100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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lo cobarde que soy... pero en cuanto me oyen rugir, todos tratan de alejarse de mí y, por supuesto, yo los dejo ir.

      —Pero eso no está bien —objetó el Espantapájaros—. El Rey de las Bestias no debería ser un cobarde.

      —Ya lo sé. —El León se enjugó una lágrima con su zarpa—. Es mi pena más grande, y lo que me produce mi mayor desdicha. Pero cuando quiera que hay algún peligro, se me aceleran los latidos del corazón.

      —Puede ser que lo tengas enfermo —aventuró el Leñador.

      —Podría ser —asintió el León.

      —Si es así, deberías alegrarte, pues ello prueba que tienes corazón —manifestó el hombre de hojalata—. Por mi parte, yo no lo tengo, de modo que no se me puede enfermar.

      —Quizá si tuviera corazón, no sería tan cobarde.

      —¿Tienes cerebro? —le preguntó el Espantapájaros.

      —Supongo que sí —dijo el León—. Nunca me he mirado para comprobarlo.

      —Yo voy a ver al Gran Oz para pedirle que me dé un cerebro, pues tengo la cabeza rellena de paja —expresó el Espantapájaros.

      —Y yo voy a pedirle un corazón —terció el Leñador.

      —Y yo a pedirle que me mande con Toto de regreso a Kansas —añadió Dorothy.

      —¿Les parece que Oz podría darme valor? —preguntó el León Cobarde.

      —Con tanta facilidad como podría darme sesos a mí —dijo el Espantapájaros.

      —A mí un corazón —manifestó el Leñador.

      —O mandarme a mí de regreso a Kansas —terminó Dorothy.

      —Entonces si no tienen inconveniente, iré con ustedes —expresó el León—, pues ya no puedo seguir soportando la vida sin valor.

      —Encantados de tenerte con nosotros —aceptó Dorothy—. Tú nos ayudarás a mantener alejadas a las otras fieras. Me parece que deben de ser más cobardes que tú si te permiten asustarlas con tanta facilidad.

      —De veras que lo son —asintió el León—; pero eso no me hace más valiente, y mientras sepa que soy un cobarde me sentiré muy desdichado.

      Y así, una vez más, el grupito partió de viaje, con el León marchando majestuosamente al lado de Dorothy. Al principio, a Toto no le agradó este nuevo compañero, porque no podía olvidar lo cerca que había estado de ser víctima de las enormes fauces del felino; pero al cabo de un tiempo se sintió más tranquilo y al fin se hizo muy buen amigo del León Cobarde.

      Durante el resto de ese día no hubo otras aventuras que turbaran la paz del viaje. Eso sí, en una oportunidad, el Leñador pisó un escarabajo que se arrastraba por el camino y lo mató, lo cual le apenó mucho, pues se cuidaba siempre de no hacer daño a ningún ser viviente, y mientras continuaba marchando empezó a llorar con gran pesar. Las lágrimas se deslizaron lentamente por su cara hasta las articulaciones de su quijada, y allí oxidaron la hojalata. Poco después, cuando Dorothy le hizo una pregunta, el Leñador no pudo abrir la boca, porque tenía herrumbrada la articulación. Muy asustado por esto, le hizo señales a la niña para que lo socorriera mas ella no le entendió. El León tampoco podía comprender qué le pasaba. Pero el Espantapájaros tomó la aceitera de la cesta de Dorothy y echó aceite en la quijada del Leñador, y al cabo de pocos minutos el hombre de hojalata pudo volver a hablar como siempre.

      —Esto me enseñará a mirar por dónde camino —dijo entonces—. Si llegara a matar a otro bicho es seguro que volvería a llorar, y las lágrimas me oxidan la mandíbula de tal manera que me es imposible hablar.

      De allí en adelante marchó con gran cuidado, fijos los ojos en el camino, y al ver alguna hormiga u otro insecto que se arrastraba por tierra, se apartaba con rapidez a fin de no hacerle daño. El Leñador de Hojalata sabía muy bien que no tenía corazón, razón por la cual se esforzaba más que todos por no ser cruel con nada ni con nadie.

