100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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por él —dijo el Leñador con mucha pena—. Pesa demasiado para levantarlo. Tendremos que dejarlo que duerma aquí para siempre, y quizá sueñe que al fin ha encontrado el valor que tanto ansiaba.

      —Lo siento mucho —suspiró el Espantapájaros—. A pesar de ser tan cobarde, era un buen camarada. Pero sigamos adelante.

      Llevaron a la dormida Dorothy hasta un bonito sitio junto al río, lo bastante lejos del campo de amapolas como para evitar que siguiera aspirando el fatal perfume. Allí la tendieron con suavidad sobre la hierba y esperaron que la fresca brisa la despertara.

      CAPÍTULO 9

      LA REINA DE LOS RATONES

      —No creo que estemos muy lejos del camino amarillo —comentó el Espantapájaros mientras se hallaba de pie al lado de la niña—. Hemos caminado casi la misma distancia que nos arrastró el río.

      El Leñador estaba por responder cuando oyó un gruñido y, volviendo la cabeza, vio a una bestia extraña que avanzaba a saltos hacia ellos. Se trataba de un gran gato montés, y al Leñador le pareció que debía estar persiguiendo a una presa, pues tenía las orejas echadas hacia atrás y su fea boca mostraba una doble hilera de horribles dientes, mientras que sus ojos rojizos relucían como bolitas de fuego. Cuando el animal se acercó más, el hombre de hojalata vio que huía de él un pequeño ratón gris, y aunque carecía de corazón comprendió que estaba mal que el gato montés quisiera matar a un animalito tan inofensivo como aquél.

      Por este motivo levantó su hacha y, al pasar el gato por su lado, le asestó un rápido tajo que le cercenó limpiamente la cabeza.

      A verse libre de su enemigo, el ratón se detuvo de pronto, giró sobre sí mismo y marchó hacia el Leñador, diciéndole con voz aflautada:

      —¡Gracias! ¡Muchas gracias por salvarme la vida!

      —Por favor, ni lo menciones siquiera —repuso el Leñador—. La verdad es que no tengo corazón y por eso me preocupo de ayudar a todos los que necesitan amigos, aunque sólo sean ratones.

      —¿Sólo ratones? —exclamó indignado el animalito—. ¡Te diré que soy la Reina de todos los ratones del campo!

      —¡Vaya, vaya! —dijo el Leñador, haciendo una reverencia.

      —Por lo tanto, al salvarme la vida has hecho algo muy importante —añadió la Reina.

      En ese momento vieron a varios ratones que llegaban corriendo, y que al ver a su Reina exclamaron:

      —¡Oh, Majestad, creíamos que te iban a matar! ¿Cómo pudiste esquivar a ese gato salvaje?

      Todos ellos se inclinaron tan ceremoniosamente ante su soberana que casi se pararon de cabeza.

      —Este extraño hombre de hojalata mató al gato y me salvó la vida —exclamó la Reina—. Por eso, de ahora en adelante deberán ustedes servirlo y obedecer todos sus deseos.

      —¡Así lo haremos! —exclamaron a coro los ratones.

      Acto seguido se desbandaron en todas direcciones, pues Toto acababa de despertar, y al ver tantos ratones a su alrededor, lanzó un ladrido de júbilo y saltó en medio del grupo. Siempre le había gustado cazar ratones cuando vivía en Kansas y no veía nada malo en ello.

      Pero el Leñador lo tomó entre sus brazos y lo contuvo mientras decía a los ratones:

      —¡Vuelvan aquí! Toto no les hará daño.

      Al oír esto, la Reina asomó la cabeza por debajo de unas hierbas y preguntó con timidez:

      —¿Estás seguro de que no nos va a morder?

      —No se lo permitiré —dijo el Leñador—. No tengan miedo.

      Uno por uno fueron regresando los ratones y Toto no volvió a ladrar, aunque trató de saltar de los brazos del Leñador y lo habría mordido si no hubiera sabido muy bien que era demasiado duro para sus dientes. Al fin habló uno de los ratones más grandes.

