100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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Tom y le dijera: «Nunca te he querido». Cuando ella hubiera borrado cuatro años con esa frase, decidirían las medidas más prácticas que debían tomar. Una era que, en cuanto Daisy fuera libre, volverían a Louisville y se casarían, saliendo de la casa de la novia, tal como si fuera cinco años antes.

      —Y ella no lo entiende —dijo Gatsby—. Antes lo entendía todo. Pasábamos horas y horas…

      Se interrumpió y empezó a pasear, arriba y abajo, por un sendero desolado de cáscaras de fruta, favores negados y flores aplastadas.

      —Yo no le pediría demasiado —me atreví a decirle—. No podemos repetir el pasado.

      —¿No podemos repetir el pasado? —exclamó, incrédulo—. ¡Claro que podemos!

      Miró a todas partes, frenético, como si el pasado se escondiera entre las sombras de la casa, casi al alcance de la mano.

      —Voy a devolver cada cosa a su sitio, tal como estaba antes —dijo, y asintió con la cabeza, muy decidido—. Daisy lo verá.

      Habló mucho del pasado, y llegué a la conclusión de que quería recuperar algo, cierta idea de sí mismo, quizá, que dependía de su amor a Daisy. Había llevado desde entonces una vida confusa y desordenada, pero si podía volver al punto de partida y revisarlo todo despacio, descubriría qué era lo que buscaba.

      … Una noche de otoño, cinco años antes, paseaban por la calle, y caían las hojas, y llegaron a un sitio donde no había árboles y la acera era blanca a la luz de la luna. Se pararon allí y se miraron. Ya hacía frío y la noche tenía esa emoción misteriosa que se siente en los cambios de estación. Las luces silenciosas de las casas vibraban en la oscuridad y había un temblor, una agitación entre las estrellas. De reojo vio Gatsby que los adoquines de la acera formaban un camino que se elevaba hasta un lugar secreto, más allá de las copas de los árboles. Si subía solo, lo subiría, y una vez arriba podría mamar de la ubre de la vida, tragar la leche incomparable de la maravilla.

      Su corazón latía cada vez más deprisa mientras la cara blanca de Daisy se acercaba a la suya. Sabía que, cuando besara a aquella chica y uniera para siempre sus visiones inexpresables a su aliento perecedero, su mente no volvería jamás a volar como la mente de Dios. Así que esperó, y oyó unos segundos más el diapasón que acababa de golpear contra una estrella. Luego la besó. Y, al roce de sus labios, ella se abrió como una flor y la encarnación fue completa.

      Todo lo que dijo, incluido su espantoso sentimentalismo, me recordaba algo: un ritmo esquivo, un fragmento de palabras olvidadas que había oído no sé dónde, hacía mucho. Una frase trató de tomar forma en mi boca y mis labios se abrieron como los de un mudo, como si se les resistiera algo más que un asustado soplo de aire. Pero no emitieron ningún sonido, y lo que había estado a punto de recordar se convirtió en incomunicable para siempre.

      7

      Un sábado por la noche, cuando la curiosidad sobre Gatsby había llegado al máximo, no se encendieron las luces de su casa y, de modo tan oscuro como había empezado, acabó su carrera como Trimalción. Sólo poco a poco me di cuenta de que los automóviles que con expectación tomaban la curva en el camino de entrada apenas se detenían un instante y luego se alejaban disgustados. Preguntándome si no estaría enfermo, me acerqué a informarme. Un mayordomo con cara de indeseable y a quien no conocía me miró desde la puerta con aire torvo y desconfiado.

      —¿Está enfermo mister Gatsby?

      —De eso nada —después de una pausa, resistiéndose y a regañadientes, añadió «señor».

      —No lo veo por aquí, y estaba preocupado. Dígale que ha venido mister Carraway.

      —¿Quién? —preguntó, grosero.

      —Carraway.

      —Carraway. Muy bien, se lo diré.

      Y sin más pegó un portazo.

