a verlos. Creo que temía que tomaran una calle lateral y salieran de su vida para siempre.

      Pero no lo hicieron. Y todos acabamos dando un paso mucho menos explicable: alquilamos el salón de una suite en el Hotel Plaza.

      Se me ha olvidado la larga y tumultuosa discusión que acabó reuniéndonos en aquella habitación, aunque conservo un recuerdo físico y claro de que, en el curso del debate, los calzoncillos insistían en trepar por mis piernas como una serpiente y de que gotas frías de sudor me corrían intermitentemente por la espalda. La idea nació de la sugerencia de Daisy de que alquiláramos cinco cuartos de baño y tomáramos baños fríos, y luego asumió la forma más tangible de «buscar un sitio donde bebernos un julepe de menta». Todos repetimos y repetimos que era «un disparate», y todos hablamos a la vez con un conserje perplejo y pensamos, o fingimos pensar, que éramos muy divertidos…

      En la habitación, muy amplia, hacía un calor agobiante y, aunque eran ya las cuatro, al abrir las ventanas apenas si entró el soplo caliente de los árboles del parque. Daisy se acercó al espejo y, dándonos la espalda, se arregló el pelo.

      —Es una suite muy chic —murmuró Jordan muy seria, y todos nos reímos.

      —Abrid otra ventana —ordenó Daisy, sin volverse.

      —No hay más.

      —Muy bien, entonces pediremos por teléfono un hacha.

      —Lo que hay que hacer es olvidar el calor —dijo Tom impaciente—. Lo multiplicáis por diez protestando.

      Desenvolvió de la toalla la botella de whisky y la puso en la mesa.

      —¿Por qué no deja en paz a Daisy, compañero? Es usted el que quería venir a la ciudad.

      Hubo un momento de silencio. La guía de teléfonos se desprendió del clavo y se estrelló contra el suelo, y Jordan murmuró «Perdónenme», pero esta vez no se rio nadie.

      —Voy a cogerla —me ofrecí.

      —Ya le he cogido —Gatsby examinó el cordel roto, soltó un «Hum» interrogativo y la dejó en una silla.

      —Ésa es una de sus grandes expresiones, ¿no? —dijo Tom, cortante.

      —¿Cuál?

      —Eso de «compañero». ¿De dónde la ha sacado?

      —Préstame atención, Tom —dijo Daisy, dejando de mirarse al espejo—, si vas a hacer alusiones personales no me quedaré aquí ni un minuto. Llama y pide hielo para el julepe de menta.

      Cuando Tom levantó el auricular el calor comprimido estalló en sonidos y oímos los acordes portentosos de la Marcha nupcial de Mendelssohn, procedentes de la planta de abajo, del salón de baile.

      —Imaginaos casarse con este calor —dijo Jordan con tono sombrío.

      —Calla, que yo me casé en pleno mes de junio —recordó Daisy—. ¡Louisville en junio! Uno se desmayó. ¿Quién se desmayó, Tom?

      —Biloxi —respondió, seco.

      —Uno que se llamaba Biloxi, «Blocks» Biloxi, fabricante de cajas (esto es auténtico), y era de Biloxi, en Tennessee.

      —Lo llevaron a mi casa —dijo Jordan— porque vivíamos a dos pasos de la iglesia. Y se quedó tres semanas, hasta que papá le dijo que se fuera. Al día siguiente papá murió —al cabo de unos segundos añadió—. No hay relación entre las dos cosas.

      —Yo conocía a un tal Bill Biloxi, de Memphis —señalé.

      —Era su primo. Me contó toda la historia de la familia antes de irse. Me regaló un putter de aluminio que uso todavía.

      La música se había extinguido cuando empezó la ceremonia y en aquel momento nos llegó por la ventana una larga ovación, seguida por gritos intermitentes de «Sí, Sí, Sí», y, por fin, una explosión de jazz que marcó el comienzo del baile.

      —Nos estamos haciendo viejos —dijo Daisy—. Si fuéramos jóvenes, nos levantaríamos y nos pondríamos a bailar.

      —Acuérdate de Biloxi —la previno Jordan—. ¿Dónde lo conociste, Tom?

      —¿Biloxi? —hizo un esfuerzo para concentrarse—. Yo no lo conocía. Era amigo de Daisy.

      —No —dijo Daisy—. Yo no lo había visto en mi vida. Llegó en uno de los vagones alquilados.

      —Bueno, él dijo que te conocía. Decía que se había criado en Louisville. Asa Bird nos lo trajo a última hora y preguntó si teníamos sitio para él.

      Jordan sonrió.

      —Probablemente quería volver a casa de gorra. Me dijo que era presidente de vuestro curso en Yale.

      Tom y yo nos miramos sin entender.

      —¿Biloxi?

      —En primer lugar, no teníamos presidente.

      El pie de Gatsby golpeaba rítmicamente el suelo, nervioso, y Tom lo miró de repente.

      —Por cierto, mister Gatsby, tengo entendido que es usted antiguo alumno de Oxford.

      —No exactamente.

      —Sí, tengo entendido que fue a Oxford.

      —Sí, fui a Oxford.

      Pausa. Y luego la voz de Tom, incrédula e insultante.

      —Debió de ser por la misma época en que Biloxi fue a New Haven.

      Otra pausa. Un camarero llamó a la puerta con menta y hielo picados pero ni su «gracias» ni la puerta que se cerró suavemente rompieron el silencio. Aquel detalle extraordinario iba a aclararse por fin.

      —Ya le he dicho que estuve en Oxford.

      —Lo he oído, pero me gustaría saber cuándo.

      —Fue en 1919. Sólo estuve cinco meses. Por eso no puedo considerarme antiguo alumno de Oxford.

      Tom echó un vistazo a su alrededor para ver si, como un espejo, reflejábamos su incredulidad.


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