      —Ustedes los que poseen corazón tienen algo que los guía y no necesitan equivocarse —manifestó—; pero yo no lo tengo y por eso debo cuidarme mucho. Cuando Oz me dé un corazón, entonces ya no me preocuparé tanto.

      CAPÍTULO 7

      EN BUSCA DEL GRAN OZ

      Aquella noche se vieron obligados a acampar en medio del bosque, debajo de un árbol gigantesco, pues no se veía vivienda alguna por los alrededores. El árbol los protegió muy bien del rocío, y el Leñador cortó una buena cantidad de madera con su hacha, mientras que Dorothy hizo una espléndida fogata que la calentó bastante, haciéndola sentirse menos sola. Ella y Toto comieron los últimos restos del pan, y la niña se dio cuenta ahora de que no habría desayuno para ellos.

      —Si quieres, me adentraré en el bosque y mataré un ciervo para ti —ofreció el León—. Puedes asarlo con este fuego, ya que tienes esa costumbre tan rara de cocinar las viandas, y así tendrás un buen desayuno por la mañana.

      —¡No! ¡Por favor, no! —rogó el Leñador —. Seguro que me pondría a llorar si mataras a un pobre ciervo, y entonces se me oxidaría de nuevo la mandíbula.

      Pero el León se internó en el bosque a buscar su propia cena, y nadie supo nunca qué comió esa noche, porque no lo dijo. Y el Espantapájaros halló un árbol lleno de nueces que puso en la cesta de Dorothy a fin de que no pasara hambre por un largo tiempo. A la niña le agradó mucho esta atención tan bondadosa del Espantapájaros, aunque rio a más y mejor al ver su torpe manera de recoger las nueces. Sus manos rellenas eran tan poco ágiles y las nueces tan pequeñas que dejó caer tantas como tantas puso en la cesta; pero al Espantapájaros no le preocupó el tiempo que le llevara llenar el recipiente, ya que esto lo mantenía alejado del fuego, pues la verdad es que temía que saltara una chispa y lo consumiera por completo. Por ello se mantuvo a buena distancia de las llamas, y sólo se acercó a Dorothy para cubrirla con hojas secas cuando la niña se acostó a dormir, lo cual la mantuvo abrigada y cómoda hasta la mañana.

      Al amanecer, Dorothy se lavó la cara con el agua de un arroyo cantarino y poco después partieron de nuevo hacia la Ciudad Esmeralda.

      El día iba a ser muy ajetreado para los viajeros. No habían caminado más de una hora cuando vieron ante ellos una gran zanja que cruzaba el camino y parecía dividir el bosque en dos partes hasta donde la vista alcanzaba. Era muy ancha y cuando se acercaron cautelosamente hasta el borde, observaron su gran profundidad y las numerosas piedras afiladas que salpicaban el fondo. Sus costados eran tan empinados que ninguno de ellos podría deslizarse hasta abajo o subir de nuevo por la parte opuesta, y por el momento pareció que allí iba a terminar el viaje.

      —¿Qué hacemos ahora? —suspiró Dorothy.

      —No tengo la menor idea —dijo el Leñador, mientras que el León agitaba su melenuda cabeza y parecía sumirse en profundas meditaciones.

      —Es seguro que no podemos volar —dijo por su parte el Espantapájaros—. Tampoco podemos bajar al fondo de este zanjón tan profundo. Por lo tanto, si no podemos saltarlo, tendremos que quedamos donde estamos.

      —Yo creo que puedo saltarlo —expresó el León Cobarde luego de medir la distancia con la mirada.

      —Entonces estamos salvados —aprobó el Espantapájaros—; tú puedes llevarnos sobre tu lomo a todos nosotros, por una vez.

      —Bien, lo intentaré —asintió el León—. ¿Quién irá primero?

      —Yo —se ofreció el hombre de paja—, porque si no lograras salvar esa distancia, Dorothy podría matarse o el Leñador se abollaría todo contra las piedras de abajo; pero si me llevas a mí eso no importaría mucho, ya que la caída no me haría daño alguno.

      —Yo mismo tengo un miedo terrible de caer —confesó el felino—. Pero supongo que no queda otra alternativa que intentarlo, así que monta sobre mi lomo y haremos la prueba.

      El


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