      Mi finlandesa me informó de que Gatsby había despedido a todos los criados de la casa hacía una semana y los había sustituido por otros, que no iban ya al West Egg Village a que los tenderos los sobornaran, sino que hacían por teléfono pedidos muy moderados. El chico de la tienda de comestibles contaba que la cocina parecía una pocilga, y en el pueblo se había generalizado la opinión de que los recién llegados no eran criados en absoluto.

      Al día siguiente Gatsby me llamó por teléfono.

      —¿Te vas? —le pregunté.

      —No, compañero.

      —Me han dicho que has despedido al servicio.

      —Necesitaba a gente que no anduviera con chismes. Daisy viene muy a menudo… por las tardes.

      Así que todo el caravanserrallo se había venido abajo como un castillo de naipes por una mirada de desaprobación de Daisy.

      —Son gente a la que Wolfshiem quería ayudar. Son todos hermanos y hermanas. Llevaban un pequeño hotel.

      —Ya.

      Daisy le había pedido que me llamara: ¿podía ir a comer mañana a casa de los Buchanan? Miss Baker también estaría allí. Media hora más tarde me llamó la propia Daisy y pareció aliviada cuando supo que iría. Algo iba a pasar, y, sin embargo, no creía que eligieran aquella ocasión para montar una escena: especialmente la escena horrorosa que Gatsby había ensayado en el jardín.

      El día siguiente fue abrasador, casi el último del verano y sin duda el más caluroso. Cuando mi tren emergió del túnel, a la luz del sol, sólo la cálida sirena de la National Biscuit Company rompía el silencio hirviente del mediodía. Los asientos del tren se acercaban al punto de ignición; la mujer de al lado manchaba delicadamente de sudor su blusa blanca y luego, cuando el periódico se humedeció al tacto de sus dedos, se abandonó al calor insoportable con desesperación y un quejido desolado. El bolso se le cayó al suelo.

      —¡Dios mío! —suspiró.

      Lo recogí con una inclinación cansada y se lo devolví, sujetándolo por una esquina, por la punta, y alargando el brazo, para dejar claro que mi gesto no escondía segundas intenciones, pero todos los que estaban cerca, incluida la mujer, sospecharon de mí lo mismo.

      —¡Qué calor! —decía el revisor ante las caras que le resultaban conocidas—. ¡Qué tiempo! Qué calor, qué calor. ¿Les parece poco? ¿No tienen calor?

      Me devolvió el bono del tren con una mancha oscura que había dejado su mano. ¿Cómo podía importarle a nadie, con semejante calor, qué labios febriles besaba, o qué cabeza le humedecía el bolsillo del pijama, sobre el corazón?

      Pero en el vestíbulo de la casa de los Buchanan soplaba una brisa suave, que llevó el sonido del teléfono hasta la puerta, donde esperábamos Gatsby y yo.

      —¡El cadáver del señor! —rugió el mayordomo al aparato—. Lo lamento, señora, pero no se lo podemos entregar. ¡Está demasiado caliente para tocarlo en pleno mediodía!

      Lo que de verdad dijo fue:

      —Sí. Sí. Voy a ver.

      Colgó y se acercó a nosotros, brillando de sudor, para coger nuestros sombreros de paja.

      —¡Madame les espera en el salón! —gritó y, sin necesidad, nos señaló el camino.

      Con aquel calor cada gesto superfluo era una ofensa contra las normales reservas de vida.

      La habitación, a la sombra de los toldos, era oscura y fresca. Daisy y Jordan estaban echadas en un sofá enorme, como ídolos de plata que con su peso sujetaran sus vestidos blancos frente a la brisa cantarina de los ventiladores.

      —No podemos movernos —dijeron al unísono.

      Los dedos de Jordan, con polvos blanqueadores sobre el bronceado, descansaron un momento en los míos.

      —¿Y mister Tom Buchanan, el atleta? —pregunté.

      Simultáneamente


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