      —¿Podemos hacer algo para demostrarles nuestro agradecimiento por haber salvado la vida de nuestra Reina?

      —No se me ocurre nada —respondió el Leñador.

      Por su parte, el Espantapájaros, que había estado tratando de pensar sin conseguirlo debido a que tenía la cabeza rellena de paja, dijo rápidamente:

      —¡Ah, sí! Pueden salvar a nuestro amigo el León Cobarde que se quedó dormido en el campo de amapolas.

      —¿Un león? —exclamó la Reina—. ¡Vamos, si nos comería a todos!

      —Nada de eso —afirmó el Espantapájaros—. Este León es un cobarde.

      —¿De veras? —preguntó uno de los ratones.

      —El mismo lo afirma —fue la respuesta del Espantapájaros—. Además, no haría daño a un amigo nuestro. Si nos ayudan a salvarlo, les aseguro que los tratará bondadosamente.

      —Muy bien, confiaremos en ustedes —dijo la Reina—. ¿Pero qué hacemos?

      —¿Son muchos tus súbditos y te obedecen todos?

      —Claro que sí —le contestó ella.

      —Entonces hazlos venir lo antes posible y que cada uno traiga un trozo de cuerda.

      La Reina se volvió hacia su séquito y ordenó que partieran en seguida en busca de todos sus súbditos. No bien oyeron la orden, los ratones se dispersaron a toda prisa.

      —Ahora ve tú hacia esos árboles que crecen junto al río y construye un carro que sirva para cargar al León —dijo el Espantapájaros al Leñador.

      El hombre de hojalata puso manos a la obra sin la menor demora, y muy pronto tuvo listo un carro fabricado con troncos de árboles a los que cortó las ramas y hojas. Aseguró los troncos con clavijas de madera aguzada e hizo las cuatro ruedas con rodajas de un tronco muy grueso. Trabajó con tal diligencia que el vehículo estaba listo cuando empezaron a llegar los ratones.

      Venían desde todas direcciones y eran millares, grandes, medianos y pequeños, y cada uno traía en la boca un trozo de cuerda. Fue más o menos entonces cuando Dorothy despertó de su largo sueño y abrió los ojos, asombrándose al encontrarse tendida en la hierba y rodeada por miles de ratones que la miraban con timidez. Pero el Espantapájaros la puso al tanto de todo y luego, volviéndose hacia la Reina, agregó:

      —Permíteme que te presente a Su Majestad, la Reina de los ratones.

      La niña saludó con gran dignidad y la Reina hizo una reverencia, después de lo cual se acercó afablemente a Dorothy.

      El Espantapájaros y el Leñador empezaron a atar los ratones al carro, empleando las cuerdas que éstos habían traído. Un extremo se ataba al cuello de cada ratón y el otro extremo al carro. Claro que el improvisado vehículo era mil veces más grande que cualquiera de los ratones que iba a arrastrarlo, pero cuando estuvieron atados todos ellos, pudieron moverlo con toda facilidad. Tanto es así que el Espantapájaros y el Leñador se sentaron encima y fueron trasladados rápidamente hasta el sitio donde dormía el León.

      Luego de muchísimo trabajo —porque el felino pesaba mucho— lograron ponerlo sobre el carro. Después se apresuró la Reina a ordenar a sus súbditos que partieran, pues temía que los ratones se quedaran dormidos si permanecían demasiado tiempo entre las amapolas.

      Al principio, a pesar de su gran número, los animalitos casi no podían mover el pesado vehículo, pero empezaron a hacer progresos cuando el Leñador y el Espantapájaros los ayudaron empujando desde atrás, y poco después lograron sacar al León del campo de amapolas en dirección a terreno abierto, donde el felino pudiera respirar de nuevo el aire puro en lugar de la mortal fragancia de las flores.

      Dorothy les salió al encuentro y les agradeció sinceramente que hubieran salvado de la muerte a su amigo. Había llegado a tener tanto aprecio al León que se alegraba mucho de que lo hubieran rescatado.


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